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el Kiosco de Página/12

Catálogos
Por Juan Gelman

Algún crítico estimó la obra de George Grosz como �el catálogo más definitivo de la depravación humana en toda la historia de la pintura�. Tal vez. El Berlín de posguerra de 1918 ya no era la ciudad casi pomposa habitada por junkers prusianos, húsares galantes y burócratas de la corte imperial. Era la capital de la República de Weimar, la primera república alemana, regida por un gobierno socialdemócrata, acosada por la voracidad de los Aliados triunfadores, privada de territorios que anexaron Francia, Polonia, Dinamarca y Bélgica, sometida al pago de indemnizaciones imposibles, asolada por la inflación. El l de julio de 1923 se devalúa su moneda y el tipo de cambio es de 160.000 marcos por dólar. El 20 de noviembre del mismo año cada dólar vale 4200 billones -.sí, billones� de marcos.
Contrastes delirantes recorrían las calles de Berlín y George Grosz los reflejó en sus dibujos, grabados y pinturas: mutilados de guerra sin piernas o sin narices, prostitutas marcadas por la enfermedad, veteranos mendigando, traficantes del mercado negro envueltos en pieles lujosas, drogadictos, idiotas frenéticos, suicidas, criminales sexuales y descuartizadores. Pero también uniformados que balean a trabajadores indefensos, desocupados, sobrevivientes del hambre y la miseria. En la obra de Grosz de esa época Berlín es una selva urbana parecida a un matadero, un burdel, un hospicio, una sociedad que se derrumba por la guerra y sus secuelas, un mundo desmoralizado en que el asesinato es moneda corriente, la política ineluctablemente corrupta, y nadie puede escapar a la prostitución, simbólica o real. Mientras, los tres pilares del �orden� -.capitalistas, militares y clero� contemplan sin intervenir el caos que prologó al nazismo.
Se ha acusado a Grosz de mitificar ese Berlín, que debió abandonar en 1932, a los 39 de edad, cuando el nazismo en alza terminó considerándolo �el bolchevique cultural número uno�. Pero la realidad era contundente. �Rara vez pasaban tres semanas -.recordó de Weimar el ruso Ehrenburg� sin que se descubriera algún crimen espantoso.� Ocurrían asesinos sexuales en serie, como Wilhelm Grossmann, �el Barba Azul del ferrocarril de Silesia�, acostumbrado a comerse a las mujeres que mataba. O el homosexual Fritz Haarmann, que liquidó a numerosos amantes pagos por una noche cortándoles la yugular con los dientes antes de preparar y vender su carne a carniceros desprevenidos. O Peter Kurten, que prefería beberse la sangre de niños y mujeres cuando sus cadáveres aún estaban calentitos. O Karl Denker, que coleccionaba recuerdos de sus víctimas, dientes, huesos o piel con la que confeccionaba objetos. El huevo de la serpiente estaba en plena incubación.
Las prostitutas que Grosz pintó y dibujó son vistas �contra un fondo de luz infernal� y constituyen �una imagen perfecta del salvajismo latente en el seno de la civilización�, que dijera Baudelaire. Grosz tuvo un enemigo principal: la hipocresía de la moral burguesa, en la que se encarnizó para arrancarle máscaras y revelar lo brutal que cabe en un ser humano. En 1917 escribe a su cuñado Otto Schmalhausen sobre �el laberinto de espejos, los jardines encantados de la calle donde Circe convierte a los hombres en cerdos�. El laberinto era Berlín.
Como el belga James Ensor, y a diferencia del francés Marcel Duchamp y del suizo Paul Klee -.sobre todo alertas ante la invasión de la subjetividad por la máquina�, Grosz insistió en la para él grotesca persistencia de lo primitivo y bárbaro en la modernidad. Se ha pretendido que su arte es sólo político, y es cierto que las publicaciones del Partido Comunista alemán reproducían gustosamente sus ataques contra la hipocresía y la avaricia capitalistas. Perteneció al partido hasta 1923, año en que lo abandonó luego de un viaje decepcionante a la URSS. Pero en realidad fue un moralista satírico, de la vena de un Hogarth y un Daumier.La sociedad de entonces le olía mal -.�¡Mi Dios! Aquí hay miasmas de niños asados�, dice en uno de sus poderosos poemas� y en su serie Ecce Homo Cristo aparece con una máscara antigás rodeado de pordioseros y otras criaturas del desastre. Su mensaje es engañosamente fácil y aun crudo a primera vista, pero su obra es antes bien un intento de representar lo irrepresentable -.la catástrofe que se avecinaba� y cada precisión manifiesta de detalles agrega silencios y preguntas siniestras sobre el ser humano.
Las imágenes de Ecce Homo se reunieron en un libro de gran tirada y acarrearon a Grosz un proceso por �difusión de escritos inmorales� en 1923 y otro por �blasfemia� en 1928. El último tuvo lugar en diciembre de 1930 y el artista se defendió así: �Quería protestar (con Ecce Homo) contra este mundo de destrucción recíproca. Con frecuencia me sentía como una pared que devolvía el grito sangriento e inhumano del mundo que me rodeaba... y si se me acusa a mí, se está acusando a la época, sus atrocidades y su depravación, su anarquía y su injusticia�. La obra de Grosz nos sigue hablando porque muchos aspectos de la realidad que satirizó son reconocibles en la nuestra. Su fuerza radica en la mezcla de sensualidad y aspereza en su rechazo, aunque no falta una suerte de apenada compasión por sus personajes más obscenos. Sabía que, como cualquier hombre, compartía esa madera.

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