Por Luciano Monteagudo
Es bien arriesgada la apuesta que hace Plata quemada, la nueva película de Marcelo Piñeyro, el director más exitoso del cine argentino reciente. Su cuarto largometraje .-después de Tango feroz, Caballos salvajes y Cenizas del paraíso-. es una gran producción, con un elenco de figuras reconocidas, basada en la premiada y muy leída novela de Ricardo Piglia. Pero el riesgo que asume, en primer lugar, Plata quemada tiene que ver con esta relación que su director establece con la noción de éxito, al menos en Argentina. Si hay algo por cierto irreprochable en el film de Piñeyro es la ausencia de especulación de cualquier tipo, la seriedad del proyecto, en la medida en que no busca conquistar o, menos aún, halagar a sus potenciales espectadores, sino más bien, por el contrario, desafiarlos en su comodidad, en sus certezas, en sus prejuicios. Nada hay de complaciente en Plata quemada, un film arduo, seco, siempre grave en su tono. Puede decirse que hay mucha ambición y los resultados no siempre están a la altura de esas ambiciones, pero esa ambición es claramente el deseo de hacer un cine cada vez más maduro, mejor, que no responda a ningún otro condicionamiento que no sea el que impone la película misma.
El camino más obvio y fácil para adaptar la novela de Piglia era, sin duda, quedarse simplemente con la trama policial y explotar los momentos de acción y violencia. Por el contrario, Piñeyro y su coguionista Marcelo Figueras eligieron ir más allá de aquello que, a priori, podía parecer lo más cinematográfico del texto y se internaron en las relaciones de los personajes, en su carácter extremo, fronterizo, maldito. En este punto hubo también una decisión crucial. Así como la novela de Piglia tomaba como punto de partida un hecho real, sucedido a fines de 1965 en Buenos Aires y Montevideo y registrado por los diarios de la época (cuyo lenguaje Piglia utilizó prodigiosamente), Piñeyro en cambio partió directo de la novela misma, de la ficción, sin ninguna intención de volver sobre aquella realidad.
Es así como el film se inicia con un narrador en off, que va describiendo con minucia a los personajes, como si Piñeyro quisiera dejar en claro desde un comienzo el origen literario de Plata quemada, su pertenencia a un mundo ficcional antes que testimonial. Esto no significa, sin embargo, que el director se haya preocupado por serle escrupulosamente fiel al texto de Piglia. La novela es siempre muy reconocible, pero para cualquier lector también lo son las diferencias con la película. Al fin y al cabo, el director no sólo debía solucionar el paso de un dispositivo de orden narrativo a otro de orden dramático. También debía resolver, entre otros problemas, uno estrictamente práctico, derivado de la coproducción con España. Es así como, junto al Nene Brignone (Leonardo Sbaraglia), su �mellizo� es ahora, en lugar del Gaucho Dorda de Piglia, el Angel que encarna con convicción el actor español Eduardo Noriega.
A diferencia de otros casos, en que la irrupción de un intérprete extranjero no tiene otro fundamento que el de la coproducción, aquí Noriega no chirría. Al contrario. La película no se molesta en explicar casi nada del pasado del personaje y eso es bueno, porque basta con saber que se trata, en todo caso, de un hombre en fuga. El carácter oscuro deDorda se reconoce ahora en Angel y se complementa bien con el aspecto del Nene de Sbaraglia, �flaco, ágil, liviano�, como pedía la novela. Si hay algo en todo caso que Sbaraglia no llega a dar, a pesar de su actuación inteligente, meditada, es la marginalidad terminal de su personaje, toda la cárcel que tiene a sus espaldas, allí donde se hizo �puto, drogadicto, timbero y peronista�, como decía la novela y recoge textualmente la película. En este sentido, el �Cuervo� de Pablo Echarri .-el chofer de la banda, un arquetípico vivillo porteño� tiene más verdad porque da bien el tipo y se permite, a partir de esa ventaja, un trabajo más físico, visceral. Al lado de los tres, el único que desentona es Ricardo Bartís, que hace de Fontana, el jefe de la gavilla (que viene a reemplazar al Malito de Piglia) una �composición� en el sentido teatral del término, siempre un par de tonos más arriba de lo que pide el cine.
El asalto al camión pagador Piñeyro lo resuelve con una lacónica eficacia, sin demorarse más de lo necesario. El �entierro� en el departamento porteño y, luego, en uno de Montevideo, están entre lo mejor del film, por su tensión larvada, por la manera en que va creciendo el vínculo entre los personajes, particularmente entre el Nene y el Angel, cada vez más enajenados. Pero de pronto el film .-siguiendo, es cierto, el recorrido de la novela-. se abre hacia el exterior y pierde esa concentración, que en el libro importaba menos, pero que hasta ese momento fortalecía dramáticamente la película. Hay toda una excursión playera que está claramente de más e incluso la relación del Nene con la prostituta Giselle (Leticia Brédice) dispersa a la película de su mejor rumbo, de esos monólogos interiores de la pareja protagónica que son los que le dan su intensidad al film.
Hay que agradecerle a Plata quemada que no haya nada de aleccionador, de moralizante, de discursivo, como había en films previos de Piñeyro, escritos en colaboración con Aída Bortnik. En este sentido, la película tiene la inteligencia de no intentar explicar la dura relación homosexual del Angel y el Nene (o de condenarla, como hubiera querido la Comisión Calificadora, que determinó que la película sólo es apta para mayores de 18 años). Lo que no consigue Plata quemada es alcanzar el pathos trágico que pedían sus personajes, el carácter legendario al que aspiraba su inmolación en el apocalíptico tiroteo final.
Un catálogo de las ruindades de
a clase media en el menemismo
Representación: Si los personajes de Bernard & Nardini funcionan como espejo, ese espejo deforma, devuelve una imagen fea y muy mal hablada.
Tres amigos que, en los años que el título sintetiza,
persiguen un sueño podrido ya desde la raíz. |
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Por Horacio Bernades
Pocas películas argentinas deben haberse estrenado en medio de una polémica como la que desencadenó, desde el momento mismo de su primera proyección en el reciente II Festival Buenos Aires de Cine Independiente, 76 89 03, ópera prima de Cristian Bernard y Flavio Nardini. En medio de un cine siempre tan correctito como el argentino, no puede pasar inadvertida una película que viaja hasta el bajo vientre del último cuarto de siglo, en este rincón del mundo. Catálogo viviente de todas las ruindades a las que es propensa la clase media nacional, los protagonistas de 76 89 03 son misóginos, machistas, codiciosos, frustrados sexuales, obscenos, reyes de la doble moral y el doble discurso. Quien piense que la película está hecha para glorificarlos, evidentemente está un poco distraído.
Pero 76 89 03 no es un film que ande levantando un dedo acusador. Aquellas lacras surgen, naturalmente si se quiere, de la conducta de los tres protagonistas y la fauna que los rodea, en el marco de una peripecia bien concreta. Si los personajes de Bernard & Nardini funcionan como espejo, ese espejo deforma. Devuelve una imagen fea y muy mal hablada, pero inevitablemente cómica. En un blanco y negro magníficamente moldeado (gentileza del fotógrafo Daniel Sotelo), la historia es la de Dino, Salvador y Paco. Tres amigos que, en los años que el título sintetiza, persiguen un sueño imposible, podrido ya desde la misma raíz. Ese sueño tiene nombre: Wanda Manera, �chica de tapa� en el �76, call girl en el �89, víctima de una sucia venganza en el 2003. Para Dino, Salvador y Paco, ella encarna la misma clase de sueño húmedo que, por ponerle otro nombre, una Graciela Alfano podría representar hoy mismo.
Con un prólogo que transcurre en el �76 y un breve epílogo en el 2003, el grueso del relato transcurre en una única noche de 1989, poco antes del ascenso de Menem. Como corresponde al más rancio medio pelo nacional, Paco va a casarse, de apuro, con una mujer a la que aborrece. Para su despedida de soltero, Dino tiene preparada una sorpresa, que a su vez esconde ciertas formas de traición. Si llegarán los tres amigos a pasar o no esa noche con su objeto de deseo, obviamente no debe ser revelado. En esa madrugada de sábado, estos tres ulises de morondanga intentarán llegar a una Itaca llamada Wanda. Ciudad de trampas y laberintos, la Buenos Aires de fines de los 80 aparece aquí poblada de demonios menores, escalas de un tragicómico descenso al infierno urbano. El repulsivo propietario de una disco, matones muy calzados, colegialas que son a la vez esclavas sexuales, intermediarios truchos, dealers de cuarta y �arbolitos� que transan dólares, son algunos de los ejemplares de esta fauna nocturnal, vista a través de la lente deformante del grotesco.
A bordo del prototípico Torino argentino, Dino, Salvador y Paco disimularán resentimientos mutuos entre campeonatos de flatulencias, compartirán deseos que tienen densidad de leche condensada, se harán un montón de bromas guarangas y medirán todo el tiempo quién la tiene más larga. Pero su obscena odisea tiene un marco, el de su época y lugar. Por si los años elegidos no fueran de por sí representativos, allí está esecura del �76, demasiado obvio tal vez, advirtiendo a los niños sobre los peligros de la �mancha roja�, y también los carteles de �Síganme� que empapelan la ciudad. El epílogo anuncia, a su turno, el peor final posible para las elecciones del 2003. A pesar de todo ese amargo veneno, 76 89 03 es una película enteramente gozable, desde los primeros títulos hasta los últimos, y no es el menor de sus méritos la recuperación de un lenguaje callejero, en su versión más procaz.
Si puede adivinarse el amargo modelo de la commedia all�italiana en este pequeño fresco urbano, también flota, claro, la sombra de Después de hora sobre el viaje de estos Ulises del grotesco. Con estilo pulido y técnica impecable, al filmar en largos planos secuencia y tiempo real, Bernard & Nardini dejan que cada escena se arme, crezca y respire. Ahí es donde debe aparecer el actor, y también en este terreno el film tiene mucho para enseñarle al cine argentino. Empezando porque dan siempre la nota justa. Entre los secundarios, el no profesional Fernando Cía resulta todo un hallazgo en el papel de Simón Movicom. Pero el que roba escena al límite es sin duda Claudio Rissi. Encarnando al desagradabilísimo �Rey de la noche�, lo de Rissi es un tour de force en el que pasa del histrionismo al asco, del asco a la amenaza y de la amenaza al ridículo. Y todo en una única escena, en una disco, tal vez el corazón de estas porteñas, tragicómicas tinieblas.
�Vengar la sangre�, un
film pequeño y efectivo
Terence Stamp y Peter Fonda le dan una especial presencia a la
película de Steven Soderbergh, que gira sobre el concepto de la venganza y sobre las diferencias entre Estados Unidos e Inglaterra.
Stamp es Wilson, un hombre empeñado en consumar su venganza.
Soderbergh también ensaya una reflexión sobre los años sesenta. |
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Por Martín Pérez
�Díganle que estoy llegando�, grita el veterano, arma en mano, luego de despachar a una pandilla de malvivientes. Su amenaza parece resonar en toda la ciudad, pero en realidad quien debe escucharla es un tal Terry Valentine, un bon vivant que supo ser el último novio de su hija Jenny, fallecida en un accidente automovilístico en el que Wilson �un ex convicto británico, de la vieja escuela, que se pasa la vida saliendo y entrando de la cárcel� no tiene razones para creer. Wilson cree que su hija fue asesinada. Y llegó a Hollywood para ir detrás de su asesino. Para ponerle la mano encima a Valentine, un exitoso productor discográfico de la California somnolienta de los años sesenta, cuya estrella ha decaído con el tiempo y sólo mantiene su status gracias a oscuros negocios sucios.
Wilson es Terence Stamp, y Valentine es Peter Fonda. Stamp es el inglés de otros tiempos que llega a una ciudad ajena a hacer lo que tiene que hacer. Y nada ni nadie lo va a detener. Fonda es la decadente encarnación de los sesenta, pero treinta años después. �Vos no sos exactamente una persona�, le dice a Valentine su última novia veinteañera. �Sos más bien una onda.� Y la descripción encaja perfectamente en la figura de Fonda, aquel Capitan América de Busco mi destino, aquí encarnando a unos sesenta estadounidenses a los que les llegará la venganza de sus contemporáneos ingleses más sufridos. No en vano cuando Valentine huye por la carretera en su auto descapotable suena un tema de Steppenwolf. Y tampoco es inocente que entre los permanentes flashbacks de Wilson se puedan ver imágenes de Poor Cow, el debut de Ken Loach, en el que Stamp encarnó a un convicto llamado Wilson, allá por 1967.
Thriller sin acción propiamente dicha, pero pleno de escenas memorables y diálogos afilados (los referidos al dialecto que habla Wilson son maravillosos), Vengar la sangre es un film pequeño y pleno, y gran parte del encanto reside en la complicidad con el espectador que despierta el género. Y en la forma en la que Soderbergh trabaja dentro de ese espacio, ofreciendo rostros reconocibles y plenos de significados como los de Fonda y Stamp (no hay que olvidar el de Barry �Petrocelli� Newman, aquí encarnando al responsable del trabajo sucio de Valentine), y �especialmente� trabajando al máximo las formas a la hora del montaje. Los resultados son formidables y amplían al máximo las posibilidades de un guión aparentemente tan limitado como el de un film que cuenta la historia de un extranjero que llega, hace su trabajo y luego se va.
Sí, es cierto, todo lo que sucede en Vengar la sangre es esperable. Sucede tal como debe suceder en las venganzas. Pero lo importante no es qué, sino cómo. Film sobre la inutilidad de la venganza, sobre dos países separados por un idioma común (como decía Shaw de Estados Unidos e Inglaterra) y sobre una mujer condenada por los dos hombres que creen luchar por ella, Vengar... es detrás de todo eso apenas un film pequeño que se disfruta enormemente. Y el secreto de semejante disfrute tal vez resida en el diálogo que tiene Wilson con su coequiper Ed en la casa deValentine ubicada en medio de las colinas de Hollywood. Asomado al precipicio que se abre prácticamente debajo de ellos, Ed pregunta: �¿Qué nos sostiene?�. La respuesta de Wilson es inmediata y contundente: �Confianza�. Y es esa confianza la que les permite a los responsables del film dedicarse a pensar, reflexionar e incluso reírse con lo que el cine hizo de ellos. E incluso de los espectadores.
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