Dónde
estás corazón
Por Susana Viau |
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M. es un muchacho pero parece un niño de 12. El desajuste tiene un nombre. El síndrome de Borjeson�Forssman�Lehmann es la triple frontera que separa a M. de una vida normal. El problema se ubica a la altura del cromosoma X, un desorden endocrino que produce retrasos en el crecimiento y un severo handicap intelectual. La madre y la hermana de M. son portadoras, al hermano mayor de M. se le detectó el SBFL a los 15 años y hay un tercer varón fallecido a los cinco. El caso de M. tiene una indeseable originalidad: es el primer reporte de un síndrome de Borjeson-Forssman�Lehman asociado a una miocardiopatía dilatada. La variante ha ido dificultándole progresivamente la vida y condena a M. a una hospitalización tras otra.
A los 19 años M. es esmirriado, canijo, tiene un rostro raro, los ojos algo hundidos, orejas grandes. Así es su fenotipo. Sin embargo, goza de una enorme popularidad en el barrio y entre los médicos del hospital del conurbano donde le hicieron el primer diagnóstico. M. es también la estrella de la familia. Su padre, poseedor de un oficio que solía considerarse artesanía, es lustrador y tiene poco trabajo en estos tiempos; su madre, dedicada a cuidar a los dos hijos enfermos, suele hacer en los ratos libres comidas que vende a los vecinos. La casa en que viven los cinco es pequeña, humilde y digna. M., a pesar de los pesares, ha terminado la escuela primaria.
Hace aproximadamente seis meses el estado de M. empezó a agravarse. Desde el centro donde siguen el curso de su enfermedad, el Hospital Diego Paroissien, de La Matanza, lo envían a la Fundación Favaloro. La idea es evaluar a M. para trasplante. La familia de M. no tiene recursos y apela a CUCAIBA, el centro de ablación e implante bonaerense que financia a pacientes sin recursos ni cobertura asistencial. El equipo de Sergio Perrone, coordinador clínico de trasplante cardiopulmonar de la Fundación Favaloro, decide en principio intentar tratar a M. mediante la reposición de hormonas de crecimiento y pide autorización a la ANMAT. Las hormonas de M. no están bajas y Perrone sospecha que tal vez el problema esté radicado en los receptores de las hormonas. Cuando la ANMAT da el visto bueno ya es tarde, M. ha empeorado y se ha resuelto su internación y la administración de medicación intravenosa, pero la situación no revierte. M. entra en emergencia nacional. Perrone y su equipo apelan entonces al Balón de Contrapulsación Intra-aórtica, un dispositivo de asistencia ventricular que ayuda a la contracción del músculo. El recurso tampoco da los resultados esperados.
Un día de fines de abril, cerca del mediodía, llega el aviso de que ha aparecido un órgano en Tucumán. El órgano del donante está acostumbrado a nutrir a un hombre de 42 años, 85 kilos y 1,75 de estatura; M. tiene 19 años, pesa 42 kilos y mide 1,60. Los márgenes admitidos para el binomio donante-receptor fijan una diferencia de no más de un 20 por ciento por encima o por debajo en edad y peso. De acuerdo a los baremos, no es el corazón apropiado, pero es el que hay. Mientras el equipo de ablación toma el avión hacia Tucumán, M. es colocado en respirador. A los 15 minutos, suenan todas las alarmas en la unidad de cuidados intensivos, M. sufre una parada cardiorrespiratoria. �¿Qué hacemos?�, �Vamos, vamos� dicen los médicos y ellos mismos empujan la camilla de M. hacia cirugía. M. está virtualmente muerto. En el quirófano, el cirujano Roberto Favaloro le coloca el ECMO, la Membrana de Oxigenación Extracorpórea, una bomba centrífuga con oxigenador de sangre. Pasan 7 horas en las que nadie puede asegurar cuáles serán las consecuencias de la maniobra. M. está bajo anestesia y no se sabe cómo acabará la historia. Cuando finalice el trasplante el corazón nuevo puede estar latiendo en un paciente descerebrado. �Es un problemón�, se dice Perrone, seguro de que, de todos modos, ésta es la única alternativa. El equipo médico no hace sino esperar y rogar que el aeropuerto esté operable y la máquina que trae el órganopueda aterrizar. Durante el trasplante M. padece una insuficiencia renal que cederá 48 horas más tarde. El jueves 25 de abril termina bien para M.
Setenta y dos horas después, sentado en su cama, M. saluda con la mano al auditor que pasa por el pasillo. A los diez días regresa a su barrio. El equipo de Perrone considera que los gérmenes intrasanatoriales son más peligrosos que los de la casa y conviene externarlo con rapidez. M. no es un joven común y no se sabe si vivirá, como casi todos, su idilio de los primeros tiempos con el trasplante. Ni si, a la larga, igual que la mayoría, se preguntará por su donante o si sobrevendrán las fantasías de haber cambiado. Los estudios anatomopatológicos efectuados al corazón que le han extraído sirven para prevenir y actuar en el caso de su hermano. Como quiera que sea, si se cumplen las estadísticas, a M. le espera una buena sobrevida.
Los números están de su lado. A los diez años del trasplante cardíaco, las chances de seguir en este mundo son del 50 por ciento; en el último año y medio, la cifra aumenta al 95 por ciento. En 1999, sólo en la Fundación Favaloro, se realizaron 41 trasplantes. En Estados Unidos, apenas el 20 por ciento de los centros hace más de 9 anuales. M. cuenta, dentro de su desdichada excepcionalidad, con un privilegio adicional. Tiene una estructura familiar que lo ha calificado apto para el trasplante. La administración de drogas inmunosupresoras para evitar el rechazo lo volverán vulnerable, pero el medio �su madre, su padre y su hermana� garantizan que se cumplan los cuidados imprescindibles.
De haberse tratado de un niño de la calle, M. y su Síndrome de Borjeson-Forssman�Lehmann con miocadiomiopatía dilatada difícilmente habrían sido admitidos en el Programa. La marginación puede expulsar, incluso, de las listas de receptores. A ellos, los excluidos absolutos, lo que les suele quedar es ser donantes.
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