Por Horacio Bernades
Quince años después de su muerte, Orson Welles sigue proyectando sobre el cine una sombra gigantesca, y las novedades vinculadas con su obra son tantas y de tan distinto orden, que es casi como si estuviera vivo. En los últimos meses, se completó la restauración de Sed de mal, legendario film noir de 1958 que la Universal había estrenado sin el final cut del genial realizador; se conoció RKO 281, un telefilm que cuenta el detrás de escena de El ciudadano, y se estrenó The Cradle Will Rock, una película dirigida por Tim Robbins y basada en una de sus puestas teatrales. Al mismo tiempo, circulan fuertes versiones que aseguran que varias de sus míticas películas inconclusas (entre ellas, The Other Side of the Wind y su versión de El Quijote) se encontrarían en pleno proceso de finalización, bajo el ojo vigilante de su viuda, Oja Kodar. Ahora, el sello AVH acaba de editar en video El gran anillo de bronce, que se basa en uno de sus guiones.
La historia de The Big Brass Ring es tan laberíntica como sólo los proyectos de Welles podían serlo. En medio de un montón de tareas a medio terminar, Welles trabajó durante unos años el guión para esa película y lo concluyó en 1984, con la intención de filmarlo. La muerte lo sorprendió al año siguiente, y el guión quedó ahí. El crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum, que es además uno de los mayores conocedores de la obra de Welles (él es quien supervisó, a partir de un memorándum exhumado, la versión restaurada de Sed de mal que se exhibió el mes pasado en el Festival Buenos Aires de Cine Independiente) convenció a Oja Kodar de publicar el guión de The Big Brass Ring, lo que sucedió en 1989. Diez años más tarde, el realizador George Hickenlooper (autor de un imperdible documental sobre el apocalíptico rodaje de Apocalypse Now) compró a Kodar los derechos del guión. Lo adaptó, lo reescribió a cuatro manos con el coguionista F. X. Feeney, y lo filmó en 1999.
Con un elenco encabezado por William Hurt, Nigel Hawthorne, Miranda Richardson (ganadora de un Globo de Oro por este papel) e Irene Jacob (recordada protagonista de La doble vida de Verónica y Rouge), El gran anillo de bronce se estrenó directamente en televisión, en la cadena Showtime, en setiembre del año pasado. Aunque se trata de una versión libre del guión original, la historia conserva claras vinculaciones con la de El ciudadano sobre todo, pero también con otros films de Welles. Tiene lugar en Missouri, durante una imaginaria campaña para gobernador de ese estado, que el film sitúa en el año 2000 (el guión de Welles transcurría en 1980, y tenía lugar luego de una elección presidencial). Dos candidatos independientes se disputan el puesto. Ambos son millonarios, y se da por sentado que ninguno de los dos está animado por las mejores intenciones. Uno de ellos es un viejo conservador, que se asume a sí mismo como mediocre pero �incuestionable�. El otro es el protagonista, William Blake Pellarin (William Hurt), joven y seductor. Pero oculta un secreto oscuro, una culpa que aflorará en medio de la campaña, hasta hundirlo.
En un relato tan intrincado como sólo algunas de las narraciones de Welles podían serlo, Pellarin tiene un mentor llamado Mennaker, papel que Welles había pensado para sí mismo y que en esta versión está a cargo del británico Nigel Hawthorne. Mennaker es un político liberal de largo linaje, que supo ser asesor del mismísimo John Kennedy, pero que, desencantado de todo, está retirado en Cuba desde hace años. Hasta allí lo sigue una periodista de televisión (Irene Jacob), quien intuye que el hombre esconde algún secreto comprometedor para el ambicioso Pellarin. Cuando esa olla empiece a destaparse, desplegará, como las capas de la cebolla, varias capas de pasados culpables, que ocultan una larga y oscura historia de manipulaciones, rivalidades entre hermanos, adopciones secretas, falsas identidades, sexualidades cuidadosamente sepultadas ... La clase de cosas que sólo un político puede ocultar, en una palabra, y que reflejan a su vez, como en esos juegos de espejos que tanto fascinaban a Welles, varias de las obsesiones mayores del cineasta. Entre ellas, la corrupción del poder, los pliegues de la identidad, lo inapresable de la verdad, el vacío detrás del poder absoluto. Obviamente, comparar esta versión de El gran anillo de bronce con la obra misma de Welles sería aniquilador para la película de Hickenlooper. Pero leer en ella los rastros de aquella firma enorme, como esas pinturas que ocultan otra debajo, es un ejercicio que sería un desperdicio no intentar.
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