Por Andrés Glass
La imagen es todo para Johnny Bravo. Es un chico cool que adora ejercitar sus músculos y dorarse al sol. Vive como un galán de tiempo completo que pide a las chicas: �Admírame�. Pero como respuesta recibe siempre bofetadas, porque es un antihéroe, un ser en el cuerpo equivocado. Detrás del patovica, hay un hombre torpe y dominado por su madre castradora que lo sobrealimenta y le controla los horarios. Lo mejor de Johnny Bravo (que se emite por Cartoon Network, todos los días a las 14 y a las 20.30 horas) es que no es lo que parece. Aparenta ser la crónica de romances de un frívolo cualquiera, y lo cierto es que funciona como una crítica feroz al �sistema de vida americano�. Johnny es el que muchos querrían ser: bello, arrogante y gigantón. Pero siempre le va mal porque lo suyo es la paradoja perfecta.
En su mundo, los dominadores resultan dominados. Mamá Bravo es una snob que ya comienza a invadir remeras y posters en Estados Unidos. Hace con Johnny lo que quiere; es casi una pesadilla. Y al hijo, cuya evolución madurativa no supera los doce años, sólo le queda obedecer y decir: �Sí mamita�. Esta ama de casa fashion (anteojos negros, cabello engominado) lo priva de salidas y lo obliga a �que no quede una sola miga en el plato�.
Johnny es vanidoso y cada día se enamora de una nueva chica. Seduce a una karateca y le pregunta: �¿No crees que soy bello?�. Ella le pega una patada y lo voltea. No se da por aludido, e insiste con otras en el escenario que más le gusta (una cafetería flúo, con banquetas y malteadas de colores). �¿Les dije que tengo unos ojos hermosos?�, pregunta a un grupo. Se le ríen en la cara.
El suyo es un cuerpo perfecto que no produce efectos en el que mira. �Idiota�, susurra la gente a su paso, desde su mejor amigo (un típico nerd, que aquí es el dominador de Johnny) hasta su propia madre. El protagonista, en tanto, no toma conciencia de ese rechazo: pasa sus horas pegado a la pantalla y mirándose al espejo. Johnny siempre bordea el ridículo. En uno de sus capítulos, quiere aprender a vivir solo, pero no se anima. Su amigo nerd se ofrece como compañero. Será, de allí en más, su perfecto dominador: lo obliga a hacer silencio, se aprovecha de él, le encarga tareas de limpieza. La lucha por la posesión del control remoto será siempre una derrota para Johnny. El flacucho (como llama a su amigo) tiene siempre un argumento para convencerlo.
Unas extraterrestres, en otra emisión, lo raptan para estudiarlo. Como otras veces, Johnny se cree ganador. �¿Han visto mi espejo?�, les pregunta, cuando está seguro de que no le sacan sus ojos de encima. Ellas, despiadadas, lo someten a los exámenes más tortuosos: una aguja gigante en sus nalgas, golpes y sacudones. Luego lo devuelven, y Johnny corre a casa de su madre. �¿Dónde te habías metido?�, interroga la vieja. Y llega una nueva cachetada. Si Johnny, así de vanidoso, no despierta rechazo es porque ya bastante crueldad hay en sus creativos. Cuando no lo someten a golpizas lo exponen a la burla. Y si no a la dominación de su madre castradora. A veces, son francamente hirientes: insertan un videoclip en el que lo camuflan como a un burro, con cola, orejas y cuerpo contrahecho. Un pincel salido de la nada lo borra y vuelve a dibujarlo: es su tortura. Así de fracasado en un cuerpo esbelto compone una ironía eficaz.
Para escapar a su realidad, a Johnny Bravo sólo le queda refugiarse en sus objetos: es altamente fetichista. Adora sus anteojos negros, peina por horas su jopo rubio y nunca se saca su ajustada remera negra que realza sus músculos. Tiene, a su vez, fascinación por su aparato de tevé, todo el tiempo encendido. �No daña mi cerebro�, replica a su madre cuando ésta selo apaga. Y vuelve a encenderlo: prefiere mirar que vivir lo que le ha tocado.
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