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Una cena de los tontos que no 
siempre resulta bien servida

La adaptación porteña de �La cena de los tontos�, del parisino Francis Veber, está concebida exclusivamente como un simple vehículo de lucimiento para sus dos estrellas televisivas, Adrián Suar y Guillermo Francella.

Francella está medido en su histrionismo, aun cuando refuerza su labor con guiños al público.
Suar pierde todas las oportunidades de su papel, intentando forzar la risa de los espectadores.


Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes) �Jamás ninguno de nuestros invitados supo para qué se lo invitó�, dice Pablo, convencido, probablemente como sus avispados amigos, de que los tontos convocados periódicamente a sus cenas nunca supieron que el convite se debía a la necesidad de reírse de las torpezas ajenas. De este proverbial recurso parte La cena de los tontos (Le dîner de cons), del parisino Francis Veber, que en versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino se acaba de estrenar en el Lola Membrives. Ese arranque �basado en la inocencia del otro y en el secreto placer que produce el reconocimiento de una discriminación compartida (en la película francesa del mismo Veber, que parte del original para teatro, abundaban los gags y chistes de los franceses hechos a costa de los belgas)� predispone gozosamente a un público que ahora puede, además, ver sobre el escenario a las figuras que sigue a través de la televisión y el cine, como Guillermo Francella, aquí en el papel del tonto Francisco, un empleado de la DGI cuya pasión es construir maquetas de obras arquitectónicas célebres usando fósforos de madera, y Adrián Suar, en el rol de Pablo, uno de los integrantes de ese círculo de amigos a quien en esta ocasión le toca exhibir al tonto por él descubierto. Pero un imprevisto dolor echa por tierra el encuentro. Aquejado de un feroz pellizco en el nervio ciático, Pablo propone a sus camaradas suspender la cena. Y todo acabaría allí, si no fuera porque Francisco, ansioso por mostrar las fotografías de sus miniaturas arquitectónicas, está ya a la puerta de la casa, dispuesto a acompañarlo en la comida, rigurosamente trajeado y portando un maletín. 
Ese detalle augura jugosas escenas. Es evidente que el hombre no se va a ir así porque sí. Al contrario, la dolencia de Pablo y, por añadidura, sus embrollos amorosos, demorarán una y otra vez la partida del tonto. No habrá cena con amigos, pero sí un animado diálogo entre el burlador y el convidado. A esto se sumarán las entradas y salidas de los otros personajes: el médico Araya (José Luis Mazza), Lezama (Damián De Santo), Marcela (Victoria Onetto) y Cristina (Adriana Salonia), todos interpretados en esta puesta de modo superficial. La atracción es aquí Francella, eficazmente medido en su histrionismo, aun cuando refuerce su labor con algún que otro guiño al público. Esto equivale a salirse del personaje y acompañar desde afuera el gozo que, al menos en la noche de estreno, demostró la platea ante la composición del actor. Quien lo acompaña en su comicidad no es precisamente Adrián Suar, o sea Pablo, su obvio contrapunto en esta pieza, sino el actor Roberto Carnaghi, en el rol del inspector Montes. Suar pierde todas las oportunidades de su papel, luciendo casi permanentemente una sonrisa que lo convierte en espectador de su propio personaje. En medio de su ataque de ciática se lo ve reír mientras camina encorvado. A veces detiene incluso su actuación nada más que para escuchar el parlamento o el chiste de quien lo esté acompañando en escena e inducir de esta manera la risa del público por imitación, tal como suelen hacer algunos cómicos televisivos.
A diferencia de los demás compañeros de elenco, y con la sola excepción de Francella, Carnaghi no defrauda. No tiene la chispa de aquél pero cumple a conciencia con su trabajo. Unas pocas pinceladas le sirven para activar la �psicología� de un inspector que pierde su mujer a manos de un �obseso� sexual, pero posee la precisión del lince cuando de perseguir y atrapar a los evasores fiscales se trata. La dirección de Luis Agustoni queda constreñida a la marcación, que aquí es convencional, y fallida si se la entiende como guía de algunas composiciones interpretativas. En cuanto a los demás rubros, la escenografía de Alberto Negrín y la iluminación de Jorge Pastorino no deparan sorpresa alguna. La puesta concuerda en este punto con el teatro comercial en boga, aunque con algunos aciertos en el texto (adaptado al gusto local) y los apuntados buenos desempeños de Carnaghi y Francella, el Francisco Piñón a quien su colega define como �el contador más preciso que tenemos en la DGI�.

 

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