Por Diego Fischerman
La industria del disco suele cometer errores. Intentó, por ejemplo, convertir a Soledad en chica Miami para latinos y fracasó. O quiso fabricar un híbrido de laboratorio desaprovechando que, como materia prima, tenía un auténtico �pollo de campo�, para tomar las propias palabras con las que el guitarrista se definió una vez. Es que cuando el famoso productor Tony Lipiuma descubrió a Salinas, lo llevó a Estados Unidos y lo hizo grabar con la base rítmica con la que había grabado George Benson, consiguió un muy buen disco absolutamente standard. Un disco en el que se oía a un muy buen guitarrista que podía ser, en realidad, cualquiera.
Para quienes lo habían escuchado en vivo y valoraban ese estilo siempre un poco excedido, siempre explosivo, siempre incontinente y siempre lleno de ideas, ese disco grabado en el primer mundo se acercaba demasiado a una decepción.
Para un pollo de campo, en todo caso, nada como la vida en el campo y eso es lo que Salinas consigue con Sólo guitarra, una producción independiente que consigue mostrarlo tal como es. Aquí no hay domesticación. Apenas un puñado de temas, elegidos entre los que el guitarrista ama y cubriendo un espectro que va de Mariano Mores a Django Reinhardt y de Baden Powell a Stevie Wonder, pasando por Cobián, por Stamponi y por Yupanqui. Y si no hay músico de jazz extranjero que al llegar a Buenos Aires no pregunte por Salinas y no busque la manera de escucharlo o de compartir alguna zapada con él, en este disco puede entenderse por qué.
LA PEOR CANTANTE LIRICA DE TODA LA HISTORIA
La gran historia de una joya bizarra
Por D. F.
La leyenda le atribuye varias caras, vestuarios fastuosos y biografías contradictorias entre sí. Algunos dicen que era la mujer del citizen Hearst. Otros que era la esposa de un millonario texano. Y están quienes aseguran que todo lo hacía a propósito. Algunas fuentes afirman que la tristeza posterior al fracaso de su concierto en el Carnegie Hall, el 25 de octubre de 1944, le causó la muerte un mes y un día después. Sólo hay algo seguro y es que Florence Foster Jenkins es la peor cantante lírica de toda la historia de la interpretación musical. Lo que, sin duda, es tan difícil como haber sido la mejor.
Que se entienda. Florence Foster Jenkins, declarada santa en una espuria religión que le rinde culto en Internet, no cantó nunca una nota en el lugar correcto, tenía una voz espantosa, su sentido rítmico era nulo pero, además, elegía invariablemente las arias de ópera más difíciles, esas que sólo algunas elegidas pueden cantar. Lo poco que se sabe es que su marido era médico, que con buen tino no la alentaba en su carrera y que finalmente se divorció de ella. Y que la buena de Santa Florence invirtió los fondos conseguidos de tan buena guisa para alquilarse el Carnegie Hall y dar un recital, acompañada al piano. El disco The Glory (???) of the Human Voice, editado por BMG, recoge esa legendaria actuación y explica por sí solo el motivo de que la cantante se haya convertido en objeto de culto bizarro. Hay, en particular, dos joyas únicas: el aria de la Reina de la Noche de La Flauta Mágica de Mozart y el �Aria de las campanas� de Lakmé de Leo Delibes. Escuchar, además de los indescriptibles despropósitos de la soprano, los malabarismos que hace el pianista para esperarla y para adivinar qué parte está cantando ella, es encantador. Pero lo verdaderamente enternecedor es cómo, al finalizar la soprano, el pianista se apresura por tocar algo lo mejor posible, como para demostrar que la culpa no es suya. O como si pidiera que, por favor, lo dejaran salir pronto de allí.
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