Por Luciano Monteagudo
Tuvieron que pasar casi cuatro décadas para que Hollywood volviera a acordarse de que alguna vez existió el Imperio Romano. Desde Quo Vadis (1951) hasta La caída del Imperio Romano (1964), pasando por Ben-Hur (1959), Espartaco (1960) y Cleopatra (1963), todo un género �la pantalla ancha con togas� nació y murió en el lapso de esos ya lejanos tres lustros. Hasta ahora, que emerge una vez más con este Gladiador, tan largo y abrumador como sus predecesores, pero sin la preocupación por el desarrollo de los personajes que supo caracterizar al cine norteamericano de otras épocas y que hoy parece un secreto más enterrado que la última de las catacumbas de Roma.
En los años 50, se dijo que el superespectáculo en Cinemascope estaba determinado por la necesidad que tenía Hollywood de competir con un nuevo medio, la televisión, en lo que se dio en llamar �la guerra de los tamaños�. Hace mucho tiempo que esa lucha fue dirimida �ambos ganaron� y, sin embargo, últimamente Hollywood vuelve a la carga con sus tanques más pesados, ya sean Titanic, Rescatando al soldado Ryan o Gladiador. Puede haber poderosas razones industriales para esta refundación de viejos géneros �la más evidente es conservar la hegemonía del mercado globalizado, ahora en forma de shopping�, pero Gladiador, de manera un tanto obvia y por demás cínica, se permite aludir autorreferencialmente a Ho-llywood mismo y a los Estados Unidos, que es hoy la única superpotencia económica y militar del planeta, como en su momento lo fue el Imperio Romano.
�La chusma lo único que quiere es pan y circo�, se dice y se muestra una y otra vez a lo largo y a lo ancho de las dos horas y media de película. Y eso precisamente es lo que se encarga de proporcionar Gladiador a sus espectadores (o sea, en sus propios términos, �la chusma�): unas cuantas decapitaciones para consumir, preferentemente, acompañadas de gaseosa y una abundante ración de pochoclo.
La trama, urdida por no menos de tres guionistas, en lo que podría llamarse una �Caesar Salad�, reconoce varias fuentes (entre ellas la mencionada Caída del Imperio Romano dirigida por Anthony Mann), pero se reduce al viejo tema de la venganza y hace del protagonista una suerte de nuevo Conan el bárbaro, la creación del único director declaradamente fascista de Hollywood, John Milius. Corre el año 180 a.C. Maximus, el victorioso general que contribuyó a expandir como nadie las fronteras del imperio (Russell Crowe, en su primer protagónico después de El informante), sólo sueña con regresar a su granja, junto a su mujer y a su hijo. Pero el emperador, Marco Aurelio (Richard Harris), sabiendo que su muerte es cercana, le pide que vuelva a Roma como interventor todopoderoso y que ponga orden en la casa. Antes de que pueda aceptar, Maximus ya se habrá ganado el odio de Commodus (Joaquin Phoenix), el hijo de Marco Aurelio y heredero natural del trono, que lo manda matar a él y a toda su familia. De más está decir que Maximus sobrevivirá �primero como esclavo y luego como gladiador estrella� con el único objetivo de vengarse y devolverle a Roma la dignidad perdida.
Es curioso, uno de los guionistas de Gladiador es John Logan, que firmó también el libreto de Un domingo cualquiera, la última película de Oliver Stone. Si allí se comparaba abiertamente a los jugadores de fútbol americano con los viejos gladiadores (hasta se veía, incluso, una escena de Ben-Hur), aquí en cambio se hace de los gladiadores unos héroes del deporte y del Coliseo un estadio moderno, en el que no faltan ni siquiera los relatores del espectáculo. Nada de esto, por cierto, tiene una intención crítica. Se trata más bien de celebrar una nueva fiesta fálica, en un film tentado continuamente por los más repetidos rituales del poder y de la sangre.
Si Gladiador es dramáticamente elemental, narrativamente es siempre confusa. No se puede creer cómo un realizador tan experimentado como Ridley Scott �autor de Alien y Blade Runner, pero también de bodrios como 1492, Corazón de héroes y Hasta el límite, otra película de exaltación bélica� expone de manera tan borrosa las batallas y las lides, apelando a planos cerrados y ralentis que obliteran toda noción de unidad espacial y continuidad de acción. A la inversa, los planos generales son tan abiertos que da lo mismo que �la chusma� sea real o sólo una ilusión generada por computadora. Son apenas figuras en un paisaje. Al fin y al cabo, como dice Maximus, casi como si hablara de Hollywood, �Roma es un sueño y ese sueño debe perpetuarse�.
�TEATRO DE GUERRA�, REVELACION DEL DIRECTOR ITALIANO MARIO MARTONE
El rompecabezas de una tragedia eterna
Por Horacio Bernades
Por una de esas raras conjuras del azar, Teatro de guerra, primera película que se conoce en Buenos Aires del italiano Mario Martone, se estrena en momentos en que el realizador cumple tareas de jurado en el Festival de Cannes, donde ese film se había presentado un par de años atrás. Teatro de guerra es el tercer largometraje de este napolitano de 40 años, que cuenta además con una considerable carrera paralela como director de teatro. Dentro de un panorama como el del cine italiano actual, en el que, con excepción del genial Nanni Moretti, se hace difícil encontrar un cineasta con una obra a seguir, Teatro de guerra revela a un realizador digno de atención.
Film reconcentrado sobre sí mismo y poco propenso a la efusión, Teatro de guerra aparece como una obra absolutamente excéntrica dentro de una cinematografía cuyos productos más notorios suelen apuntar a lo cálido y comunicativo. Si hubiera que buscar algún posible referente para Teatro de guerra, sería aconsejable salir de Italia, viajar hasta Francia e investigar en la obra siempre secreta de Jacques Rivette. Sobre todo, su clásico L�amour fou, de 1968. Como allí, lo que se narra en Teatro de guerra es la preparación de la puesta teatral de una tragedia griega, a cargo de un elenco amateur. En este caso, una versión aggiornata de Los siete de Tebas, de Esquilo. El director del grupo pretende presentar la obra en Sarajevo, en medio de la guerra, intuyendo (aunque esto nunca se formule de modo explícito) que entre aquella conflagración entre aqueos y tebanos y esta otra entre serbios y bosnios podría haber más de un paralelismo. Alguna línea del relato sugerirá a su vez, siempre de modo oblicuo, posibles vinculaciones entre ambas formas de violencia fratricida y la que puede vivirse, en este mismo momento, en las calles de Nápoles, por obra y gracia de la camorra. Que sigue imponiendo, fatal como una tragedia, su propia forma de guerra interna, larvada o, como muestra el propio film, a plena luz del día.
Martone imprime a su film un tratamiento tan distanciado como elíptico. En él, los personajes no interesan en tanto tales sino como partes de un juego que los contiene, tal como indica ese corte de montaje que equipara, por algunos segundos, la sala de ensayo con una mesa de billar. Martone no ordena hechos, temas y situaciones en términos de causa-efecto, sino siempre de modo fragmentario, pidiendo del espectador un �armado� final. Al tomar como eje dramático el desarrollo de los ensayos, el propio film adopta una forma ensayística, hecha de pruebas, tentativas y digresiones. Como un rompecabezas que se arma ante los ojos del espectador, el relato puede seguir el vagabundeo de alguno de sus personajes, asomarse a una relación entre dos miembros del elenco, apuntar brevemente el problema de otro con las drogas, dibujar antinomias éticas y estéticas entre el grupo de teatro amateur y una compañía oficial, insinuar continuidades entre el escenario y la calle o ser testigo de una ejecución de la camorra.
Ese tratamiento tiene sus riesgos y Teatro... deja en ocasiones el deseo de una mayor profundización en tal o cual personaje, o de cerrar algún círculo que a veces queda demasiado abierto. Pero ésa es la apuesta hecha por el realizador, y es indudable que la sostiene con el máximo rigor. Esa adustez, el aire extrañamente intelectual y la renuncia a toda clase de demagogias, convierten a Teatro de guerra en antídoto perfecto para tanto cine italiano for export, que no cesa de repetir, para su propio éxito, las muecas de un dudoso folklore cómico-sentimental.
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