No estamos en el aire
Por Martín Granovsky |
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�No es momento para el medio punto�, dijo tranquila pero resuelta, mirando a la cámara. �Cada jefe de comando tiene que definirse: o está con la legalidad o está contra la legalidad, y nuestros teléfonos permanecerán abiertos para recibir el pronunciamiento de los oficiales en este momento de crisis.�
Eran ya las dos de la madrugada de ayer y Estela Rufinelli, la editora del Canal 9 de Paraguay, parecía ser el motor de la resistencia al golpe de Estado. En realidad lo fue, y por segunda vez. En marzo del año pasado, cuando un comando asesinó al vicepresidente Luis María Argaña y desató una hecatombe política, francotiradores ocuparon posiciones alrededor del Congreso para coparlo. Con su mejor arma siempre dispuesta, la periodista, ordenó a sus camarógrafos que filmaran la cara de los francotiradores. La escena fue conmovedora, porque los atacantes también recurrieron a lo que tenían a mano y comenzaron a disparar contra las cámaras para proteger su identidad. Pero un disparo le ganó al otro: los camarógrafos se tiraron al piso pero dejaron la máquina funcionando y las imágenes llegaron a todo el mundo. Los francotiradores huyeron.
En la madrugada de ayer Estela volvió a tomar las armas junto a Benito Fleitas, Andrés Caballero y Oscar Frutos, en simultáneo con Canal 13, donde los conductores fueron Oscar Acosta y María Teresa López.
La actuación de los periodistas, otra vez, fue definitoria. Esas cuatro horas de transmisión en vivo deberían ser materia de estudio de aspirantes a periodistas, de periodistas hechos y de cuanto seminario sobre democracia y medios se realice en el mundo.
Su compromiso quedó claro, pero no necesitaron ningún gesto retórico para demostrarlo. Ni siquiera un simple editorial. Ayudaron a la democracia informando, preguntando y dejando claro que tenían grandes huecos en la reconstrucción de los hechos.
Filmaron las tanquetas llegando alocadas hasta el Congreso y bombardeándolo.
Al ministro del Interior con una ametralladora en la mano cuando se llevaba detenido a un comisario.
No gritaron ni jadearon delante del micrófono salvo una vez, en el Congreso, primero con la tanqueta cada vez más cerca y después con el disparo. Gritar y jadear era lo menos que podían hacer, sobre todo ante la tremenda incertidumbre de quien cubre un ataque armado sin saber bien a qué objetivo responde el que dispara.
Preguntaron meticulosamente a cada entrevistado. A los diputados y senadores, a los militares, a los ministros, a los policías y a los militares. Y ninguna pregunta buscaba conseguir opiniones vagas sobre la democracia sino la postura concreta de cada interrogado.
Muy pronto los noticieros, y en especial el de Canal 9, se transformaron en un formidable mecanismo de información horizontal entre los que, por distintas razones, rechazaban el golpe.
�No importa si nos gusta este gobierno o no, pero no queremos una insurrección militar �aclaraba Estela Rufinelli a algunos de los entrevistados, a las tres de la mañana.
A esa hora los periodistas manejaban varias hipótesis.
El golpe podía estar teledirigido por Lino César Oviedo desde algún lugar del mundo.
También podía ser el modo de acabar con la presidencia de Luis González Macchi, resistido por el senador Juan Carlos Galaverna, colorado como el presidente pero perteneciente a otro sector interno del oficialismo, y por el ex presidente Juan Carlos Wasmosy, uno de los políticos más enriquecidos de Paraguay.
O podía tratarse de un golpe impulsado por un sector y aprovechado por el otro, gracias a los fluidos contactos que en la política paraguaya funcionan con la eficacia de un río subterráneo. Ninguna de las tres hipótesis era buena para la lógica de los demócratas y la gente comprometida con la política sin mafia ni tanquetas. Si el golpe triunfaba, la política institucional quedaría a un lado. Pero aun con el resultado de ayer, la situación paraguaya podría quedar polarizada entre los viejos stronistas y el oviedismo, sin juego para los sectores más transparentes y modernos.
Al trabajar con inteligencia, recabando datos y reduciendo el misterio, los periodistas quisieron evitar la muerte de la lógica política y su reemplazo por el poder descarnado del contrabando y las tanquetas. Y ayudaron a una salida rápida cuando sacaron al aire al embajador español, portador de la solidaridad de la Unión Europea, y al argentino, vocero de los embajadores del Mercosur. Estaba claro para cualquiera que el gobierno surgido de un golpe quedaría inmediatamente sin oxígeno ni contactos externos, paria en un Cono Sur que se resiste a caer bajo el efecto dominó de democracias de calidad decreciente.
Estela Rufinelli y su equipo hubieran hecho lo mismo sin el apoyo de nadie. Están jugados a la democracia. Pero su canal de televisión no fue destruido, pese a las amenazas de muerte que los periodistas recibieron durante toda la noche. Eso indica que el golpe no tenía consenso mayoritario en los factores de poder o que, quizás, los reflejos ágiles de la tele le quitaron el consenso. Los periodistas no quedan solos cuando hay un deseo popular de estabilidad democrática y ellos conectan con ese deseo. Y cuando, además, sin colocarse a sí mismos como héroes civiles, saben cómo hacerlo.
Por suerte, no siempre estamos en el aire.
REP
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