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Por Diego Fischerman El final fue extraordinario. Tal vez, el final más extraordinario que pueda imaginarse. Y en el principio de todo estuvo una orquesta perfecta. Pero es en la distancia entre ese punto de partida y el resultado último donde debe buscarse la exacta dimensión del concierto con que Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín debutaron en Buenos Aires. Una cosa es la mera excelencia. Y otra, muy distinta, es la poesía desgarrada de un silencio como el que selló la Sinfonía Nº 9 de Gustav Mahler. En ese final, literalmente, se destruye el tiempo, todo se detiene, no hay narratividad o, en todo caso, lo que se narra es la nada más absoluta. Abbado comandó ese adagissimo en el filo de lo audible y haciendo equilibrio sobre la delgada línea que separa al movimiento imperceptible de la quietud. Cuando la última sinfonía escrita por Mahler terminó, sólo cupo el silencio. Y si la convención del aplauso (y en este caso la ovación que finalmente explotó después de largos segundos, fue verdaderamente sobrecogedora) no estuviera tan arraigada, la multitud que llenó el Teatro Colón se hubiera retirado, también, en silencio. La Sinfonía Nº 9 de Mahler es una obra genial y atípica. Su último movimiento es lento y, además, termina en un pianissimo. Nada más alejado de la idea de conclusión espectacular. Nada más diferente que lo que podría suponerse como un pretexto para el lucimiento. Sin embargo, en las manos correctas, pocos finales pueden resultar tan inconmensurablemente espectaculares como éste y en pocos una orquesta puede llegar a lucirse tanto como aquí. En efecto, cuando la batuta de Abbado permaneció quieta, casi temblando, en el medio de la inmovilidad más absoluta, pudo percibirse que todo, desde ese omnipresente ostinato inicial, desde el contrapunto enloquecido del primer movimiento o de la fuga que intenta articularse en el medio de la danza popular (un Ländler) del scherzo, hasta cada una de las explosiones y de los pianissimi repentinos, había tenido el sentido de conducir a ese momento. El sentido de arco, de conducción de un gran relato, que caracterizó a la Filarmónica de Berlín a lo largo de su tradición y que con Karajan fue muchas veces ejemplar, fue llevado esta vez hasta un abismo; hasta el mismo extremo de lo posible. El clima mágico que logran Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín puede encontrar parte de su explicación en dos o tres signos aparentemente menores. Que tal como contó el director a Página/12 todos los músicos de la orquesta hagan habitualmente música de cámara es uno de ellos. Ciertos matices, la sutileza de ciertos ataques, el lirismo de los solos de viola o de corno inglés, la calidez y transparencia del fraseo de la flauta solista, refieren a la intimidad de los grupos de cámara y, en ese sentido, el tratamiento orquestal de Mahler, que piensa a la masa más como resultante de infinidad de pequeños grupos que como unidad, encuentra en la Filarmónica de Berlín el vehículo más idóneo. El otro signo es más visible y, en algún modo, prosaico. Los movimientos involuntarios de los integrantes de la orquesta, esos balanceos con los que se traduce la concentración en el discurso musical, parecían extrañamente ensayados. No había intencionalidades contrastantes sino, más bien, una suerte de acuerdo implícito. �El placer de hacer música juntos�, decía Abbado en su conversación con este diario y lo que podría no ser otra cosa que una buena frase retórica, se demostró en los hechos como un principio constructivo irreemplazable. Más allá de su excelencia, de que seguramenteson los mejores solistas del mundo, de que entran a esta orquesta después de exámenes en los que se confrontan miles de aspirantes, los músicos tocan con ganas. Ser integrantes de la mejor orquesta no alcanza. Saben que el de esa noche debe ser el mejor concierto.
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