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PANTICIPO DEL LIBRO SOBRE LA MASACRE DE RAMALLO
Crónica de la mano dura

Horacio Cecchi cubrió para Página/12 el asalto que derivó en tragedia. Aquí, un extracto de su libro: una novela negra pero real sobre la masacre que conmovió al país.

Saldaña: Se trataba de su plan, y ya arañaba el olor de los billetes. Medio millón, una cifra hasta hacía poco tiempo impensable en su medianía laboral.


t.gif (862 bytes) El miércoles por la mañana, el grupo ya estaba en pleno movimiento. Cada uno a sus papeles. Bien temprano, �el Negro� Martínez llamó a Dinastía, una de tantas empresas de remises nacidas al abrigo del desamparo laboral nicoleño, ubicada sobre la calle Viale al 200, casi Moreno. Pidió por Silvia Viviana Vega, chofer del móvil 7, un Renault 19 de color bordó patente BRA 262. �Tenía cuenta corriente con ella. Era un método de trabajo que acostumbraba usar con la mayor parte de sus clientes�, se escuchó decir al abogado de la mujer.
(...)
En aquella lista de cuenta corriente figuraba Sebastián, como ella conocía o llamaba al �Negro� Martínez. El mismo Sebastián que el miércoles 15 de setiembre hiciera el pedido del móvil 7. No quedaban demasiadas dudas de que así había ocurrido. El número de Dinastía aparecía grabado en la memoria del celular marca Siemens de Martínez.
Por la mañana, temprano de acuerdo con la solicitud, Vega pasó a buscar al �Negro� para después seguir rumbo a la calle Obligado. Al llegar a la casa del Barrio San Francisco, Martínez bajó, golpeó el latón rojo antióxido de la puerta de calle, tomó el alambre herrumbrado y retorcido que hacía las veces de picaporte, abrió el latón y entró. Al rato se lo vio salir con Tito. Ambos subieron al móvil 7 para enfilar hacia Alcoholera. Se detuvieron en la calle Italia al 1600, a mitad de cuadra. El �Negro� y Tito se apearon, tocaron a la puerta de �Ojón� y desaparecieron de la vista de Vega. Poco después, el dúo volvía acompañado por un tercer personaje ��de contextura robusta�, recordó la remisera ante el juez�. Se trataba del �Pata� que probablemente se había refugiado allí de regreso de Rosario.
�A Villa Ramallo �ordenó Tito.
Y hacia allá se encaminaron. Llegaron a la hora que planeaban dar el golpe al día siguiente, en los primeros quince minutos después de las ocho. Confirmaron que las puertas del banco estaban cerradas. El movimiento en las calles del pueblo no ofrecía nada en particular. La escuela ubicada pared de por medio al banco estaba en pleno movimiento y ya no se veían alumnos en la calle. Y los comercios de la zona todavía no habían abierto sus puertas. En la esquina de Sarmiento pasaron frente a la librería donde al día siguiente Mónica debería pasar a buscar las fotocopias del manual cualquiera. Aunque buscaron, no vieron policías destacados en el lugar.
No les llevó mucho tiempo dar la última recorrida. Habrán sido unos quince a veinte minutos. Pero a los tres les resultó un silencioso tormento. El más suelto parecía ser el �Pata�. Si estaba nervioso, nadie lo notó. Tenía un prestigio que cuidar.
El �Negro�, sentado en el asiento delantero, descubría cómo la historia se le venía encima. No parece demasiado errado suponer que de los tres fuera el único que, de haber tenido la oportunidad, se habría arrojado de aquel viaje hacia la eternidad. La decisión de abrirse estaba en sus manos y, por lo mismo, quedaba lejos de su alcance. ¿Por qué? Es cierto que si había un perejil en la banda, ése era él, y que jamás había pisado un banco, mucho menos armado y con capucha. Es cierto que la invitación al golpe la había ligado de rebote, y que su experiencia se limitaba a robos callejeros, alguna vidriera rota, y antecedentes enanos en la policía. Pero, de qué otro modo hubiera podido responder cuando Tito le dijo: �Nos falta un pierna, pensé en vos�.
�Pierna.� Todo un halago, un gesto de confianza. Negarse sería el exilio de su propio mundo.
Para Tito, en cambio, las cosas se jugaban diferentes. No tenía la experiencia del �Pata� ni los temores del �Negro�. Se trataba de su plan, y ya arañaba el olor de los billetes. Medio millón, una cifra hasta hacía poco tiempo impensable en su medianía laboral. Pero había algo más queeso. Tito avanzaba por Sarmiento como un gato por una cornisa, paladeándose mientras la adrenalina inflamaba las paredes de su yugular. Como lo fue siempre, se le abrían dos caminos: el riesgo, o el abrazo de la asfixia en Obligado. No lo sabía, pero esas dos paralelas se tocaban en el punto de la inercia. Hacía tiempo que llevaba la muerte marcada sobre su piel.
El Renault 19 bordó no se detuvo en ningún momento por temor a que alguien sospechara algo. Pero los seis ojos del trío analizaron cuanto detalle se cruzó por su camino. El plan parecía fácil y sencillo: el �Negro� y Tito llegarían en auto. El �Pata� en moto. Le encantaban esos aparatos, los conducía con habilidad, pese a la impresionante cicatriz que tenía en una de sus piernas resultado de una caída. Y, mientras el �Negro� se mantenía fuera, de campana, los otros dos entrarían al banco, dominarían la situación, tomarían las llaves y la clave, abrirían las puertas de la bóveda, embolsarían los billetes y se darían a la fuga. El auto sería abandonado en la salida a la ruta a San Nicolás, y los tres montarían en la moto. Martínez tomaría un micro y los otros se guardarían en el aguantadero. Realmente fácil.
También consideraron la vía de escape, por la San Martín. Fue por esa avenida que tomaron el camino de regreso a San Nicolás. Llegaron dispuestos al descanso.
Al día siguiente los esperaba una pesada jornada.
(...)
El último disparo retumbó solo, como un epílogo demorado, reverberando en un silencio atroz y denso que lo invadía todo. Desde las 4.09, durante escasos segundos, la idea innombrable de la muerte tomó cuerpo en aquel silencio real. Todos sabían de qué se trataba y nadie fue capaz de imaginarlo. Sólo la bandada de moscas que revoloteaban alrededor del Polo verde podía comprender la dimensión de aquello que había provocado. Y ni siquiera.
Pasados esos segundos, la sorpresa dio paso a la cobertura: los periodistas intentaron cubrir la información. Los uniformados cubrir las marcas que habían dejado. Chaves yacía cubierto por una sábana sobre la vereda. Otras mortajas cubrían a Santillán y Hernández sobre la calzada. Flora y Martínez, cada uno a su modo y por motivos muy diferentes, trataban de cubrir con su memoria sus últimos pasos mientras los trasladaban en ambulancia.
Anticipando el final que le esperaba, el rostro de Tito también fue cubierto por una sábana. Apenas se detuvo el auto y despertó de la película que acababa de protagonizar, fue sujetado por el sargento primero del Comando Radioeléctrico de San Nicolás, Hugo Oscar Insaurralde. Mientras el policía lo esposaba e intentaba mantenerlo quieto, Tito insultaba a ciegas y preguntaba quiénes habían muerto. Lo encontraron sentado encima del cuerpo del �Pata�, que lo había acompañado hasta allí para cumplir su palabra.
Seis o siete minutos les llevó a los policías retirar los cuerpos del desdichado Santillán y el obcecado Hernández. Recién después, dos hombres de la Cruz Roja revisaron a Saldaña y lo ayudaron a salir por la derecha. Esposado, por supuesto. Puso pies en tierra justo al lado de los dos cuerpos que yacían ocultos bajo una tela sobre el pavimento. Inmediatamente fue trasladado a la ambulancia. Pero antes, obnubilado y lleno de dudas, pateó los cuerpos de Hernández y Santillán. �Supongo que quiso saber si estaban vivos�, declaró el oficial principal Ayala, segundo jefe de los patrulleros nicoleños.
El jueves 17 al sargento de los patrulleros nicoleños Argentino Luis Aguirre le tocaba franco. Pero a las 3 de la mañana recibió un llamado a su casa. Roldán, también de los radioeléctricos le indicaba un destino: relevar a alguno de los hombres destacados alrededor del banco en VillaRamallo. A las 3.45 partía desde San Nicolás en el patrullero 21, conducido por su colega Carlos Rivero. En el camino se enteraron por handy del desastroso final del operativo rescate. Cuando alcanzaron su objetivo, a Aguirre le tocó una tarea especial.
�Andá adentro de la ambulancia �le ordenaron.
Allí se encontró con su jefe, Ayala y con Saldaña. Ya se conocían: según lo declarado por el sargento patrullero, lo había detenido en varias oportunidades.
Durante varios minutos intentaron controlarlo. Tiraba patadas y decía cosas incomprensibles. Finalmente Ayala retiró al cabo Luis Oscar Espinoza, también de las patrullas, del vallado humano que contenía al periodismo y lo envió en ayuda de Aguirre.
Quince minutos después, Tito fue mudado de ambulancia.
�Pateaba y balbuceaba �declaró Espinoza al fiscal Vicente Botteri.
También preguntaba. Quería saber quiénes habían muerto. Pero el dúo no le contestaba. La pregunta siguió girando en la cabeza de Saldaña hasta que lo envolvió el cansancio y se quedó dormido. Así permanecieron los tres hasta las 8 de la mañana, cuando llegó la orden del traslado.

 

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