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"LA NEGRA ESTER", TEATRO POPULAR CHILENO EN LA BOCA
Libertad, fraternidad y jolgorio


En visita oficial, acompañando al presidente Ricardo Lagos, la compañía de Andrés Pérez Araya presentó un espectáculo colorido y alegre.

Ricardo Lagos presentó la obra, estuvo un rato y se fue, siguiendo los rigores de su agenda


Por Hilda Cabrera
t.gif (862 bytes) "Quise traer a La Negra Ester como un regalo", decía el presidente chileno Ricardo Lagos desde el escenario del Teatro de la Ribera al público que colmaba la sala. Culminaba la segunda jornada de su visita de Estado cuando llegó hasta el teatro de la Boca para acompañar la primera de las dos únicas funciones que ofreció a manera de comitiva cultural la Compañía Gran Circo Teatro de Chile, fundada y dirigida por Andrés Pérez Araya. "Con mi mujer hemos visto esta obra muchas veces, la primera en 1988, cuatro días después del plebiscito que en nuestro país abrió paso a la libertad", puntualizó, calificando de "canto a la libertad" a este espectáculo que nació justamente para celebrarla. Lagos advirtió entonces que no permanecería durante toda la función, porque debía cumplir otros compromisos, y al igual que su asesor cultural fue breve. Agradeció que el montaje se hubiera concretado en el lugar y el barrio en que viviera el pintor Quinquela Martín, bromeó sobre una "profesión" (la de presidente) que requiere "un poco de teatro" y dejó en claro su interés por los asuntos culturales: "En esta visita de cuarenta y ocho horas me acompañan artistas, intelectuales y científicos de mucha monta."

  El espectáculo presentado --que recorrió todo Chile y fue llevado en gira por Estados Unidos, Canadá y México-- tiene como protagonistas a gentes sencillas. El eje de la obra, símbolo del Chile democrático, es la historia de amor de una prostituta y un cantante popular, y se inspira en el libro "Décimas de la Negra Ester", del escritor y poeta Roberto Parra, hermano menor de la cantante Violeta Parra.

  Renovador del teatro popular chileno, Pérez Araya hizo punta a comienzos de los 80 --aun bajo la dictadura de Augusto Pinochet-- con obras de creación colectiva sembradas de desafiantes humoradas, ofrecidas en la calle y en carpas. Entre sus trabajos figuran Epoca Allende; adaptaciones de Ricardo III y Noche de reyes, de William Shakespeare; Popol Vuh, sobre el libro sagrado de los indios quichés de Guatemala; La consagración de la pobreza, de Alfonso Alcalde, y Madame de Sade, versión sobre la pieza homónima de Yukio Mishima, que el grupo trajo al II Festival Internacional de Buenos Aires.

  Más allá del significado político que La Negra Esther tuvo en su país por su intencionada algarabía, la puesta mantiene hoy como único elemento provocador la gran libertad de Pérez Araya para echar mano de todo aquello que le parece oportuno. Mixtura técnicas propias del teatro oriental, la Commedia dell'Arte, el mimodrama y el circo. También la música ingresa generosamente en este espectáculo que, si bien gira en torno de una anécdota mínima, es enriquecido de continuo por minihistorias referidas a un reencuentro o la pérdida del amor, un terremoto, una represión o alguna muerte cercana. Y todo esto con la brevedad que impone la necesidad de que prevalezca el clima de fiesta. Un jolgorio que se expresa a través de la picardía de algunas canciones y el ritmo de valses y boleros, las tonadas, cuecas y composiciones aflamencadas que interpretan en vivo músicos y actores. El resultado es un espectáculo colorido que desdramatiza algunos prejuicios --como los que sustenta, entre otros, el "pije" (cursi) Roberto-- y redescubre el impacto que produce la broma unida al absurdo. Un ejemplo de esto es la secuencia en la que una prostituta ciega le tapa los ojos a la meretriz Berta para sorprenderla con el regalo de cumpleaños que le prepararon las pupilas. Entre éstas la inefable Esperanza, personaje a cargo del mismo Pérez, uno de los intérpretes que más acabadamente sabe cómo explorar sentimientos con trazos gruesos, pero ajustada ironía.

  Desarrollada en el marco de una escenografía rudimentaria, conformada por andamios y puertas y ventanas desvencijadas, la obra guarda otras   sorpresas. Detrás de ese decorado "cochambroso", que simula el frente de un prostíbulo, bulle otra vida: la de los actores vistiéndose y maquillándose en improvisados camarines que el público puede visitar durante el intervalo. Es cierto que faltó el vino del convite (costumbre que aún perdura en el teatro popular chileno), pero, a cambio, no hubo duda alguna sobre la función de esta modalidad teatral: aunar fraternidad y conocimiento.

 

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