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�ESPERANDO AL MESIAS�, UNA AGRIDULCE COMEDIA CORAL DE DANIEL BURMAN
Cuando la crisis no es sólo de identidad

En su segundo largo, el director argentino de �Un crisantemo estalla en Cinco Esquinas� se ocupa del desamparo en el fin del menemismo.

Daniel Hendler es Ariel, un personaje que se plantea muchas más preguntas que respuestas.


Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Con su primera película, Un crisantemo estalla en Cinco Esquinas (1997), que se paseó por los festivales de Berlín, Sundance y San Sebastián, el director Daniel Burman (27 años) había hecho una obra valiosa pero oscura, críptica, que se permitía darles la espalda a los espectadores, como si la hubiera concebido sólo para sí mismo. Ahora con Esperando al Mesías, su segundo largo, preestrenado en la competencia del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, Burman dio un vuelco de 180 grados en su cine e hizo, en cambio, un film abierto, generoso, que no se avergüenza de buscar una comunicación directa y emotiva con esa entelequia llamada �público�. 
Si había algo que llamaba la atención de Un crisantemo... no sólo era su intensidad visual sino también la proliferación de historias y personajes, enredados unos con otros. En Esperando al Mesías, Burman se propuso, de manera más transparente, plantear un film coral, una comedia agridulce que narra de manera simultánea los conflictos de gente que no tiene mucho que ver entre sí, pero que resulta vinculada por diversas circunstancias del azar. Algo los une, sin embargo, y es la pertenencia a Buenos Aires en tiempos del fin del menemismo, una ciudad frágil como el cristal, en la que un crack financiero en Hong Kong �la economía globalizada todo lo puede� es capaz de arrastrar a la quiebra a los bancos locales, dejando atrás un tendal de trabajadores y de pequeños ahorristas. 
�No era mucho, pero era todo�, se sincera Simón (Héctor Alterio), cuando se resigna a perder lo poco que había podido juntar en su modesto negocio de comida judía del barrio del Once. Su hijo, Ariel (Daniel Hendler), tiene otras preocupaciones. Su madre acaba de morir, está buscando un trabajo que tenga que ver con lo que le gusta (el cine), pero no sabe muy bien quién es o qué hacer con su vida. Apenas intuye que es lo que no quiere: seguir lo que el llama �el plan�, casarse con Estela, su novia de infancia (Melina Petriella), y quedar atrapado en la asfixiante burbuja familiar. Paradójicamente, es esa burbuja la que extraña Santamaría (Enrique Piñeyro), un empleado bancario que, de un día para otro, terminó excluido del sistema, abandonado de afectos y rebuscándoselas por la calle, revolviendo tachos de basura y devolviendo los documentos �por �una colaboración a voluntad�� de carteras robadas.
La identidad es un tema permanente en Esperando al Mesías, un film en el que afortunadamente son muchas más las preguntas que las respuestas. Ariel no reniega del judaísmo, pero no está dispuesto a quedar prisionero de sus raíces. Santamaría, que se dedica como dice alguien �a devolver identidades�, se vio de pronto privado de la suya y con la necesidad de construirse una nueva. Pese a su aparente seguridad, Laura (Chiara Caselli), una chica que Ariel conoce en el trabajo, no sabe tampoco demasiado bien quién es ni qué quiere. Y Elsa (Stefania Sandrelli), que pasa a ser la compañera de Santamaría, también está por perder su empleo �en una estación de trenes: la cierran, claro� y no alcanza adesprenderse de la sombra de su marido, preso en el penal de Sierra Chica.
Esta orfandad general, este desamparo, esta ausencia de rumbos y horizontes, funciona narrativamente muy bien en el caso de Ariel, por la naturalidad con que el debutante Daniel Hendler encara a su personaje y por la verdad que pone el guión en sus diálogos y en sus monólogos interiores, que son algo así como un pequeño diccionario de idisch por entregas, bastante gracioso, por cierto. No sucede lo mismo con Santamaría, porque la veta entre patética y sentimental con que está concebido (pese a la moderación de Piñeyro como actor) hacen del personaje �que no escapa a un cierto aire de familia con el Rulo de Mundo grúa� una figura siempre forzada en su ternura. Se diría que todos los desbordes del film (que en algún caso roza la cursilería) están relacionados con él.
A Esperando al Mesías se le podrían cuestionar también ciertas reiteraciones, algún personaje innecesario (como el que compone Imanol Arias) y un uso demasiado enfático e insistente de la música, a cargo de Lerner y Moguilevsky. Pero en todo caso conviene destacar la vivacidad general del film, su espíritu amplio y pródigo, su personalidad, que la tiene, a diferencia de tanto cine argentino del pasado.

 


 

�LA GENTE DEL ARROZAL�, DE RITHY PAHN, CUMULO DE CALAMIDADES
Un arroz más amargo que el italiano

Por Horacio Bernades

Arroz amargo se llamaba aquel clásico del neorrealismo italiano que mostraba el sufrimiento de los cosecheros del Po, sobreexplotados por los dueños de la tierra. Sin terratenientes a la vista, los protagonistas de La gente del arrozal cultivan sus propios campos. Pero ese grano dorado resulta, para ellos, mucho más amargo que para aquellos lejanos primos itálicos. Y sin una Silvana Mangano que amenice la cosa. Rithy Pahn, realizador de este film camboyano (curioso origen, teniendo en cuenta que casi no existe producción cinematográfica en ese país asiático), no deja de mostrar el atraso como fuente de los males de sus protagonistas. Pero es tal, y de tan variado origen, la sucesión de calamidades que la familia protagónica sufre a lo largo del par de horas de metraje, que no puede sino suponerse que su enemigo más cruel es la yeta lisa y llana. 
Hay un primer anuncio de lo que viene cuando Yim Om, esposa de Vong Poeuw y madre de siete hijas, sufre la picadura de una cobra. Pero será un incidente mucho más ínfimo el que desencadene la interminable serie de desgracias que se abatan de allí en más sobre la familia de Vong Poeuw, cuando éste se clava una simple espina en el pie. De aquí en más, puro efecto dominó. La herida se infecta, Vong Poeuw no puede ser atendido, los servicios del curandero no surten efecto, el hombre debe guardar cama, el resto de su familia no da abasto con las tareas del arrozal, la madre y las niñas deben multiplicarse en la siembra, cosecha y recolección, mamá pierde la razón y es encerrada. ¿Final? No. Créase o no, es sólo el comienzo. 
Todavía falta una plaga de cangrejos y otra de gorriones, el deterioro progresivo de la salud mental de Yim Om, sus disputas con la hija mayor, la condena social a la viuda cuando sale a buscar novio... Los momentos de distensión son escasos. Suficientes para mostrar que, si quisiera, Rithy Pahn (cuyo film más reciente, Un soir après la guerre, formó parte de la competencia oficial en el Festival de Mar del Plata hace un par de años) podría ofrecer un retrato algo más balanceado sobre los trabajos y los días de sus sufridos protagonistas. Así como se muestra capaz de neutralizar un poco tanto exceso de pathos, en aquellos momentos en los que registra con atención los ciclos de cultivo o cuando escruta los expresivos rostros de sus no-actores. Pero allí está el gesto lastimero de la actriz protagónica ante tanta suerte perra, como signo inconfundible de que ante ciertas fatalidades no hay catarsis o rebeliones que valgan.

 


 

Los extranjeros salvajes de la era pre-Thatcher

Film sencillo y sensible, típicamente inglés, �El casamiento� cuenta pequeñas historias a través de una serie de actuaciones notables.

Tres de los siete hijos rebeldes del señor �Ghengis� Khan.

Por L.M.

Corren los primeros años �70 en Saldford, una pequeña localidad obrera en el norte de Inglaterra, y la familia Khan debe lidiar no tanto con la dura realidad (que entonces no parecía tan cruel como llegó a ser luego con Margaret Thatcher) sino más bien con su propio �Ghengis�, el que tienen en su misma casa. Sucede que George Khan es paquistaní de origen, radicado en Gran Bretaña desde 1937 y padre de un rebaño de siete hijos (seis varones, una mujer), todos nacidos en tierra inglesa, a los que pretende educar bajo las estrictas normas del islamismo. El caso es que él mismo no cumplió necesariamente con sus propias reglas. De hecho, su sufrida mujer es más inglesa que el té y, aunque lo quiere como el primer día, no está dispuesta a permitir que el padre arruine la vida de sus hijos por seguir unos preceptos �como los del matrimonio entre musulmanes� que él dejó atrás cuando abandonó Pakistán.
Este choque de culturas está en el centro de El casamiento, uno de los films británicos más exitosos del último tiempo, una comedia de costumbres que se ganó no sólo el entusiasmo de la crítica de su país sino también varios premios internacionales, como el del Festival de Valladolid y una mención en el reciente Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. En la base del film está una obra teatral de Ayub Khan-Din, de tintes autobiográficos, que en su momento fue también todo un éxito del West End de Londres y que no tardó en encontrar su camino hacia el cine. Contra lo que podría pensarse, El casamiento no tiene tanto en común con los films que Stephen Frears hizo junto al novelista Hanif Kureishi (Ropa limpia, negocios sucios y Sammy y Rosie van a la cama, en la que el propio Khan-Din trabajó como actor) sino más bien con cierto cine social británico de los años �60, como Sabor a miel o This Sporting Life, en su declarada ambición de hacer un cine popular y al mismo tiempo de lectura crítica de la realidad.
La contradicción del paterfamilias (magnífico Om Puri) es el motor dramático de El casamiento, su imposibilidad para reconocer que sus hijos quieren tomar sus propias decisiones de vida, como alguna vez lo hizo también él. �Esta es mi casa y yo estoy al mando�, grita una y otra vez el señor Khan cuando sus muchachos se escapan de la mezquita del barrio, cuando la hija se resiste a usar el tradicional �sari� o, peor aún, cuando los varones se rebelan contra los matrimonios arreglados directamente entre los padres de la comunidad, a la vieja usanza. �Voy a traer a mi primera esposa de Pakistán�, amenaza con el dedo en alto Ghengis cada vez que su mujer (Linda Bassett, excelente) se pone del lado de los chicos. Va incluso un poco más allá que eso y le llega a levantar la mano. Pero ella, detrás de su aparente pasividad, sabrá ponerle un límite a este tirano de entrecasa, que maneja un típico negocio inglés (un aromático puesto de �fish & chips�), pero exige la clásica obediencia musulmana.
En su primer largometraje, el director Damien O�Donnell se muestra ágil y fluido para llevar la historia, pero conservador en las formas. Antes que intentar nada nuevo, prefiere reforzar la pincelada social o los apuntes de color, como ese vecino que se queja de los �extranjeros primitivos� (y tiene que soportar que su hijo salude a la familia Khan con el �Salaam Aleikum�) o los prejuicios del propio Ghengis, que como buen paquistaní no deja de hablar pestes de los hindúes. De esos pequeños trazos se va nutriendo este film sencillo, ameno, a veces un poco obvio, pero no por ello menos sensible.

 

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