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PABLO Y LOS FANTASMAS

Por Sandra Russo 

El caso de Pablo Dunkler, el chico de tres años que fue llevado a Mendoza por su niñera y que fue hallado con ella tres días después, mientras comía una porción de pizza en la capital de esa provincia, guarda en su interior un nudo de fantasmas que acaso expliquen por qué, a pesar de su rápida resolución y a la mediana importancia que le dieron los medios, se convirtió en uno de esos temas de pasillo excluyentes sobre los que cada uno tiene algo que opinar. Es uno de esos raros temas en los que la agenda no es impuesta por los medios, sino que les es impuesta a éstos por la expectativa y la inquietud que despiertan espontáneamente en la gente.

  La inmediata conexión de la madre de Pablo con una ONG de trayectoria reconocida, la Red Solidaria, permitió que el caso saliera disparado hacia la opinión pública con la impronta que le dio esa mecánica del voluntariado: los afiches con la cara de Pablo y con la de su niñera se multiplicaron y pusieron en marcha un engranaje de identificación y solidaridad con esa madre que esperaba en su casa noticias acerca de su hijo.

  Pablo había ido a la plaza con su niñera, y habían desaparecido los dos. Todo el mundo sospechó inmediatamente que la niñera lo había raptado. Para entonces, ya se habían despertado los escozores de miles de mujeres que para ir a trabajar dejan a sus hijos al cuidado de otras mujeres más pobres que a veces, para eso, descuidan a sus propios hijos. La relación entre una madre trabajadora y la niñera de su hijo nunca es una relación fácil. Casi siempre incluye afecto, porque los chicos quieren a las personas que se ocupan de ellos, y saber que el propio hijo quiere a la mujer que lo recibe cuando llega de la escuela, que le hace la merienda, que se acuerda de comprar las hojas canson para la clase de plástica o que le prepara las milanesas que él festeja, produce alivio. Pero también produce celos. Y culpa. Y desconcierto, cuando una llama a las seis de la tarde y nadie contesta el teléfono porque habían ido a pasear sin aviso. O inquietud, cuando el nene o la nena se equivocan y la llaman mami. O una indignación casi vergonzante cuando la niñera llama para decir que uno de sus hijos tiene fiebre y no vendrá, y una debe faltar al trabajo.

  El problema con las niñeras se extiende y va variando en el tiempo. Cuando recién empiezan a cuidar a nuestros hijos, dan miedo porque les estamos confiando a aquellos que más queremos y no sabemos exactamente  quiénes son, de dónde vienen, de qué hablan cuando están solas con ellos, cómo los retan. Y cuando hace ya mucho que los cuidan, a veces son más dueñas de casa que nosotras y a veces los chicos están demasiado contentos con ellas. Acaso por esos temores nunca del todo expresados y combatidos desde la racionalidad, que la niñera de Pablo se lo hubiera llevado a la plaza haciéndolo desaparecer produjo una solidaridad automática con su madre. Esa solidaridad se cortó abruptamente, no obstante, cuando esa madre no encarnó, con una actitud más bien contemplativa y a los ojos de todos excesivamente tolerante, el gusto nacional por las leonas que defienden a sus cachorros.

  El alud de interpretaciones y versiones sobre cuál es la verdadera trama de esta historia arreció. Del caso en sí no se sabe nada. Sólo es visible una madre que no se enoja --o, al menos, que no muestra su enojo-- ante otra mujer que le arrebata el hijo. Y también es visible un vínculo muy fuerte entre esas dos mujeres, que tal vez tenga alguna explicación o tal vez esté anclado en lo que ni ellas mismas saben. Los pactos humanos suelen ser extraños.

  Como fuere, así como los cuentos clásicos, en su origen, se ocupaban de desagotar catárquicamente las fantasías más aterradoras de los niños, y de hecho siempre incluían orfandad o madrastras, también sería oportuno que hubiera cuentos clásicos para madres, en cuyos argumentos el personaje inquietante de rigor debería ser la niñera.    

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