El
espectáculo paradojal --para decir lo mínimo-- de unos soldados, un
gobierno y una población israelíes sonrientes y felicísimos ante lo
que fue la primera derrota militar seria del Estado judío en sus 52 años
de historia --la del Líbano--, mueve, en principio, a la propia
sonrisa, en la medida en que los israelíes parecían estar expresando
un estado de ánimo aproximadamente traducible como "qué suerte
que por fin nos derrotaron, así salimos de una vez de ese maldito
infierno". Pero ese estado de ánimo --que puede calificarse
certeramente como derrotismo--, así como la derrota de la que
efectivamente surge, son elementos profundamente preocupantes para
Israel, un estado guerrero que puede estar llegando a la etapa de su
aburguesamiento "posthistórico" --para usar una categoría
tan fukuyamesca como falsa, que es más o menos lo mismo-- mucho antes
de que las circunstancias del medio ambiente geopolítico medioriental
--un barrio pesado-- lo permitan.
Porque lo que pasó es un gran triunfo para Siria, y Siria
--que es clave para la paz--, sigue siendo el punto ciego de los
israelíes, el país --entre sus enemigos-- al que menos entienden. En
el fondo, y pese a las apariencias, a las guerras y la falta de todas
relaciones, los israelíes de la cúpula dirigente tienen una irónica
relación de amor no correspondido con la cúpula de poder sirio y,
muy especialmente, con el presidente Hafez al Assad. Porque los sirios
respetaron a rajatabla el acuerdo de separación de fuerzas negociado
por Henry Kissinger tras su desastrosa ofensiva de Yom Kippur en 1973,
los israelíes se han creído que Assad y su gente son una especie de
garantistas aferrados a la letra y el espíritu de la ley y los
tratados. En realidad, son una banda de delincuentes internacionales
que primero vivieron del subsidio soviético, luego de la
esponsorización del terrorismo y ahora del tráfico de armas y de
heroína. Desde luego, la paradoja es que una Siria democrática sería
mucho más peligrosa, en la medida que seguramente accederían al
poder las fuerzas fundamentalistas islámicas que el liderazgo alawita
y laico de Assad --étnicamente minoritario-- mantiene a distancia.
Pero --y precisamente por esa posición minoritaria, que obliga a
Assad a relegitimarse permanentemente ante las mayorías musulmanas--
creer que por eso Assad va a ser más benevolente a las absurdas
ofertas israelíes de devolver el Golán pero sin dar a Siria una gota
de los recursos hídricos del Lago Tiberíades es tan ingenuo y en el
fondo insultante como ofrecer a Yasser Arafat una ciudad --Abu Dis--
que él pueda llamar Jerusalén y que sólo tiene una gran vista sobre
Jerusalén. Es un ultraje a la inteligencia del adversario, y por eso
el proceso de paz está fracasando --incluyendo la derrota del Líbano--
y el radicalismo fundamentalista multiplicándose en todos los
frentes. |