Por
enésima vez, los enemigos del modelo menemista globalizado neoliberal
fondomonetarista ateo están ganando la batalla. Desde arzobispos
santos hasta moralistas laicos que merecen ser fulminados por Dios con
un rayo cancerígeno, todos --bien, casi todos-- concuerdan en que hay
que reemplazarlo por algo que sea más humano. Puesto que se da un
consenso en favor de la necesidad perentoria del cambio, uno pensaría
que ya estarían discutiendo los detalles y explicándonos cómo se
proponen efectuar la transición hacia la Argentina mejor resultante,
pero parecería que nadie se interesa demasiado en pormenores de este
tipo, acaso porque para la mayoría es suficiente participar del
torneo denunciatorio en el que el triunfador será el autor de la fórmula
más pintoresca para descalificar la actualidad. Por ahora, un
arzobispo santo y sabio lleva la delantera, pero sería un error
subestimar a Raúl Alfonsín.
¿Ha llegado la
hora de avanzar más allá de las palabras para ir "a las
cosas", como dijo tiempo atrás un español? Puede que tengamos
que esperar un poquito. Será mejor no impacientarse. El bombardeo
verbal contra los números ya ha durado medio siglo sin que estos
hijos de Satanás hayan manifestado síntomas de cansancio, de suerte
que es probable que sea necesario prolongarlo varios decenios más, lo
cual, por fortuna, no planteará ningún problema aunque en el ínterin
haya cien estallidos sociales, porque aquí vociferar insultos contra
el statu quo económico es una actividad autónoma que no tiene relación
alguna con lo que los "dirigentes" que agregan sus voces al
coro de los virtuosos harían si un día les tocara mudarse a la Casa
Rosada.
¿A qué se debe esta contradicción flagrante entre las
palabras y los hechos? A que escasean los dispuestos a asumir las
implicancias de cierto grado de igualitarismo en un país cuyo
producto per cápita apenas alcanza el treinta por ciento de aquél de
las naciones a las cuales quisiera emular. En la Argentina tal como
es, la mayor equidad mañana supondría el colapso estrepitoso de los
ingresos del sector del cual los políticos --y los obispos-- forman
parte, seguido pronto por el desmoronamiento de una economía que está
estructurada en torno de la desigualdad. Para no tener que hacer
frente a esta realidad evidente, los contestatarios no tienen más
opción que la de conformarse con ubicar al enemigo ya en el terreno
de las abstracciones, ya en el exterior, maniobra que si bien
significa que su griterío resulta totalmente inútil, por lo menos
les permite desahogarse y felicitarse mutuamente por su propia sabiduría. |