Por Hilda Cabrera
Personaje revelador de algunas locuras autóctonas, este Hormiga Negra, producto de las patéticas humillaciones que le impone su padre, no se asumirá como víctima ni le hará ascos a la muerte. La obra traduce, básicamente a través del torrencial rencor del padre, la violencia primitiva, sin culpa, como de animal depredador, de algunos de los personajes de esta historia, basada en el folletín homónimo de Eduardo Gutiérrez (1851-1889). Gutiérrez es autor, entre otras novelas populares, del Juan Moreira, de 1880, símbolo de héroe con anhelos de justicia. Gastando su ansiedad en peleas, primero con el padre que lo provoca y después con otros paisanos que, como él, quedaron en el cono de sombra de �la historia grande�, Hormiga es aquí el protagonista de un relato que se cuenta a sí mismo. En la puesta de Lorenzo Quinteros la ficción se multiplica mediante escenas simultáneas o de �teatro dentro del teatro�. Un ejemplo de esto es la inclusión de un colorido tablado, semejante a un teatrito de feria. Es allí donde se suceden las secuencias más desmesuradas, que retratan el gusto por el radioteatro popular y desarrollan nuevos puntos de vista sobre lo gauchesco y lo circense. Ambientadas de esta forma, las andanzas de Hormiga se convierten, quiérase o no, en una trayectoria de tinte fantástico y algo nihilista.
Explotando las correspondencias entre los diferentes códigos, y entre actuación, música, sonido y olores (a heno y a carne asada, por ejemplo), la obra recupera temas esenciales como el amor, la libertad y el sometimiento. Pero siempre sin escarbar demasiado, simplemente exponiendo conflictos de modo sintético y diferenciado. Se busca el cruce pero no el enredo. De hilo conductor sirve en todo caso la proclamada resistencia de Hormiga Negra, apodo de un personaje real: se llamó Guillermo Hoyo, nació en 1837 en un pequeño pueblo de San Nicolás y falleció en 1918 en su casa, de muerte natural, después de haber cumplido varias condenas.
Los arranques temperamentales de este gaucho díscolo y rápido para el cuchillo son traducidos de forma exasperada por el actor Julio Molina, quien, en su entrega, sobreactúa la aspereza de su personaje. Se lo ve exageradamente ríspido, comparado con sus compañeros de elenco, algunos de ellos �según se vio en la función de estreno� demasiado atentos a la reacción del público. Esa actitud, característica del sainete y el circo, juega aquí en contra del �relato�. Desarticula aún más una historia que ya viene saturada de incidentes y acciones compulsivas, destinadas todas a afirmar el carácter desafiante de este Hormiga con destino literario. Es así que, cuando una luz crepuscular parece exigir la muerte del personaje, el ya viejo y apaciguado Hormiga dirá con total firmeza que sólo desaparecerá cuando él se lo proponga.
Esta rebeldía no irrumpe a la manera de una melancólica evocación. El montaje de Quinteros tiene la dureza de la pelea y es, en cuanto estructura, una pieza a armar, un rompecabezas donde los personajes, algunos verdaderos mamarrachos criollos, parecen agitarse más por el dolor de una afrenta sin venganza que por el furor de la muerte cercana. Metido en esta singular atmósfera, el elenco encara con pareja soltura lo pintoresco y lo dramático, demostrando en general un afinado trabajo corporal. Elaborada al detalle, esta Hormiga... interesa tanto por su exploración sobre el teatro gauchesco como por la exposición (siempre escueta, y a medio camino entre la tragedia y el humor negro y absurdo) de algunos temas conflictivos. Entre otros, el del papel de la mujer. Atada a las convenciones, la mujer es aquí una bruja, grotesca y malvada, como Ramona (la imposible suegra de Hormiga), o bella y sumisa, como la compañera del gaucho matrero (Carolina De Marco) y la Rubia Madre (papel en el que se destaca Mercedes Fraile), un ser incapaz de superar el ultraje. También en esta dramaturgia de Quinteros y Bernardo Carey se impone la tradición: el varón es quien habla y acalla, quien lanza zarpazos y trasciende como héroe.
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