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Elogio de un premio literario
Por Mempo Giardinelli Desde Lisboa

La noticia la trajo José Saramago durante la última cena del 3er. Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, el formidable encuentro que desde 1998 organiza Luis Sepúlveda y que este año se extendió a Lisboa: Augusto �Tito� Monterroso fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de este año. 
La alegría ganó la mesa de inmediato, y todos tuvimos la sensación de que pocas veces un premio literario había sido tan bien otorgado como éste. Es el premio a la ética del silencio: se premia en él al escritor discreto, el que nunca está a la vista aunque siempre está en primera fila. El que vive lejos de toda farándula y no tiene ni comparte capillas.
Escritor casi secreto, agudo y brillante, y propietario de un extraordinario sentido común, su obra se caracteriza por la ironía y la precisión. Ello le ha valido ganar algunos otros importantes premios literarios, como el Xavier Villaurrutia en 1975 y el Premio Internacional Juan Rulfo en 1995.
Conozco a Monterroso desde los años del exilio mexicano. Con sus entrañables amigos Juan Rulfo y Edmundo Valadés, acostumbraba reunirse algunas tardes en casa de este último, en las faldas del Ajusco; como yo trabajaba con ellos en la revista El Cuento, junto a otros jóvenes escritores, aquellos encuentros eran un verdadero privilegio para nosotros. Mientras bebían litros de café y algunos fumaban como en la última hora de vida, se charlaba de literatura y del oficio del escritor, y muy poco de política. No había ninguno más parco que Tito, pero nadie era tan brillante. Su ironía es horaciana: �Nadie se ve a sí mismo en una sátira, y seguro que incluso aplaude, suponiendo que se burlan de su vecino.�
Monterroso es el escritor más oportuno del mundo: universalmente famoso por su minicuento �El dinosaurio� (de sólo siete palabras), entre sus innumerables puntadas es célebre aquella que le plagiaron tantas veces: �Yo no sé qué sexto sentido tienen los enanos que les permite reconocerse a primera vista�. El don del gracejo preciso lo ha dejado plasmado en libros memorables como La palabra mágica, La letra e y Lo demás es silencio. 
Es generalizada, casi unánime, la convicción de que Monterroso es uno de los escritores latinoamericanos más sobresalientes. Maestro de la brevedad (a la que considera �no como un término de la retórica sino de la buena educación�) para él �la literatura, igual que el cine, es una fábrica de sueños�. Pero sobre todo es un humorista fino y sutil, capaz de definir admirablemente cualquier cosa o situación con una sola frase, sintética y certera: una tarde en casa de Valadés se discutía sobre posibles títulos perfectos para libros aún no escritos. Tito encontró el mejor, redondo e irrebatible: Manual del onanista. Y otra tarde, cuando a fines de los 70 Borges aún hacía declaraciones desafortunadas sobre Pinochet y Videla, Tito de pronto sentenció: �Ojos que no ven, corazón que no siente�.
Nacido en Tegucigalpa, Honduras, en 1921, y criado en Guatemala, Monterroso se exilió en México en 1956 y desde entonces vive en Chimalistac, barrio residencial al sur de la capital mexicana. Su obra consta de otros títulos maravillosos: Obras completas y otros cuentos (1959); La oveja negra y demás fábulas (1970); Movimiento perpetuo (1972) y Los buscadores de oro (1993).
Casado con la narradora Bárbara Jacobs (con quien firmó a dúo una estupenda Antología del cuento triste), es un hombre bajito y muy tímido que huye del público y es reacio a las entrevistas. Ha aceptado muy pocos reportajes en su vida y a todos los ha trabajado prolijamente junto con sus interlocutores. Fruto de ese comportamiento es un libro delicioso titulado Viaje al centro de la fábula, publicado en 1981 y que es un clásico del género. 
En La Habana, en 1985, nos pasamos un mes entero leyendo novelas como jurados del Premio Casa de las Américas que aquel año ganó un cordobés, Fernando López, con una novela estupenda que los argentinos, como tantas veces, dejaron pasar casi inadvertidamente. Compartir aquellos días con él fue una delicia. Un día se hablaba de esa clase de libros llenos de hojas y espacios en blanco, y él dijo: �Un libro lleno de vacíos, qué bonito oxímoron�. Y enseguida nos explicó su afición por los clásicos griegos y latinos: �Leerlos permite ver el mundo contemporáneo sin que los protagonistas nos caigan mal�.
El Premio Príncipe de Asturias del año 2000 no pudo ser mejor otorgado. En medio de tantas desolaciones que plantea la realidad, y de tanto guiriguiri de escribidores que sueñan con la fama antes que con la literatura, premiar a Monterroso es una bocanada de aire fresco.

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