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OPINION

Revueltos

Por J. M. Pasquini Durán

�Que levante la mano quien no haya evadido nunca�, desafió el secretario de Programación Económica, Miguel Bein, el miércoles pasado, pocas horas antes de la movilización popular en Plaza de Mayo. Entre decenas de banqueros y empresarios de primera línea congregados en el antiguo salón de la Bolsa de Comercio, sólo uno respondió a la interpelación del funcionario. Sin embargo, el dato fue ignorado por los mismos que, al día siguiente, denostaban contra la incitación de Hugo Moyano a la �desobediencia fiscal�. Optaron por condenar la retórica sindical antes que hacerse cargo de la silenciosa confesión del delito de evasión, del mismo modo que decidieron recortar salarios antes que rozar con el pétalo de una rosa los extraordinarios beneficios del capital más concentrado. La decisión no era la única posible, como lo prueban más de una docena y media de iniciativas diferentes que surgieron de legisladores y expertos de la misma Alianza, pero era la única definición que encajaba en la lógica política de los auditores del Fondo Monetario Internacional (FMI). 
La �desobediencia fiscal� no es un recurso novedoso: figura en los anales oficiales sobre la formación de la democracia referencial de los Estados Unidos. Entre esos antecedentes resplandece el pensamiento de Henry Thoreau que, a mediados del siglo XIX, se negó a pagar impuestos y escribió acerca de la �Desobediencia civil� (1849). Allí aclaró algunos tantos: �Para hablar con sentido práctico y como ciudadano, a diferencia de los que se autodenominan contrarios a la existencia de un gobierno, solicito, no que desaparezca el gobierno de inmediato, sino un mejor gobierno inmediatamente. Dejemos que cada hombre manifieste qué tipo de gobierno tendría su confianza y ese sería un primer paso en su consecución�. Thoreau escribió y actuó de acuerdo con una inquietud sencilla: �Pensemos de qué forma se nos va la vida�. Hace algún tiempo, cuando Graciela Fernández Meijide habló sobre la desobediencia o resistencia civil durante la campaña por la gobernación bonaerense, Carlos Menem reaccionó con exuberancia de adjetivos descalificativos, idénticos a los que hoy utilizan voces de la Alianza para repudiar una línea del discurso de Moyano. Si esa línea retórica resulta excesiva, ¿cómo medir la causa que la originó?
El miedo a las palabras puede ser un recurso para apaciguar ánimos, sobre todo cuando no hay beneficios sino pesares para repartir, pero no alcanza para contener a la realidad. Detrás de los juegos orales, sería reconfortante presumir que el Gobierno y la oposición tomaron debida nota de lo que sucedió el miércoles en Plaza de Mayo. Allí estaban los pobres que arrastran los aparatos, incluso a tanto por cabeza, junto con miles de ciudadanos, del trabajo y de la clase media, que se movilizaron por cuenta propia, auténticos emergentes del malhumor generalizado en la sociedad. Las representaciones políticas fueron igual de heterogéneas, desde el Partido Obrero y otros grupos de la extrema izquierda, hasta los intendentes Rico y Patti. Una congregación semejante no coincidió en ese punto por algún motivo único ni se puede contabilizar como adherente directa de la CGT disidente. Aparte de los oportunistas y de las minorías conjuradas, lo más probable es que un encuestador hubiera encontrado en la mayoría un sentimiento parecido al de Thoreau: nadie quiere perjudicar al Gobierno, con seis meses de gestión, sino demandarle la mejor gestión posible, con la menor proporción de ineficiencias o errores, con verdadero sentido de justicia y de igualdad y, sobre todo, capaz de ofrecer certezas en un futuro de bien común. 
Cumplir con la palabra empeñada ya sería todo un cambio. Antes de asumir, el presidente De la Rúa hizo pública su adhesión a la tesis de la �tercera vía� acunada en Londres y extendida por la socialdemocracia europea. Desde el jueves, el presidente argentino está en Berlín pararatificar esa pertenencia delante de otros gobernantes, incluido Bill Clinton. Debido a las confusiones y ambigüedades ideológicas de esta época, la �tercera vía� fue entendida, o mejor malentendida en sus enunciados fundacionales como un camino intermedio entre la sociedad de mercado y el Estado de bienestar. Con el tiempo, esa impresión se fue modificando a medida que se la contrastaba con la gestión práctica de sus miembros en los gobiernos. Hoy en día, no son pocos los pensadores europeos que han corregido de cuajo la primera impresión. El francés Alain Touraine, conocido en Buenos Aires porque vino invitado por los gobiernos de Menem y de la Alianza, es uno de esos críticos. Para él, ahora la �tercera vía� es �una variante de la política neoliberal que no afecta ni a la distribución de los beneficios ni a los mecanismos de decisión�. Esta explicación, por cierto, encaja mejor en las opciones que hace De la Rúa que el malentendido anterior sobre sus inclinaciones socialdemócratas. 
Esa constatación refuerza una imagen que molesta tanto como la realidad misma: la imagen de la continuidad con la administración menemista. De manera casi emblemática, la Corte Suprema subrayó esa lisura con la decisión de legalizar el recorte de salarios. Le alcanzó con ratificar un decreto de Menem para que, por extensión, cupiera el actual reajuste. Aparte de cierta funcionalidad subordinada con la que actúa el tribunal supremo respecto del Ejecutivo nacional, en definitiva el mensaje que queda flotando es directo: para convalidar a éste ratificamos al anterior, porque la materia judiciable, la política pública, es la misma. A estos argumentos, y a todas las críticas, el Gobierno responde con los argumentos de la herencia maldita. También Menem hasta el último día quiso justificar su gobierno en las condiciones hiperinflacionarias, �recibí el país en llamas� repetía, que dejó Raúl Alfonsín. En realidad, es un argumento de uso habitual en muchos lugares, tanto así que hasta en México, donde gobierna el PRI desde hace 71 años, cada presidente culpa al anterior por las injusticias y decadencias de esa inmensa nación.
El gobierno rechaza la idea de continuidad, porque las personas y los procedimientos son distintos y, dicen, también las razones de sus políticas y hasta la tolerancia con los disidentes internos que fueron muchos en esta ocasión, aunque no todos hicieron pública su disconformidad. Confía, además, en su política de alianzas para contrarrestar las medidas de protesta, como el próximo paro del 9 de junio o el mitin del miércoles pasado, mientras espera algún signo palpable de rehabilitación económica. Esas alianzas quieren apoyarse en dos patas: una, mediante una trama de acuerdos con los gobernadores peronistas, y otra, con la ayuda laboriosa de la Iglesia católica como �espacio para el diálogo�, casa de huéspedes del desamparo social y asesora calificada para elaborar la ley del voluntariado. Carlos Ruckauf, si no líder por lo menos vocero de los gobernadores, concuerda en un pacto de tregua social, mientras el peronismo redefine su identidad y sus jefaturas. 
A los obispos, por su lado, les preocupa la presión creciente de las demandas sociales insatisfechas, pero no quieren funcionar sólo como auxiliares asistenciales, aunque aceptan la tarea de promover el diálogo entre las partes, entre todas las partes. Por eso, cayó tan mal el desborde del observador designado por el cardenal Raúl Primatesta al mitin de Plaza de Mayo que no resistió la tentación de convertirse en un tribuno inflamado. Las experiencias en estos roles serán analizadas con más detalle en la próxima reunión plenaria del episcopado, en octubre, que incluirá en las prioridades de su agenda el alcance de la pastoral social, a riesgo incluso de avanzar en definiciones que por naturaleza tienen cargas ideológicas y políticas muy concretas y actuales.
A pesar de las restricciones presupuestarias, el Gobierno deberá contabilizar su insuficiente habilidad para compensar los esfuerzos que descarga sobre la mayoría social. Para dar un ejemplo, Caritas hace suobra con fondos anuales estimados en 25 millones de dólares. El Ministerio de Acción Social cuenta con 300 millones y en los tres niveles del Estado hay programas por valor de 8000 millones, o sea 320 veces Caritas. ¿Por qué no se notan con la misma contundencia que la obra cristiana? Entre varios factores, dos de los mayores obstáculos son la corrupción y el clientelismo. Este quizá no sea fácil de controlar debido a las competencias electorales, pero la campaña nacional contra la corrupción da la impresión de estar detenida. Ni siquiera hay un informe detallado de cuántas causas judiciales contra funcionarios y particulares han sido iniciadas, las causas y los montos en cuestión, de tal manera que la sociedad pueda entender que los gobernantes están cumpliendo con su mayor compromiso de campaña y que, en todo caso, la causa está perjudicada por la lentitud de la Justicia, la indolencia o las complicidades que sobreviven. Cuando la corrupción era acusada durante el menemismo, la respuesta siempre fue la misma: resolverá la Justicia, hasta que se volvió una patética excusa para la impunidad. La administración actual, ¿no tiene una mejor respuesta o, aunque sea, una información más transparente de su gesta contra los corruptos? Otro tanto sucede con la evasión, aunque por el momento sirvió la explicación de Carlos Silvani como deficiente, con o sin premeditación, recaudador. Entretanto, la sociedad se carga de sospechas. Los poderosos pueden hasta hacer chanzas sobre sus hábitos evasores, sin riesgo de castigo, en tanto que los más reajustados son perseguidos como alimañas. 
�Pensemos de qué forma se nos va la vida�, sugería Thoreau y todavía es un buen consejo.

 

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