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EDUARDO ROVNER Y EL PREESTRENO DE �LA MOSCA BLANCA�
�El teatro puede exorcizar�

El autor de teatro debuta como director con una pieza propia, en la que plantea �aprender a vivir con las cicatrices�.

�La mosca...�, de Rovner, se preestrena hoy en el Teatro del Pueblo.
Entre junio y julio se verán allí obras de Cossa y Degracia.


Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes) Recién después de transcurridos cuatro años de haber tomado a su cargo la dirección artística del Teatro del Pueblo, tres de los principales integrantes de la Fundación Carlos Somigliana (llamada así en homenaje a uno de los dramaturgos más representativos del realismo crítico de la década del 60) inician la presentación de un ciclo de obras propias. Es así como hoy a las 20, a manera de preestreno, se podrá ver La mosca blanca, de Eduardo Rovner (en la Sala Teatro Abierto), con actuaciones de José María López, Jorge Ochoa y Mariana Elizalde; el 12 de junio, De pies y manos (1984), de Roberto �Tito� Cossa (Sala Carlos Somigliana), una metáfora sobre la dictadura militar, en la que aparecen temas tales como el autoritarismo, la necesidad de preservar la memoria y la justicia, todos tratados en �un contexto de códigos familiares, no directamente políticos�; y el 10 de julio, La hora pico, de Marta Degracia. Con otros proyectos a punto de concretarse (una versión de La flauta mágica, junto a Marcelo Katz y Martín Joab, y el libreto de la ópera Fuego en Casabindo, sobre la novela homónima de Héctor Tizón), Rovner indaga en La mosca... en la dualidad, síntoma en parte de la desesperación que produce comprobar la inutilidad de los esfuerzos. Autor de unas veintiséis obras (incluidas algunas adaptaciones), varias de ellas periódicamente representadas en el exterior, como Volvió una noche, Compañía y Concierto de aniversario, Rovner debuta ahora como director de su propia pieza. En este sentido, dice no haber respetado al autor: �Fui trabajando de acuerdo a las necesidades de la acción y los actores�, apunta en diálogo con Página/12. �El escenario canta la verdad o falsedad de la palabra.� 
�En la edición del libro que contiene esta obra, figura, con otras, como teatro de las sombras. ¿Qué quiere decir con esto?
�Que tanto ésta como Sócrates, el encantador de almas, Tinieblas de un escritor enamorado y El otro y su sombra transcurren en un espacio indeterminado, donde no se sabe si las fantasías son producto de nuestra ensoñación o nosotros mismos somos producto de nuestro sueño. Eso en lo formal, porque el conflicto es claramente terrenal y cotidiano. Una problemática en la que además me reconozco: siento que no puedo modificar esta situación de incertidumbre, pero al mismo tiempo disfruto de este mundo que nos desespera. Funes representa al desesperanzado, y Blas, al que disfruta de la contemplación y los afectos. 
�Aquí el pesimista es el intelectual...
�Diría el que tiene más inquietudes. Hoy es difícil imaginar que se van a cumplir nuestras expectativas. 
�¿Acaso hubo una época en que se creyó lo contrario?
�Sí, y no sólo eso. Mi generación estaba segura, tenía esa esperanza, también porque aprendió a vivir más plenamente. 
�¿Quiere decir que volcó su propia experiencia?
�Cuando escribo polarizo para crear un conflicto potente. En La mosca..., Funes está influido por una filosofía pesimista, como la de Nietzsche y Schopenhauer, Blas en cambio vive en una plaza, es contemplativo, simple, le gusta tallar la madera, arreglar barriletes. 
�¿Cómo ingresa la realidad en sus ficciones?
�Nunca me desentendí de los conflictos reales. Todas mis obras tienen una lectura política y social. Concierto de aniversario, una obra antifascista que participó de Teatro Abierto (en 1983), se dio hace poco en Viena como parte de un programa cultural en contra del nazismo. La actualidad está siempre presente en mis trabajos; lo que los diferencia es la forma. En La mosca... intento crear un mundo poético con personajes algo expresionistas. 
�¿Cuando habla de sombras se refiere a la muerte? 
�A mí me gusta jugar con distintos niveles. En Tinieblas..., el mundo del escritor enamorado podía ser tanto el de la ensoñación como el de la realidad o la muerte. 
�¿Por qué es tan frecuente en el autor teatral el tema de la muerte?
�Porque la muerte es en el teatro un viejo truco. El dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt decía que dos hombres sentados a la mesa de un café, filosofando sobre los problemas más importantes de la vida, �no hacen teatro�, pero si en algún momento uno de ellos se distrae y el otro aprovecha ese instante para ponerle veneno en el pocillo, ahí comienza el teatro. O sea, la intriga y el riesgo. Y entre éstos, el de muerte, el más potente. 
�¿Por los miedos que despierta?
�Exactamente, y que el teatro puede exorcizar. Como respondió Griselda Gambaro a una pregunta referida a la famosa crisis de la escena: el teatro no va a desaparecer mientras exista el miedo a la muerte. 
�¿Por aquello de que implica resurrección?
�Y es realmente así. El juego es morir y reaparecer. Por eso la obra termina cuando el actor saluda. 
�Según parece, en La mosca... es suficiente con sentirse herido...
�Eso lo descubrí mientras escribía. Uno aspira a vivir sano, pero es imposible. Por eso pienso que es necesario aprender a vivir con las cicatrices, saber disfrutar de los afectos, integrando el dolor. 
�¿Cómo encara esta realidad? 
�Como autor, creo que debo escribir a partir de lo que me conmueve. No creo que haya que estar buscando temas en el afuera y desarrollarlos sólo por eso. Esto significaría caer en un error prototípico: imponerse tal o cual cosa nada más que porque está sucediendo. En las dos primeras ediciones de Teatro Abierto (1981 y 1982) tenía sentido manifestarse claramente desde el teatro, ir directo a la realidad, sin por eso negar otros niveles. En este momento no existe una polarización clara; entonces uno escribe desde aquello que lo conmueve, que en mí pasa por la realidad cotidiana, porque no soy un ermitaño.

 

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