Por Verónica
Abdala
--¿Por qué se resiste a que comparen su caso con el de Ana
Frank?
--Entiendo las comparaciones, pero nuestros casos no son iguales.
Es cierto que nuestras edades sólo difieren en cuatro años,
que las dos éramos chicas holandesas, directamente afectadas por
la guerra, que las dos encontramos en la escritura de nuestros diarios
un escape a ese infierno. Pero ella permaneció encerrada dos años
en un altillo, y murió en un campo de concentración, mientras
que yo pude seguir con una vida normal, aunque con una identidad falsa,
y tuve la fortuna de no haber llegado nunca a vivir en un campo. En ese
sentido, la comparación sería injusta: su historia es más
triste que la mía. Me imagino que en cierto sentido, a mí
me tocó vivir una experiencia menos cruel, porque no tuve que convivir
diariamente rodeada de cadáveres, viéndole la cara a la
muerte.
--¿Cómo fue que inició su amistad con Miep Gies,
la secretaria del padre de Ana?
--Esa es una historia increíble, la verdad. En 1950, yo me
recuperaba en un hospital de Amsterdam del nacimiento de mis mellizas.
Así fue que conocí a mi compañera de cuarto, Miep
Gies, quien, según me enteré conversando con ella, había
colaborado con el ocultamiento de la familia Frank. Me comentó,
secándose las lágrimas, que alguien, no sabían quién,
los había delatado en 1944, y que sólo el padre de aquella
familia había sobrevivido. En ese momento, la historia no me sorprendió
en gran medida: era casi imposible que aquel con quien hablabas, sea quien
fuera, no tuviera a algún familiar o conocido muerto en la guerra.
--¿Le habló Miep Gies de Ana?
--Pues sí. Cierta vez, yo estaba escribiendo en uno de mis
diarios acerca de la evolución de mis bebés, y ella me dijo:
"Qué curioso, Ana también se pasaba el santo día
escribiendo en su diario. Cuando los nazis se la llevaron, yo busqué
sus diarios y los escondí. Ahora su padre, Otto Frank, va a publicarlos".
Yo, que jamás imaginé que esos diarios iban a recorrer el
mundo y que su autora, lamentablemente, terminaría convertida en
una 'celebridad', sólo atiné a decir: "Algún
día me gustaría leerlos". Para mis adentros pensaba
que el optimismo del tal señor Otto, que daría a conocer
los diarios, era desmedido. Me preguntaba "¿quién puede
estar interesado, después de tanta muerte, en leer lo que escribió
esa pobre chica? Seguramente hay miles y miles de personas que han escrito
diarios durante la guerra, y yo misma tengo una maleta repleta de papeles".
Al parecer, me equivocaba.
--¿Era usted la misma persona cuando comenzó a escribir
estos diarios, antes de la guerra, y cuando los retomó tras su
finalización?
--Por supuesto que no, muchas cosas habían cambiado. Antes
de la guerra, yo era una chica inocente, superficial, frívola en
más de un sentido. Tenía una existencia feliz y despreocupada.
Creía que el mundo debía girar en torno mío y mis
únicos objetivos eran divertirme y terminar el bachillerato. Cuando
terminó la guerra, me sorprendí del grado de frivolidad
y superficialidad que me caracterizaba poco tiempo antes. Me había
vuelto más consciente de lo que ocurría, y había
conocido el dolor.
--¿Sintió entonces nostalgia por aquella chica que había
sido y a la que le habían robado la inocencia?
--Sentí una mezcla de nostalgia, bronca y estupor. Incluso
algo de vergüenza. Cuando preparaba este libro, que editó
una de mis hijas, hablaba de aquella niña en tercera persona, como
si no se tratara de mí: me asombraba mi antigua superficialidad,
me asombraba haber aprendido tanto a partir de lo que me ocurrió,
al punto de que no caía en la cuenta de que aquella chiquilla y
yo éramos la misma persona. Después, cuando me di cuenta
de ello, me puse muy mal, y supe, por primera vez en mi vida, que dentro
mío, todavía estaba esa chiquita, llorando desconsoladamente,
desde hacía muchos años. Fue desolador.
--Sus palabras no reflejan odio...
--No quiero sentir odio.
--Es difícil de creer que no sienta odio por quienes asesinaron
a su familia, a sus amigos... Era su padre el que le decía que
el odio sólo generaba más odio, ¿no es así?
--Sí, y créeme que yo pude desterrar de mi vida ese
sentimiento gracias a él, que una vez me dijo "es importante
que recuerdes, pase lo que pase, que si sientes odio, generarás
odio a tu alrededor". Por los nazis, ahora, siento pena. Y reconozco
que en mí hay una inmensa tristeza, que nunca me abandonará.
Pero siento que ni siquiera merecen que los odie.
--¿Cómo superó el miedo y el dolor? ¿La escritura
la ayudó a sobrevivir?
--Claro que sí. Mis diarios fueron para mí la posibilidad
de la liberación interior. En ellos escribí todo lo que
no podía decir a viva voz, todo lo que me ocurría internamente
y no tenía a quién contarle, en los años de la guerra,
y también después. Entre 1939 y 1945 me vi obligada a esconderlos
en una pequeña valija, porque sabía que, si alguien los
hallaba, mi vida corría serio peligro. Sin embargo, también
en ese tiempo me hubiera dedicado a escribir, de haber podido.
--También les escribía cartas a sus padres en esos años,
mientras vivía con una falsa identidad en casa de su familia adoptiva...
--Sí, les escribía hasta que me enteré de que
mis cartas eran destruidas, de que jamás les habían llegado,
como jamás me habían llegado a mí las de ellos, que
también, por precaución, habían sido destruidas por
nuestros intermediarios. Y sin embargo no me detuve, seguí escribiéndoles,
como seguí escribiéndole cartas a mi padre después
de enterarme de que había muerto: era una manera de seguir conectada
con él. Era consciente de que esa comunicación escrita tenía
mucho que ver con que no me hubiera vuelto loca y con que estuviera viva.
Podía hablarle a través de esas cartas, sentir que teníamos
algún tipo de contacto, espiritual.
--¿Alguna vez sintió, en cambio, la necesidad de dejar de
escribir para mantenerse centrada, de enfriar un poco todos esos sentimientos?
--No, eso no pasó en mi caso. Sí lo entiendo en casos
como los de aquellos que estuvieron en los campos, y vieron a la gente
morir. En ese caso, supongo que debes sobreponerte a esa experiencia antes
de profundizar en lo que piensas y recuerdas. Yo siempre tuve la necesidad
de escribir todo lo que vivía, veía, escuchaba y pensaba.
Tengo ocho diarios de los años de la guerra, y otros posteriores
a la guerra, que testimonian lo que ocurría después, en
mi vida, a mi alrededor.
--Al principio de la guerra, según cuenta en el libro, usted
y su familia no imaginaban cuáles serían los destinos de
los deportados. ¿En qué momento tomó usted verdadera
conciencia de la gravedad de la situación de los judíos
que eran trasladados, y de que jamás volvería a ver a su
familia?
--Ahora me di cuenta de que, aunque nosotros creíamos no saberlo,
desde el principio tuvimos la intuición de que algo horroroso pasaba.
Sólo que era muy difícil de creer. Es algo que ha pasado
en muchas partes del mundo: a veces es difícil creer que algunos
seres humanos sean capaces de ser tan crueles con otros seres humanos,
y eso es natural. Puedo comprenderlo. A nosotros mismos nos pasó.
Así que no podría dar una fecha precisa, debería
decir que en el fondo, siempre fui consciente de lo peor que podía
pasar, aunque no sabíamos en detalle qué era lo que ocurría
dentro de los campos, que los judíos eran asesinados en masa. Suponíamos
que era un infierno, pero también que, si uno tenía buena
salud y estaba dispuesto a trabajar duro, no había razones por
las que no iría a sobrevivir. A mí, por ejemplo, nunca se
me ocurrió que mi hermano Jules, que era un muchacho sano y fuerte,
iba a morir en un campo. Mi madre, que sí temía por su salud,
tampoco se planteó la posibilidad de que su hijo no saliera.
--¿Pero a partir de qué año adoptaron medidas concretas,
como pasar a vivir en la clandestinidad?
--En 1942 nos dimos cuenta de que, si no nos poníamos manos
a la obra no íbamos a salvarnos. Ese mismo año se ocultaron
también los Frank. Antes, pese a que intuíamos lo peor,
también teníamos la tendencia a creer lo que nos decían
los alemanes, que engañaban descaradamente al pueblo, y nos daban
a entender que lo peor no ocurriría nunca.
--Su madre adoptiva le ordenó, durante la guerra, que mirara a
los nazis a los ojos, sin mostrar miedo. ¿Le resultó difícil
cumplirlo?
--Seguro. Pero me atrevería a decir que sobreviví gracias
a ese consejo, aunque en su momento, mi madre adoptiva, y sus órdenes,
me daban más miedo que los propios nazis. En aquel tiempo yo salía
a la calle, aterrada, era sólo una muchachita asustada, pero si
me cruzaba con uno de ellos, alzaba el mentón, abría los
ojos y lo miraba fijamente con seguridad. Ningún soldado alemán
imaginó que detrás de esa mirada desafiante podría
esconderse una judía. Finalmente, mi madre adoptiva tenía
razón, y su consejo me salvó la vida: había que deshacerse
del miedo, porque en ningún caso podía ayudarte.
--Tuvo oportunidad de despedirse de su padre, antes de que muriera y mientras
usted vivía bajo una falsa identidad...
--Sí, fue antes de que terminara la guerra: fui a verlo al
hospital como Nettie, la supuesta novia de su hijo Guus, que vivía
en ese momento en Estados Unidos. Fue muy triste, porque yo intuía
que no volvería a verlo más --su cáncer estaba muy
avanzado--, y ni siquiera podía decirle lo que sentía. Hablábamos
casi como si no nos conociéramos, con excepción de unos
segundos en los que me dijo cuánto me quería. Era un hombre
muy sabio y muy cariñoso. Una vez, refiriéndose al maltrato
que los judíos recibíamos por parte de los nazis, me dijo:
"Es extraño lo mucho que uno puede llegar a soportar si le
administran la desgracia en pequeñas dosis. Es como el veneno:
si te lo tomas poco a poco, y vas aumentando la cantidad gota a gota,
al final acabas por habituarte a él."
--Desde afuera da la impresión de que si usted fue capaz de sobrevivir
a esa realidad tan cruel, con trece, catorce o quince años, debe
ser capaz de sobrevivir a cualquier cosa...
--Muchas veces lo pienso así, y eso me da cierta seguridad.
Me hace acordar a un cuento infantil estadounidense, cuyo protagonista
es un pequeño tren, que cree que nunca será capaz de subir
una montaña. El cuento se llama "El pequeño tren que
podía" ("The little train that could"). Despacito,
y con tenacidad, la sube y después de la primera escala otra, y
después otra. Creo que mi historia es parecida a la de ese trencito:
he superado uno a uno todos los obstáculos, con esfuerzo y convicción.
Yo les digo a mis hijas: si te repites para tus adentros, "yo puedo,
yo puedo", y te lo propones seriamente, sencillamente, podrás.
--¿Alguna vez sintió que nadie comprendería su dolor?
--No, jamás sentí eso. Sé que en el mundo hay
gente cruel, pero también que hay mucha gente buena, gente que
me comprendería. Sé también que hay gente que quiere
mirar para adelante, que se aburre de oír siempre historias del
pasado, incluso los judíos, que tenían que reconstruir sus
vidas. Eso explica que durante muchos años, muchos se resistían
a hablar de estos temas. Recién en los 70 se empezó a hablar
abiertamente de lo que había significado el Holocausto. Fue la
generación de nuestros hijos, la que nos obligó a hablar
de algo que los mayores manteníamos más bien oculto, casi
como un tema tabú.
--¿Cómo les transmitió su historia a sus tres hijas
y a sus cinco nietos?
--Siempre les conté toda la verdad, pero intenté quitarle
la carga que tenían para mí las cosas más tristes.
Les contaba la guerra como una gran aventura, y en ese relato les colaba
toda la verdad.
--¿Cuáles fueron las principales ideas que le interesaba
transmitirles?
--Básicamente, la idea de que a mí me salvó la
vida la bondad de alguna gente, personas que arriesgaron sus vidas por
mí. La idea de que la bondad tiene el poder de salvar vidas, y
en ese sentido, de salvar al mundo.
--Después de haber escrito este libro, ¿le quedan más
cosas por decir?
--No lo sé. Sé que en este libro está todo lo
que me pasó entre 1939 y 1945. Lo que soy y lo que pienso está
aquí desarrollado. Aunque sé que en cierto sentido, podrán
decir que es una historia anecdótica, una historia particular.
Una mota de polvo en el desierto.
--Posiblemente, ésa sea la única manera de abarcar la inmensidad
del mal que desplegaron los nazis durante la Segunda Guerra... a través
de las historias particulares.
--Sí, es probable. Pero soy consciente de que, por haber sido
una de las personas directamente afectadas por el nazismo, no tengo la
verdad. Lo mío, en todo caso, es una modesta contribución
a la verdad.
--¿Cree que la humanidad tomó verdadera conciencia de lo
que fue el Holocausto?
--No lo sé, no puedo hablar en nombre de la humanidad. Creo
que cada vez se sabe con mayor profundidad lo que ocurrió, aunque
haya voces negando la verdad, como la del historiador John Irving.
--¿Qué siente cuando lee en los diarios que el neonazismo
avanza en algunos países, como en Austria, donde existe un personaje
como el político Haider?
--Me siento desorientada, e indignada a la vez. Deberíamos
estar más alerta frente a lo que significa la ideología
de este tipo de gente. Me alegra que los otros países europeos
le hayan puesto límites al avance de Haider. Posiblemente Hitler
no hubiera llegado adonde llegó si lo hubieran parado a tiempo.
Millones de personas que fueron asesinadas hubieran completado sus vidas.
Uno espera que el mundo haya aprendido...
--Para el final, un pedido: una reflexión sobre lo que para usted
significa la memoria.
--La memoria es la verdad. No es lo que uno opina sobre lo que pasó,
sino el recuerdo de lo que en realidad pasó. Yo intenté
rescatar, para el libro, los hechos de la guerra con absoluta sinceridad,
y no intentar mostrar una vida interesante. Es un ejercicio que también
implica la autocrítica, y que todos deberíamos hacer: nuestra
realidad sin duda sería otra. En el pasado están todas las
respuestas.
POR QUE EDITH VELMANS
Un rompecabezas
roto
Por Verónica
Abdala
Cuando
se conoce la historia de Edith Velmans (holandesa, psicóloga,
residente en Estados
Unidos) resulta casi imposible no comparar su caso con el de Ana
Frank, la autora del famoso diario. Las dos nacieron en Holanda
en la década del 30, en el seno de familias judías,
las dos se vieron directamente afectadas por la persecución
nazi y escribieron sendos diarios, en los que relataron las espantosas
experiencias en las que las sumió la guerra. La principal
diferencia, por supuesto, está en el hecho de que Ana murió
y Edith sobrevivió. Como se relata en su Diario, Frank
estuvo dos años encerrada en el altillo de una casa de
Amsterdam, hasta ser capturada junto a su familia y ser enviada
a su muerte, en un campo de concentración. Edith logró
escapar de las garras de los nazis con una identidad falsa --se
hacía llamar Nettie Schierboom-- y haciéndose pasar
por la hija de una familia atea, que la adoptó en 1942.
La madre de Velmans, Hilde van Hessen, la abuela y uno de sus
hermanos, llamado Jules, murieron en un campo de concentración
holandés. Su padre, David van Hessen, murió de tristeza
("ya no tenía motivos para seguir viviendo")
tras enterarse de la muerte de su hijo y de su esposa, a causa
de un cáncer. El Holocausto, que dejó un saldo total
de 10.860.000 muertos de los cuales más de la mitad eran
judíos, según el Centro Simón Wiesenthal,
se había llevado también a muchos de sus amigos.
Sólo en Holanda, fueron asesinados 100.000 judíos.
"Mi vida era como un inmenso rompecabezas roto en pedazos,
que había que reconstruir", contó a Página/12
la autora de 74 años, de paso por Buenos Aires. Y aseguró
que "no hubiera podido asumir tamaño desafío
si no liberaba mis sentimientos a través de la escritura".
Velmans tenía la costumbre de relatar sus experiencias
en un diario íntimo, antes del comienzo de la guerra, cuando
contaba 13 años. Pero ese ejercicio se volvió fundamental,
y modificó sus características, cuando se propuso
enfrentar lo que le había tocado vivir, a partir de 1945.
En total completó ocho diarios, que acaban de publicarse,
junto a una serie de cartas a su familia, y otros relatos, en
El diario de Edith (editorial Mondadori-Grijalbo), un testimonio
estremecedor de los años del nazismo. La autora se decidió
a editar y publicar sus escritos --que ya fueron traducidos a
diez idiomas-- hace unos años, motivada por la necesidad
de transmitirles su historia a sus cinco nietos, hijos de sus
tres hijas.
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