Por Luciano Monteagudo
Belgrado, noviembre de 1995. El acuerdo de Paz de Dayton, que está por poner fin a la guerra en Bosnia, se anuncia como inminente en todas las radios, pero la capital de Serbia parece a punto de estallar. La noche está cargada y la tensión se presiente desde los primeros momentos de Como barril de pólvora, cuando la película se sube a un taxi y comienza a recorrer el mapa humano de una sociedad atravesada por conflictos atávicos, que parecen provenir de los abismos de su historia.
Orquestada a la manera de un film sinfónico-coral, con múltiples relatos entrecruzados entre sí y diferentes tonos y matices para cada una de estas historias, la película de realizador serbio Goran Paskaljevic (el mismo de La otra América) se propone trazar la fatal parábola del conflicto de los Balcanes, una curva de violencia que sólo culmina cuando el círculo finalmente se cierra con más y peor violencia, que ya no se sabe ni dónde ni cómo comenzó. Esta fuerte tendencia alegórica de la película tiene su origen en una obra teatral del dramaturgo Macedonio Dejan Dukovski, que le sirvió a Paskaljevic para expresar simbólicamente la tragedia de su país sin renegar por ello de sus raíces realistas. Allí donde Emir Kusturica, en Underground, elegía hacer volar la imaginación y sumergirse en un infierno féerico, Paskaljevic prefiere en cambio mantener siempre los pies bien anclados en la tierra y apelar al humor negro, aun en las situaciones más extremas.
De hecho, Como barril de pólvora es un continuum de hechos límite, disparados apenas por cualquier altercado cotidiano. Un pequeño auto choca a otro, sin mayores consecuencias, y eso basta para desatar una cacería feroz de uno de los conductores. Un taxista encuentra por la calle a un ex oficial de policía y ambos recuerdan las brutales agresiones que se infligieron el uno y el otro y de cuyas heridas no se recuperarán jamás. Dos amigos de toda la vida deciden confesarse sus mutuas y reiteradas traiciones, hasta que terminan bañados en sangre. Un refugiado bosnio, dedicado al contrabando, es confundido por una turba enardecida con un ladrón de autos y perseguido y acorralado como un perro rabioso. El denominador común siempre es la venganza, una venganza ciega, absurda, inútil. La pregunta constante es por la culpa, que siempre parece tenerla el otro.
Hay dos episodios, sin embargo, que escapan un poco del modelo y que están entre lo mejor de esta película crispada, ciertamente intensa, pero despareja, que nunca alcanza a liberarse de su excesivo peso simbólico. Un autobús está detenido durante una eternidad, esperando que su conductor se decida a hacer su trabajo, y los sufridos pasajeros no hacen sino esperar, con una pasividad y un letargo �producto de décadas de autoritarismo� del que sólo los sacará un psicótico que se apodera del vehículo. Otro: un emigrante (Mini Manojlovic, un rostro habitual en el cine de Kusturica) regresa a Belgrado para reconquistar a su ex esposa, urde una espectacular trampa romántica, pero resulta víctima de su propia soberbia. Algo similar, por momentos, parece sucederle a Como barril de pólvora, como si la metáfora de Paskaljevic pudiera llegar a sucumbir bajo el peso de su propia ambición.
Un viaje hacia la nada,
en una película menor
�Una noche con Sabrina Love�, de Alejandro Agresti, con Cecilia
Roth, resultó una decepción: se nota que es un film por encargo, el guión apenas se
sostiene y de osado tiene poquito, y nada.
Charly García, en un cameo acuático con Sabrina Love (Cecilia Roth) y amigas. |
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Por Horacio Bernades
Sencilla y lineal, Una noche con Sabrina Love, premiada novela de Pedro Mairal, era casi un guión en sí misma. El autor narraba el viaje de Daniel Montero, adolescente y virgen, desde Curuguazú, Entre Ríos, hasta un hotel porteño, donde lo esperaba la actriz porno de sus desvelos. Típica novela de iniciación, el hilo del viaje funcionaba como metáfora de un aprendizaje que no se agotaba en lo sexual. Había allí una doble confrontación, con el mundo de los adultos y con la urbe, y esa confrontación le daba un espesor al trayecto del protagonista. Como ocurre en la novela, la versión cinematográfica a cargo de Alejandro Agresti (en su primer trabajo por encargo, para el poderoso grupo local Patagonik Films) aparece claramente dividida en dos partes: una primera en el pequeño, típico pueblito de provincia, donde se supone que �no pasa nada�, y la otra en Buenos Aires, en compañía de la porno star, donde deberían pasar cosas.
Hay un primer problema en Una noche con Sabrina Love, y es de fondo. La película jamás llega a transmitir lo que sí quedaba claro en la novela: qué es lo que motiva tan fuertemente al protagonista para emprender un viaje lleno de obstáculos y desafíos. A Mairal le alcanzan un par de capítulos para pintar la falta de horizontes de Curuguazú, y el escenario que los reemplaza, el de la televisión. Agresti parece dar por sentada la fascinación del adolescente por la lejana diva, sin preocuparse por darle argumentos. En la expresión ingenua y soñadora del debutante Tomás Fonzi (que está excelente y es sin duda el mayor hallazgo de la película), en sus balbuceos de adolescente trabucado, resulta imposible adivinar el deseo que debería llevarlo, como un tren, hasta Sabrina. Una cosa es que el protagonista esté desorientado. Otra, bien distinta, que lo esté el relato. Armada como al descuido, Una noche con Sabrina Love acumula, entre largas escenas donde los personajes flotan como islas a la deriva, una buena serie de puntos ciegos, de preguntas sin respuesta.
Demasiado envarada, Cecilia Roth no parece cómoda haciendo de estrella porno. Su personaje, escrito como al paso, no ayuda. Como si ambas cosas debieran ir necesariamente juntas, Sabrina es actriz porno, sí, pero también prostituta. Y conductora de un talk show, donde Charly García desafina entre pompas de jabón. Luciendo más como star de renombre internacional que como actriz porno, Sabrina mantiene una relación indefinida con su productor (Giancarlo Giannini), parece no tener dónde dormir (lo hace en el estudio donde graba) y dice �saber mucho de poesía�. Pero a la primera referencia literaria, se pierde. Encima, le hacen decir cada cosa... �Las mujeres somos el adorno de la vida�, le lanza, sin parpadear, a su interlocutor, en la que debe ser la afirmación más retrógrada que se haya oído en años en el cine argentino, incluyendo Papá es un ídolo. Si se le suman los consejos machistas que un extraño �tambero-arrabalero� (Mario Paolucci, que repite el papel de Buenos Aires Viceversa) le da al pibe sin que éste se los pida, se arma un estofado ciertamente indigesto.
En tren de enumerar inconsistencias, no pueden dejar de mencionarse, por su relevancia, dos personajes. Uno es el de la movilera (Julieta Cardinali) con la que Daniel inicia, de la nada, una relación que no lleva a ninguna parte, feliz poseedora de un loft al que lo único que le falta es un teléfono blanco. El otro es el hermano del protagonista (Fabián Vena), que pasó tres años sin enterarse de la muerte de sus padres, asegura estar muy traumatizado por su condición de gay y vive con una fotógrafa mucho mayor que él (Norma Aleandro). No se entiende si uno y otra son locador y locatario, amigos, amantes o se prestan favores. La enumeración podría continuarse al infinito. Con rubros técnicos cubiertos por experimentados profesionales europeos, Una noche... está muy bien fotografiada, montada y musicalizada. Queda claro que nada de eso garantiza coherencia.
�BWANA�, DEL DIRECTOR VASCO IMANOL URIBE
Un caótico talk show filmado
Por H.B.
Filmada hace cuatro años, estrenada ahora vaya a saber por qué, Bwana lleva al extremo el karma que suele arruinarle las películas al vasco Imanol Uribe: la hibridez, rasgo ya evidente en La muerte de Mikel (1984) y Los días contados (1994, estrenada también con atraso). En la primera y como quien habla de todo al mismo tiempo, Uribe intentaba unir el tema de la ETA con la homosexualidad reprimida de su protagonista, encarnado por Imanol Arias. En la segunda reaparecía el terrorismo vasco, mezclado ahora con el de la ópera Carmen, en versión para voyeurs. Aquí, otra vez la apelación a un tema de talk show (�El racismo en la sociedad española de fines de siglo�) interrumpe y malogra catastróficamente lo que hasta entonces era una ácida comedia de costumbres.
El principal blanco de esa comedia es una arquetípica (o estereotípica, según como se mire) familia de clase media española. Papá (Andrés Pajares, con una cara que le hace juego con el apellido), mamá (María Barranco), la nena y el nene se van a pasar un día de playa en el taxi de papá. Pero el weekend se arruinará ante la aparición de sus peores fantasmas de clase media: unos patoteros de provincia, unos fisicoculturistas poco amigables y, finalmente, lo peor: dos negros africanos, se supone que inmigrantes ilegales. �Yo no ladron�, �yo nunca drink� dice el bruto de papá, suponiendo que habla inglés, a los fisicoculturistas arios. �Viva España�, es lo único que sabe decir el africano Ombasi en castellano, y ellos se piensan que se quiere comer a la nena. �Viste cómo son estos negros�, comenta María Barranco, siempre desaprovechada después de su debut en Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Si la confrontación de la España más cuadrada con lo desconocido es divertida, todo se va al tacho cuando aparecen unos skinheads queriendo castrar al negro y apalear a un pobre disminuido. Se va al tacho en sentido dramático, porque no hay nada que se lleve peor con el humor y la sátira que la denuncia, la corrección política y el compromiso. La fotografía sí es espléndida, quedando plenamente justificada la Concha de Plata que el jurado de San Sebastián le otorgó en 1996 al iluminador Javier Aguirresarobe. Que ya había hecho maravillas en esa obra maestra secreta que es El sol del membrillo, y volvería a hacerlas en La niña de tus ojos. Lo que no puede justificarse de ninguna manera es la de Oro, concedida a una película cuyo único mérito es el de haber sido, en ese festival vasco, el caballo del comisario.
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