Después
de veinticuatro meses continuados de recesión económica,
los últimos seis bajo la administración De la Rúa,
la huelga general de ayer, la primera convocada al unísono
por las tres centrales sindicales, logró el acatamiento masivo
en todo el país. La adhesión multitudinaria, anticipada
por el mitin en Plaza de Mayo, analizada en detalle puede reconocer
motivaciones diferentes, desde los temores oportunistas, pasando
por la ausencia de transportes seguros, hasta la bronca y la decepción,
pero el recuento al menudeo no puede opacar el sentido principal
de la protesta. Fue una inequívoca señal de advertencia
para el gobierno de la Alianza desde una sociedad indispuesta con
las políticas públicas, sobre todo con la económica,
que agravan la injusticia con la que pretenden enjuagar las dificultades
nacionales.
La mayoría popular, desde los desempleados hasta anchas franjas
de las clases medias, no quiere resignarse a una decadencia sin
final a la vista. Ninguna persona sensata esperaba que la Alianza
realizaría sus promesas electorales en totalidad ni en el
corto plazo, pero tampoco que sería la continuidad del rumbo,
con idénticos beneficiarios, que ya había sido condenado
en las urnas del 24 de octubre. Antes aún, con la formación
de la Alianza, que fue la consecuencia de esa voluntad social que
buscaba un instrumento apto para reformar la distribución
de esfuerzos y riquezas en favor del bien común. Si la misión
era imposible, ninguno de los depositarios de la confianza mayoritaria
desanimó la expectativa y más bien la alentó
con gestos y palabras entusiastas, hasta que pasaron las elecciones.
El Contrato con la sociedad que anunciaron De la Rúa
y Chacho Alvarez, antes del comicio, no incluía el déficit
fiscal como condición previa para realizarlo. Fallaron en
el diagnóstico, así sea porque el menemismo los engañó
con los montos de la herencia que les transfería, y erraron
el método para salir del atolladero imprevisto. En lugar
del diálogo abierto y plural para buscar soluciones a la
emergencia, se encerraron en el círculo estrecho de la lógica
dominante durante la década anterior. Al adoptarla como propia,
cargaron en sus mochilas toda la herencia sin beneficio de inventario
y con los costos que suponía. Por eso, el desgaste de la
administración flamante fue tan rápido, dado que incluía
el malhumor implícito en el legado, razón por la cual
Menem no había podido alcanzar el sueño del tercer
mandato. La foto en la Casa Rosada con los representantes de empresas
y sindicatos que fueron socios y cómplices del menemismo
era la imagen de la continuidad y, a la vez, un desafío a
la disconformidad popular.
Las protestas sucesivas, desde los focos de piqueteros hasta la
huelga general de ayer, no hicieron otra cosa que reafirmar, por
otras vías, el mismo mandato de rectificación que
se expresó en las urnas de octubre. La vuelta al pasado del
gobierno es la que habilitó al mismo tiempo los canales tradicionales
de resistencia, incluidos algunos con reconocido desprestigio, y
otras modalidades más anárquicas. La reubicación
de la CGT de los gordos entre los descontentos, el protagonismo
de Hugo Moyano y el desmesurado espacio otorgado a la Iglesia son
el resultado de la acción gubernamental antes que de una
opción consciente y voluntaria de la mayoría que apoyó
a la Alianza en las urnas y que se plegó ayer a la medida
de fuerza. Si el Gobierno percibe la protesta a través de
la foto del palco en el mitin de Plaza de Mayo, en lugar de mirar
y oír la calle, volverá a equivocar el diagnóstico,
confundiendo a la demanda popular con las intrigas oportunistas,
las disputas por la identidad peronista y las ocasionales celebridades.
Ningún trabajador permitiría que le descuenten cien
o ciento veinte pesos del salario de este mes sólo por seguirle
el tren a dirigentes de los que desconfía. Una lectura equivocada
de laprotesta llevaría al Gobierno a cometer el mismo error
que les reprochan a los que creen que la Alianza es el menemismo
con mejores modales o que la voz de Fernando de Santibañes,
un fundamentalista de la sociedad de mercado, es la única
que cuenta en la coalición gobernante.
Está en la voluntad política de la Alianza la posibilidad
de recuperar el terreno perdido en la consideración popular.
Hasta hoy la grieta no es irreparable ni está condenada a
cien años de soledad. Los voceros oficiales suelen quejarse
porque no existe un programa alternativo que sustente la vocinglería
opositora. Existe: es el programa que presentó la Alianza
para postularse a la presidencia. En el citado Contrato con
la sociedad, el ítem 2 (Igualdad de oportunidades)
formulaba el siguiente compromiso: Hacer cumplir la Constitución
y las leyes a todos, sin excepciones ni privilegios. Combatiremos
toda forma de discriminación personal, social y regional.
Forzaremos a los super-evasores a pagar sus impuestos y cuidaremos
que la riqueza, en lugar de concentrarse en un grupo de privilegiados,
llegue a toda la sociedad. El mismo Contrato incluía
pleno empleo, la mejor educación, la salud como un
derecho, un Estado sin corrupción y una comunidad sin miedos.
Ahí está: ésas son las bases del programa de
alternativa.
Lo que hay que encontrar es la mejor manera, con lealtad y
eficacia como se prometió, para hacerlo realidad. Es
un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de expertos economistas
o de grupos aislados, porque su cumplimiento requiere de una potente
energía social. La legitimidad del gobierno elegido por el
voto no se debilitará por abrirse a las opiniones plurales,
y no sólo a los que lo apoyan por convicción o por
conveniencia, en busca de un nuevo acuerdo social. Tampoco necesita
hacer alardes de fuerza, porque el argumento de su debilidad la
derecha lo usa para pedirle otras pruebas de amor, con más
ajustes sin sensibilidad social. El vigor de la democracia radica
en la capacidad de integrar a la sociedad en una causa común
antes que en una relación armónica con el establishment.
La mayoría social expuso su advertencia más firme
y ahora espera respuestas positivas en lugar de tercas persistencias.
El Gobierno anunció su voluntad al diálogo. Moyano
negó cualquier euforia por la contundencia de la huelga,
porque no la queríamos, otro modo de abrir las
puertas. La Pastoral Social está convocando a una mesa redonda
abierta a la sociedad para el próximo fin de semana. Cuando
alguien acepta el diálogo implica, en el punto de partida,
que acepta la chance de rectificarse. El desaparecido ensayista
Pancho Aricó, estudioso marxista de la realidad latinoamericana,
aludió a situaciones similares con reflexiones que aún
son pertinentes. Una de las preguntas centrales de la etapa
que va a cubrirse: si es de verdad posible la república verdadera,
la que debe ser capaz de ofrecer a la vez libertad e igualdad, y
ponerlas en la base de una fórmula política eficaz
y duradera, escribió en Hipótesis de Justo.
Esto es cuando la disposición es verdadera; si no, se produce
el conocido diálogo de sordos.
Hay una cierta tendencia en la actualidad, tanto en el Gobierno
como entre los que lo critican, a pensar en caminos únicos
y en obstáculos insuperables. Habrá que recordar la
historia para vencer esos prejuicios. Hace ciento diez años,
Argentina estaba sumida en la desesperanza. Juan B. Justo la describía
en la última década del siglo XIX como un país
dividido entre un país político decadente (la
política es la alternativa del pillaje y la plutocracia)
y un país económico enredado en la crisis de la
Bolsa, la especulación y el capitalismo improductivo.
Parecía irreparable, pero luego llegaron nuevos esplendores,
incluso el derecho popular al voto. Quizás haya llegado el
momento de remontar la larga cuesta de dos años de decadencia
recuperando al pueblo como sujeto central del progreso. Un informe
de coyuntura del IDEP/CTA (Ajuste o Democracia), fechado
en abril último, apunta con sensatez: La ausencia de
un proceso serio de democratización redunda en la progresiva
subordinación de la experiencia gubernamental a la coalición
dominante vigente. Esa sujeción, sostiene el análisis,
deriva de una caracterización equivocada del denominado
poder económico [que] le asigna al mismo un poder absoluto,
homogéneo e indeterminable que obliga a la subordinación.
Es incorrecta porque al pretender una relación armónica
pasa por alto la vigencia expresa de nuevas contradicciones. En
consecuencia, se priva de tratar de explotarlas en función
de una nueva estrategia política y, a su vez, termina presionado
por aquellas líneas de política general en las que
el bloque dominante coincide y que son, casualmente, las más
regresivas (reforma laboral, ajuste fiscal, reducción salarial).
Es limitada porque al prescindir de una caracterización adecuada
no establece cuáles son los conflictos que en las presentes
condiciones es necesario (y posible) plantear con el bloque dominante
para avanzar en una estrategia de democratización. Se inhibe
así de buscar el respaldo de la sociedad para regular el
comportamiento de la cúpula empresarial y de articular este
objetivo con los organismos financieros internacionales en aspectos
que son de interés para éstos (como la necesidad de
una reforma impositiva de carácter progresivo o la imperiosa
urgencia de limitar la salida de excedente al exterior). Se inhibe
también de buscar el respaldo de la sociedad para discutir
con los organismos internacionales nuevos criterios en materia de
apertura, perfil productivo y demanda interna, articulando este
objetivo con sectores de la cúpula empresarial que reclaman
protecciones que podrían otorgarse, contra objetivos expresos
en materia de empleo y producción.
No son enunciados abstractos sino posibles líneas de acción
concreta. La Iglesia Católica, en la que el Gobierno deposita
tantas expectativas, está empeñada en el mundo entero
en abrir algunos de esos diálogos con vistas a establecer
nuevas reglas de juego entre el desarrollo y las finanzas. En Buenos
Aires, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, Estanislao
Karlic, ofreció una muestra de esas gestiones entrevistando
el martes pasado a los conocidos auditores del Fondo Monetario Internacional
(FMI) para pedirles un alivio del peso de la deuda externa
que, en este momento, exige a la Argentina el pago de 25 millones
de dólares diarios en concepto de intereses. Les pidió,
además, que propicien inversiones que brinden oportunidades
de trabajo y [haciéndose eco de una solicitud gubernamental]
la eliminación de subsidios a los productos primarios por
parte de las naciones más desarrolladas. Recordó
palabras de Juan Pablo II: No se puede aceptar resignadamente
una globalización que se funde únicamente en criterios
económicos, ni aceptar la fatalidad de mecanismos ciegos.
Aunque la información oficial de ese encuentro no lo dice,
la misma Iglesia propicia la formación de un Tribunal Internacional
para la Deuda Externa.
En dirección parecida, los líderes políticos
que se reunieron en Berlín, con la presencia del presidente
argentino, debatieron acerca de la necesidad de reponer el papel
de la política en la globalización, controlada hasta
ahora por el capitalismo financiero, para llegar a nuevas normas
en el mundo que pongan límites a la depredación especulativa
sin ley ni orden. Estos datos indican que desde la opción
por los pobres o desde el interés de los países
más ricos, hay una creciente tendencia a encontrar caminos
nuevos para reemplazar a las agotadas teorías del neoliberalismo,
ese pensamiento que todavía en Argentina hay quienes insisten
en considerarlo único, absoluto, homogéneo e insustituible.
Sería bueno que los dogmáticos, nativos o forasteros,
de vez en cuando salgan a la calle aunque sea para ver si llueve.
Quizá descubran que la historia no terminó y que el
mundo sigue girando.
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