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TITO COSSA CUENTA PORQUE REESTRENA “DE PIES Y MANOS”, UNA OBRA DE 1984
“Soy de los que aún guardan esperanzas”

�La escribí cuando el cadáver de la dictadura aún estaba caliente�, dice el dramaturgo. A pesar de eso, subraya, el texto tiene una evidente actualidad, porque constituye una reflexión sobre el autoritarismo.

Por Hilda Cabrera
t.gif (862 bytes)  Al dramaturgo Roberto “Tito” Cossa le gusta mechar en entrevistas y charlas un dicho: “Antes de tirar a un viejo por la ventana, revísenle los bolsillos”. Sostiene que en ellos siempre se encuentra algo interesante. “Hace poco estuve en el Conservatorio Nacional cotejando ideas”, cuenta. “Les dije esto a los estudiantes y se rieron. Me gusta charlar con ellos, cuestionarlos y decir lo que pienso sin someterme.” En esas ocasiones, los jóvenes suelen manifestar curiosidad por los inicios de los mayores y por el desarrollo de la actividad teatral en otros tiempos, incluidos aquellos años que nos hacen tomar conciencia de que “siempre se puede estar peor”, como escribió el mismo Cossa refiriéndose al golpe militar del ‘76 en un artículo en homenaje al dramaturgo Carlos Somigliana. Justamente es en la sala del Teatro del Pueblo bautizada con el nombre de este autor donde, hoy y mañana, se realizarán las funciones de preestreno de una pieza que Cossa escribió en 1984, De pies y manos, vista ese mismo año en el Teatro Cervantes con dirección de Omar Grasso.
“En el elenco estaba Alfredo Alcón, lo que uno no puede olvidar fácilmente; también Carlos Carella, que hacía el personaje de Amigo. Fue algo muy fuerte”, recuerda el autor de La nona y Tute cabrero, entre otras muchas piezas y guiones. El nuevo montaje, ahora a cargo de Roberto Castro, con escenografía de Graciela Galán, tiene según Cossa otra temperatura. El actor Raúl Rizzo es aquí Miguel; Manuel Vicente protagoniza al Amigo; Ana María Casó es la Madre; Federico Olivera cubre el rol de Hernán y Verónica Piaggio interpreta a la Novia. Paralelamente, Cossa proyecta un nuevo trabajo basado en problemas afines a los jóvenes. “Ya empezamos, pero va para largo”. Aunque le gusta charlar con los estudiantes, no le interesa “hacer docencia”, aunque sí hacer públicas sus opiniones. “Cuando algo me da bronca, llamo a Página/12 y mando un artículo, como el último sobre la entrega del Premio Martín Fierro a Hadad.”
La realidad siempre le pegó fuerte –apunta–, y eso se advierte en sus obras. Alguna vez el teatro nacional fue “un formidable provocador de la literatura”, afirma al hablar de la década del 60 y del sector de la sociedad que acompañaba a toda clase de expresión artística. Sin ser nostálgico, advierte que éste es un punto en el cual se retrocedió, al igual que en la valoración del trabajo: “Siempre dijimos que el trabajador es quien produce riqueza, y que por lo tanto tiene derecho a vivir bien, pero ahora nos hemos olvidado de eso. El trabajo como fuerza social está depreciado. Y lo grave es que la sociedad lo admite.”
–Esto lleva al título de la obra, De pies y manos. ¿Acaso nada puede ser modificado?
–Admito que ésta es una obra amarga (aunque con cierto humor). La escribí en el ‘84, cuando todavía estaba caliente el cadáver de la dictadura. Osvaldo Bonet había sido llamado para ocupar la dirección del Teatro Cervantes y me pidió una obra. Quería además que la interpretara Alfredo Alcón. Y ahí empezó todo.
–Con el tema del autoritarismo todavía presente...
–Sí, pero no me propuse hablar de eso. Creo que fue saliendo solo. Para mí la obra está relacionada con la responsabilidad que sentíamos muchos ante todas las muertes que produjo la dictadura. Creo que, en el fondo, sentíamos culpa por haber sobrevivido.
–¿Es por eso que hay tantos olvidos y equívocos entre los personajes?
–Justamente ahí aparece el tema de la responsabilidad ante las desapariciones, y especialmente la de los intelectuales ante los jóvenes. La culpa está siempre presente, como lo estuvo en ese discurso, bastante confuso, que tiñó a los pensadores de los 60. Algunos saltaban de unaestrategia a otra en poco tiempo: una misma persona podía ser chinoísta, marxista y peronista.
–¿Su intención fue hacer un retrato social?
–No, nunca pretendí pintar a toda una sociedad, pero sí destacar, en el caso de esta obra, esos vaivenes característicos de algunos sectores de la izquierda. Movimientos bien intencionados en el fondo, porque implicaban estrategias de cambio. Entonces creíamos tener el viento a favor. Había quedado atrás el terror de la dictadura militar y la gente todavía conservaba la esperanza de un cambio humanístico, apoyado en el hombre. Eso está de alguna manera en De pies y manos. Se puede ver en la última adhesión de Miguel, puesta aquí en los movimientos de pacifistas y ecologistas. Esta actitud era todavía posible en 1984. Sin embargo, ésa era ya una estrategia perdida. El ejemplo está en la escena en que Miguel dice que hay que conformar un mundo de amor y el joven Hernán pregunta irónicamente con quiénes.
–¿A quién representa este “extraño”?
–Algunos han creído ver en él a un desaparecido, pero ésa no fue mi propuesta. En general, los personajes me surgen del subconsciente; yo sólo busco una metáfora. Prefiero que otro saque conclusiones.
–Algo complicado, porque aquí todos se contradicen, simulan que se equivocan, forman redes de complicidad...
–Y chantajean con los afectos. Además, conviven con individuos autoritarios y violentos, como sucede en esos sectores de nuestra sociedad ganados por el fascismo.
–¿A qué se debe “ese dejarse ganar por el fascismo”?
–A nuestra debilidad. Se nos envuelve fácilmente porque estamos confundidos y nos falta un proyecto de sociedad. De todas maneras, todavía hay gente que se moviliza. El caso Cabezas nos demostró que aún tenemos anticuerpos.
–¿Cómo reacciona el teatro ante esa debilidad?
–El teatro no deja de ser una mirada poética sobre la realidad. Por eso, en mi caso, no pretendo hablar en mis trabajos de toda una sociedad sino de sectores, de gente que, como el profesor Miguel de esta obra, vive abrumada por la culpa, y no sé si también por las cobardías. Eso era también motivo de debate en los años inmediatamente posteriores a la dictadura. Los sobrevivientes nos sentíamos culpables.
–¿Por qué?
–Porque no podíamos dejar de preguntarnos qué cosas habíamos dejado de hacer para impedir que avanzara el autoritarismo, y cómo había transcurrido entonces nuestra vida. Nunca sentí culpa de un modo racional, consciente, pero sí un gran dolor. Aquellos que emigraron reconocieron después a los que nos quedamos, a los que hicimos Teatro Abierto en 1981 y 1982, pero igual, entre nosotros habían pasado demasiadas cosas. Pienso que, en cierto sentido, sucedió algo semejante con los sobrevivientes de la Guerra de Malvinas: a nuestra sociedad le cuesta todavía hoy reconocer a los que se salvaron, y hasta se los maltrata por haber sobrevivido.
–¿Cómo se traduce en este momento esa “debilidad” social?
–En que seguimos confundidos y que, a diferencia de 1984, no tenemos casi esperanzas de cambio. Nos cuesta imaginar un futuro colectivo. Sólo podemos pensar en términos personales. En estos días se están produciendo grandes movilizaciones. Por un lado está bien, porque significa que no estamos muertos, pero, por otro, uno se pregunta por qué ahora y no antes, cuando había también motivos para hacerlo. Pertenezco a aquella gente que siempre guarda una esperanza de cambio. No hablo de una revolución sino del logro de una sociedad más justa. El problema es que hoy parece que no tenemos nada que nos una, salvo algunas pequeñas aventuras, como ésta del teatro, donde ponemos todo nuestro entusiasmo, aun sabiendo que, como sociedad, nos han derrotado.

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