Bichos
Por Eduardo Galeano |
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El caballo
Tarde tras tarde, Paulo Freire se colaba en el cine del barrio de Casa Forte, en Recife, y, sin pestañear, veía y volvía a ver las películas de Tom Mix. Las hazañas del cowboy de sombrero aludo, que rescataba a las damas indefensas de manos de los malvados, le resultaban bastante entretenidas, pero lo que a Paulo de veras le gustaba era el vuelo de su caballo. De tanto mirarlo y admirarlo, se hizo amigo; y el caballo de Tom Mix lo acompañó, desde entonces, toda la vida. Aquel caballo del color de la luz galopaba en su memoria y en sus sueños, sin cansarse nunca, mientras Paulo andaba por los caminos del mundo.
Paulo pasó años, añares, buscando esas películas de su infancia:
�¿Tom qué?
Nadie tenía la menor idea.
Hasta que por fin, a los setenta y cuatro años de su edad, encontró las películas en algún lugar de Nueva York. Y volvió a verlas. Fue algo de no creer: el caballo luminoso, su amigo de siempre, no se parecía nada, ni un poquito se parecía, al caballo de Tom Mix.
Paulo sufrió esta revelación a fines de 1995. Se sintió estafado. Cabizbajo, murmuraba:
�No tiene importancia.
Pero tenía.
En esas navidades, Nita, su mujer, le regaló una pelota. Paulo había recibido treinta y seis doctorados honoris causa de las universidades de muchos países, pero nunca en la vida nadie le había regalado una pelota de fútbol.
La pelota brillaba y volaba por los aires, casi tanto como el caballo perdido.
El león y la hiena
Los poetas y los artistas del pincel y del cincel aman desde siempre al león, que vibra en los himnos, flamea en las banderas y custodia castillos y ciudades, pero a nadie se le ha ocurrido nunca cantar a la hiena, ni inmortalizarla en la tela o el bronce. El león da nombre a santos y papas y emperadores y reyes y plebeyos, pero no hay noticia de que ninguna persona se haya llamado o se llame Hiena.
Según los estudiosos de la vida de los bichos, el león es un mamífero carnívoro de la familia de los félidos. El macho se dedica a rugir. Las hembras se ocupan de conseguir la comida, un menú de cebras o venados, mientras el macho espera. Cuando la comida llega, el macho se sirve primero. De lo que sobra, comen las hembras. Y al final, si algo queda todavía en el plato, comen los cachorros. Si no queda nada, se joden.
La hiena, mamífero carnívoro de la familia de los hiénidos, tiene otras costumbres. Es el caballero quien trae la comida, y él come último, después de que se han servido los niños y las damas.
Para elogiar, decimos: Es un león. Y para insultar: Es una hiena. ¿De que se ríe la hiena? ¿Se ríe de nosotros?
Adivinanzas
Piaban los niños y los pollitos alrededor de doña María de las Mercedes Marín, que cloqueaba mientras caminaba arrojando granos de maíz a sus muchas gallinas. En eso estaban, aquel día como todos los días, cuando unautomóvil emergió, resplandeciente, de una nube de polvo en el camino que venía de Santo Domingo.
Sin saludar, sin presentarse, un señor de traje y corbata y maletín preguntó a doña María de las Mercedes:
�Si yo le digo, exactamente, cuántas gallinas tiene, ¿usted me da una?
Ella no dijo nada.
El señor encendió su computadora Pentium III a 600 Mhz, activó el GSP, el sistema Yahoo de fotos satelitales y el contador de pixels y, enseguida informó:
�¿Usted tiene ciento treinta y dos gallinas �y atrapó una y la apretó entre los brazos.
Doña María de las Mercedes preguntó:
�Si yo le digo en qué trabaja usted, ¿me devuelve la gallina?
El señor sonrió:
�Por supuesto.
Pero la sonrisa se le borró de los labios cuando ella adivinó, sin la menor vacilación, que él era un experto de alguna organización internacional.
�¿Có-cómo lo supo? �tartamudeó, mientras dejaba la gallina en el suelo.
Y ella le explicó que era muy fácil. El había venido sin que nadie lo llamara, se había metido en su gallinero sin pedir permiso, le había dicho algo que ella ya sabía y había cobrado por eso.
La serpiente
Ardían las brasas; chorreaban los chorizos sus jugos prodigiosos; de las carnes doradas se desprendían aromas de perdición. Frente a su casona de piedra, en la sierra de Minas, monte adentro, don Venancio ofrecía un asado a sus amigos de la ciudad.
Ya estaban por empezar, cuando el hijo menor, muy chiquilín todavía, anunció:
�Hay una víbora en la casa.
Y alzando un palo, pidió:
�¿La mato yo?
Fue autorizado.
Después, don Venancio entró y comprobó: un trabajo bien hecho. En la cabeza, aplastada por los golpes, se adivinaba todavía el dibujo de la cruz amarilla. Era una crucera, de las más grandes. Dos metros, quizá tres.
Don Venancio felicitó al hijo, sirvió el asado y se sentó a comer. El banquete fue celebrado largamente, con varios bises y mucho vino.
Al final, don Venancio brindó por el matador, anunció que iba a darle el cuero de la serpiente, su trofeo, y los invitó a todos:
�Vengan a verla. Era enorme, la hija de puta.
Cuando entraron en la casa, la serpiente no estaba.
Don Venancio masculló la bronca, entre dientes, y dijo que hay que joderse, nomás:
�El compañero se la llevó para la cueva.
Y dijo que siempre es así. Sea serpiente o serpienta, macho o hembra, el muerto siempre tiene quien lo venga a buscar.
Todos volvieron a la mesa, al vino y la charla y los chistes. Todos volvieron, menos uno. A Pinio Ungerfeld le costó salir. Pinio se quedó en esa casa, un rato largo: mudo, sordo a la algarabía de sus amigos, ciego de nada que no fuera esa gran mancha de sangre negra sobre el suelo.
Los patos
¿Por qué los patos vuelan en V? El primero que levanta vuelo abre camino al segundo, que despeja el aire al tercero, y la energía del tercero alza al cuarto, que ayuda al quinto, y el impulso del quinto empuja al sexto, y así, prestándose fuerza en el vuelo compartido, van los muchos patos subiendo y navegando, juntos, en el alto cielo.
Cuando se cansa el pato que hace punta, baja a la cola de la bandada y deja su lugar a otro pato. Todos se van turnando, atrás y adelante, y ninguno se cree superpato por volar adelante, ni subpato por marchar atrás.
Y cuando algún pato, exhausto, se queda en el camino, dos patos se salen del grupo y lo acompañan y esperan, hasta que se recupera o cae.
Juan Díaz Bordenave no es patólogo, pero en su larga vida ha visto mucho vuelo. El sigue creyendo, contra toda evidencia, que los patos unidos jamás serán vencidos.
REP
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