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UNA RECORRIDA POR EL AMAZONAS A BORDO DEL BARCO DE GREENPEACE
Las voces de la selva

Página/12 subió al �Amazon Guardian�, el barco con el que Greenpeace recorre la Amazonia. Con ellos visitó algunas comunidades ancladas junto al río que enfrentan a las madereras que asuelan la zona. Y oyó contar cómo defienden la tierra, porque �amamos los ríos, los peces, los árboles, que es todo lo que tenemos�.


Por Cristian Alarcón 
Desde la Amazonia, a bordo del �Amazon Guardian�

t.gif (862 bytes) El río se extiende sobre el verde de la selva como una culebra marrón que no para de dividirse en unas hijas más flacas que le nacen en el vientre, o le llegan a él, como paridas por la selva. Ancho, tan ancho como para hacer que el barco de Greenpeace, el �Amazon Guardian�, parezca una lancha del Tigre cruzándolo con sus 57 metros de largo, el río se abre una y otra vez y llegan a él, de toda la Amazonia, más brazos de agua, algunos tan soberbios como él mismo. Es el caso del Tapajos, un río que se encuentra con el Amazonas muy cerca de Santarem, ese puerto entre Belen y Manaos que parece una ciudad portuguesa devastada, llena de mercachifles y buitres sobre los tejados. A seis horas de marcha contra la corriente, sobre su orilla izquierda, unos treinta niños de la aldea Suruacá no paran de subirse sobre los hombros de varios Cocodrilos Dundees de Greenpeace y de los maltrechos cronistas de este viaje, para tirarse de cabeza al lecho tibio del lugar en el que sobreviven y resisten, casi sin saberlo, al avance depredador de las madereras y las multinacionales. 
Llegar a esta parte de la Amazonia, como a los cientos de pequeños puntos poblados de las riberas, resulta una proeza para el ciudadano de la neurosis más pedestre. A Santarem, desde Buenos Aires se puede demorar el doble de tiempo que a un coqueto destino europeo: las combinaciones de aviones suelen incluir esperas tan largas como para terminar de leer la novela pendiente, los diarios de San Pablo, las revistas sobre el turismo ecológico de Belen, las increíbles tapas de la Caras garota y dormir incómodas siestas de aeropuerto. Pero desde que el avión sobrevuela Belen �.ese gran puerto que nació en 1907 con el auge de la producción del caucho�, al amanecer del martes, se comienza a tener dimensión de la Amazonia, y entonces ya no importan los tiempos muertos. Allí, el río ha quedado en una encrucijada chocando con las pretenciosas torres de cemento que se levantan en la ciudad capital del estado de Pará, el segundo de Brasil por su superficie de 1.250.000 km2 y el que contiene el 40 por ciento de las aguas interiores del país. En Pará viven más de 5 millones y medio de personas, casi la mitad en áreas rurales. Navegar y nadar es lo primero que aquí aprenden las crianzas, además de la pesca y los barrocos nombres de los árboles, los frutos y la gente. Por eso cuando se llega a Santarem, unos 800 km avanzando hacia el oeste, impresiona al borde de la ciudad una fila de cuadras y cuadras de embarcaciones de madera, como las que vimos en las películas del Missisipi, en cuyas cubiertas cuelgan como ropa secándose al viento las hamacas en que duermen los mocorongos �como se llaman los nacidos en la zona de Santarem�. al volver a sus chozas, hacia el interior. 

Danzar en la ribera

En el extremo del puerto, más allá de los hediondos olores de la ribera donde se vocean mangos, abacaxis, acerolas, papayas, bananas, jambos, azaís y peixes, en medio de un vaho raro, mundano, un tanto barrial, el �Amazon Guardian� espera un día entero hasta partir hacia el sur, enfrentando el Tapajos, para visitar la comunidad Suruacá. Mientras tanto no queda más que ir adaptándose a la vida a bordo, que al comienzo es un misterio como la de esos 25 tripulantes de diez nacionalidades cuyos apodos y tics se aprenderán lentamente, como algunas de sus historias, tras sortear una infernal mezcla de idiomas, en los entremeses del viaje que para ellos comenzó el 13 de marzo, y hasta fines de mes, cuando después de haber atravesado miles de kilómetros de ríos, desde la zona oeste, se llegue a Belen. El primer día hay tiempo libre para una caminata sudorosa por Santarem, comer el clásico arroz, feijoao, fariña y frango en un puesto ubicado en el hall de lo que fue un cine al que sólo le queda un cartel de James Bond. Para después tomar un �bondi� a Alter do Chao, una playa que en la foto de una agencia de viajes aparece como un Key Biscayne local. Y allí encontrarse a una turba de adolescentes caboclos �como se les dice en la Amazonia a los mestizos�. en una plaza, a la orilla de la playa inexistente, por la crecida de invierno que todavía no cedió al comenzar junio. Están apiñados alrededor de un escenario en el que un grupo baila, con unas canciones amazónicas y poquísima ropa típica, coreografías de lo que fueron las danzas de sus antepasados diezmados. Mientras otros agitan banderas de un partido político, un locutor de vehemencia peronista anuncia los números que pasan y varios, también los cronistas, nadan combatiendo el sopor y saludando un Amazonas tibio y mucho más transparente que el Plata. El lugar de palmeras y árboles florecidos y la algarabía candorosa de los críos hacen perder el ómnibus de regreso. Con ello, habrá que regresar a Santarem en un micro escolar tardío debido a que el chofer no se puede levantar de la vereda roja en la que reposa con una sonrisa beoda, su carácter local. Los escolares cantan hasta volverse roncos durante la hora de la vuelta. Más tarde se comprenderá lo que a cada rato remarcan los muchachos de Greenpeace: en Amazonas todo plan puede cambiar.
Rebeca Leiró, la encargada de prensa del barco, una encantadora paulista de 23 que conoce medio mundo y habla el español con perfecto acento montevideano, confirma que salimos a Suruacá, una comunidad en la Resex donde una ONG �que se llama Saúde y Alegría trabaja en proyectos comunitarios haciendo circo y teatro con la gente, ta?�. La Resex es la Reserva Extractiva de los ríos Tapajos y Arapiuns, una extensión de 1440 hectáreas en la que viven 64 comunidades ribereñas. Son pequeñas aldeas que, después de años de batallas y habiendo pasado épocas de mano dura tropical, consiguieron hace un año y medio que el gobierno expulsara a las madereras que asolaban la zona. En Suruacá esperan no sólo sus habitantes, descendientes de los indios umaruara, sino también líderes de 40 lugares de la región caboclo que han viajado para llegar más tiempo que los propios Greenpeace, algunos en bicicleta por senderos interiores, otros en los barcos colectivos. 
El ancla del �Amazon Guardian� hace un ruido que no se puede asimilar ni en pesadillas a las seis de la mañana, cuando el madrugador sol del Ecuador ya entra por el ojo de buey. A las ocho casi toda la tripulación se sube a un bote para cruzar hasta la margen izquierda del Tapajos. En la orilla esperan, llenos de una timidez breve, los niños. Suruacá tiene como puerta una escalera de cemento para trepar la barranca. Apenas se pisa el último escalón suena una música por altoparlante y comienza la bienvenida. En el piso dibujaron la leyenda �Bom Vindo Greenpeace� en letras rojas, hechas con flores. Enseguida comienzan a bailar cuatro chicas de pelo lacio y altas coronas de plumas, vestidas con polleritas hechas de juncos, algunas, de telas cortadas en flecos, otras. Están descalzas y bailan y cantan. En las caras tienen pintadas dos líneas rojas y dos más al costado de los ombligos. Una de ellas toma jugo de una botella y dramatiza una borrachera. Las otras la rodean y la rescatan. Finalmente las cuatro se sientan en ronda, y después de un aplauso cerrado, la visita no tiene más que sentirse bienvenida. 

Nada impide

Este cronista jamás vio la tranquilidad, el sosiego que se respira entre la gente de Suruacá. Aunque la aldea donde viven 420 personas no les da la espalda a las contingencias, que por más que tengan el privilegio de vivir en una zona protegida se ciernen hacia adentro de la selva. La zona, el corazón de Pará, es oro verde para los proyectos de los madereros y los fazenderos que avanzan hace dos décadas desde el sur y el sudeste brasileño, con la forma de las pinzas de un alacrán. La apertura de la Transamazónica que cruza el Brasil de Este a Oeste creó la fazenda industrial mecanizada y el reino de la soja, el producto más exportado por el país en la última década. Todas las tierras son pocas para la expansión que busca nuevos sitios donde plantar. A ello se le suma la progresiva pérdida de recursos locales para la subsistencia. El río ya no tiene los peixes de antes; el caucho gotea poco; los frutos ya son tantos. Pero la segunda ofrenda en Suruacá es un paseo por cada rincón donde se produce. Desde un árbol gigante un hombre tira una fruta roja como una ciruela de carne blanca y ácida, el jambo. Al costado de una amplia calle de tierra que atraviesa la aldea de chozas organizadas en una cuadrícula perfecta, Raimundo Aparicio, uno de los maestros de la escuela local, muestra cómo brota el caucho de los siringueiros, como le dicen al árbol. Es un líquido lechoso que sale al tajear la corteza del árbol con unas rayas oblicuas como guardas y baja por un hilo hacia un recipiente en el piso, gota a gota. En Suruacá juntan 30 kilos por semana, pero la ganancia es mísera: un real el kilo, poco más de 50 centavos. 
De todas maneras nadie se amilana. �En la vida usted debe pisar duro ahora y blando después. Pero nada impide�, dice Martina, una mujer de 65 años que camina junto a los visitantes y los va llevando hacia los paneles de energía solar que le dan luz a la escuela y al centro de salud y a un vivero de desarrollo sustentable, cerca de la cancha de fútbol, que ocupa un lugar central en la aldea. �Tengo sólo el primer grado, pero sé interpretar; otros tienen hasta cuarto, pero no saben leer de verdad�, enseña y habla de sus 23 nietos y sus 5 bisnietos. �Es necesario generar dinero para la comunidad, generar ganancia vendiendo los productos locales�, acota Raimundo y cuenta que a una hora de caminata tienen la plantación de mandioca con la que hacen fariña, mientras muestra la camacrista, una planta oleaginosa que sirve de abono y protección para la tierra sembrada. Luego toda la aldea y los 40 líderes se sientan en sillas dispuestas frente a un cartel que le dio hace un par de días la bienvenida al ministro de Medio Ambiente de Brasil, que los visitó en la semana mundial de la ecología. Suruacá tiene su fama. Y si no que lo diga el payaso que encara a los periodistas con un micrófono hasta que lo hacen callar para empezar la asamblea. 
Paulo Adario, el coordinador de la campaña Amazon Guardian, abre el fuego explicando que Greenpeace comenzó con unos pocos contra las pruebas nucleares, en una pelea como la de los que lo escuchan, dice. Adario hace eje en una característica central de la campaña amazónica, donde la ONG global no sólo asume su rol de denunciante, sino que además busca hacer base en las comunidades para que el control surja de allí. 
Pronto la reunión va tomando un color chiapaneco. Se presentan uno a uno los líderes, la mayoría formados por Saúde y Alegría como educadores ambientales, dirigentes del Sindicato de Labradores de Pará, y de los consejos comunitarios que dirigen cada una de las aldeas. Pronto la discusión vira hacia cómo enfrentar el expansionismo fazendero. �El intendente del Partido Frente Liberal quiere una plantación de soya industrial en nuestra Resex. Pero ellos usan máquinas que la comunidad no sabe usar. No nos engañemos, la soya sólo va a traer miseria, pobreza y degradación�, dice María das Neves Barros da Costa, consejera fiscal ecológica de Arapiranga, de la Asociación Intercomunitaria de Arapiuns, Maró y Aruá, delegada del sindicato. Un ingeniero forestal de Greenpeace explica cómo es que en Jurutí, al norte, fue la propia comunidad la que hace un par de semanas echó a la maderera multinacional que estaba explotando ilegalmente la madera y traza líneas en un mapa que indica que hay empresas que intentan extenderse hacia Tapajos, y están a unos 70 kilómetros. Pronto una de las mujeres más viejas de la �comunidad� �.la palabra que más se repite en boca de los lugareños�. hace una diatriba que recuerda las luchas de siempre y los hace levantarse, subir los brazos, tomarse de las manos y cantar, con fervor de clase, el himno de los labradores.
Sobreviene el almuerzo, y los payasos regresan a lo suyo, con unos zapatones rojos, mientras ofrecen juguetes hechos de madera balsa, pintados con las mismas pinturas naturales con que jugamos a pintarnos la cara para una guerra contra las madereras salvajes. El calor de la media tarde permite sólo nadar en el Tapajos. Hacer decenas de trampolines con los niños, inventar un largo tren de crianzas con grandulones como locomotoras, haciendo con ellos ruido de borbotones con la boca bajo el agua. Reír. Pasar debajo de los puentes de manos que forman dos chicas de Greenpeace. Todavía falta que por la tarde los caboclos visiten el barco en legiones. Que se juegue el partido de fútbol en que los verdes perderán contra los locales. Que por la noche bajo una luz miserable el circo Mocorongo de Saúde y Alegría presente su función estelar. Que los Greenpeace aporten un sketch en el que Adario hace del enemigo maderero. Que Aparicio lea una poesía plena de muitos obrigados y que tres mujeres de la aldea canten un bolero lleno de saudades como despedida de Suruacá, allí donde la Amazonia resiste. 


Cómo es la vida del barco

Un chico hace un ruido de desarmadero de coches con la presa con la que se achatan latas de soda o cerveza que se consumen a bordo, la única especie que la tripulación debe pagar, además de las carísimas comunicaciones satelitales. El pago es un fiado casero, donde en lugar de libreta de don Manolo se anota lo consumido en una lista en que estamos todos y cada uno al lado de su reciente pasado bebedor o abstemio convertido en delatores palotes de primaria. Así se ve ensanchar las líneas de los nombres germanos que aventajan al resto por varios cuerpos, mientras se termina la cena, y uno a uno los comensales van lavando sus cubiertos, como marca la norma menos inquebrantable a bordo. Del otro lado del comedor, en la cocina del �Amazon Guardian�, unida por una ventana interior, una garota especialista en platos tropicales mueve sin querer las caderas al ritmo de esa canción de Carlos Vives que estuvo de moda hace varios años. El Amazon, una mole de 57 metros de eslora por 12 de ancho, es todo un hogar para los 25 tripulantes de diez países que salieron el 13 de marzo de Manos, hacia la campaña prioridad uno de Greenpeace en el globo. 
Con horarios fijos para las comidas, la vida a bordo tiene un ritmo establecido: 7.15 se llama al desayuno, a las 12 se almuerza y a las seis de la tarde se cena. En el medio es común ver a los voluntarios sudando al sol con mamelucos mientras trabajan en mantenimiento, a grupos reunidos planificando las acciones futuras en grandes mapas, a contingentes de Santarem en días de �open boat� visitando a los guardianes. 
En una reunión en la que se hablan cuatro idiomas alternadamente según van rotando los interlocutores, se decide a última hora del jueves que tal día se hará una expedición a 200 kilómetros por tierra con agentes fiscales de control a una supuesta ruta clandestina de transporte de maderas. Son diez minutos de tratativas y discusiones logísticas. El �Amazon� tiene casi todo para hacerlo: desde una cuatro por cuatro que es bajada con una grúa cuando se necesita, hasta un avión Cesna que aterriza sobre el agua. 

 

 

UN PROYECTO PARA MEJORAR LAS CONDICIONES DE VIDA
De salud, alegría y circo

Por C.A.

Si hay una puerta a las aldeas de la ribera del Amazonas, el Arapiuns y el Tapajos, y a la calidez cabocla, es la ONG Saúde y Alegría, un proyecto de avanzada en el trabajo de mejoramiento de las condiciones de vida de las poblaciones ribereñas. Greenpeace llegó de la mano de Caetano Sacannavino Netto, vicecoordinador del proyecto a Surucuá, donde el grupo trabaja hace 13 años apoyando, como en otras 27 comunidades de una reserva extractiva, proyectos participativos, dirigidos por los propios lugareños.
Un equipo interdisciplinario de profesionales visita desde 1987 regularmente las comunidades, distantes entre cinco y veinte horas de barco de Santarem, desarrollando programas integrados de organización comunitaria �.algo que ya existía en la cultura cabocla�, salud, producción agrícola y forestal, medio ambiente, educación y cultura, género y derechos reproductivos y comunicación popular. La base de todo el trabajo es la educación ambiental, y así es como la conciencia local de defensa del medio significó una larga lucha que terminó con la creación de una reserva en la que los madereros no pueden meter sus manos multinacionales. Pero nada se compara a haber conseguido que la mortandad infantil haya bajado de una cifra promedio de 47 por mil, con picos de 133 por mil en algunas aldeas, a 26, la medida de ciudades como Río y San Pablo. 
Es tal el éxito del proyecto de Saúde y Alegría que en el departamento de Santarem el gobierno basó la aplicación de una política pública de salud en la experiencia de la ONG. �Lo cierto es que ellos saben que los niños aquí ya no mueren de diarrea o disentería�, dice Caetano, que es el hermano del médico infectólogo Eugenio Scanavinno Netto, el hombre que inició de la nada, y venciendo la resistencia inicial de los mocorongos, toda una gesta. A fines del año pasado el �dotó Ogeno� y su organización fueron premiados por la World Media, formada por diarios del mundo entero, como uno de los 21 pioneros del siglo XXI, lo que lo hizo noticia en el New York Times. Aunque eso nada les importe a los caboclos que sí tienen su energía puesta en cosas más interesantes como el Gran Circo Mocorongo. La heterodoxia de Eugenio hizo que para llegar al alma de los caboclos apelara a la dramatización y al circo, a lo lúdico como lugar de creación de nuevas condiciones. El desparpajo de los mocorongos es tal que casi nadie se priva en la comunidad de subir al escenario. O de opinar en la red mocoronga de comunicación. Los coordinadores de Greenpeace, que estuvieron en Surucuá, se fueron esta semana llenos de petitorios escritos por los líderes de las comunidades, para que la ONG los divulgue y los acerque a los gobiernos locales. �Sólo después de que nos organizamos los políticos nos empezaron a escuchar �dice Eugenia Farias, de Suruacá�, y ahora sabemos que nosotros somos los que vamos a defender esta parte de la Amazonia, que no la van a tocar, porque amamos y vivimos del río, de los peces, de los árboles, que son todo lo que tenemos�. 

 

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