Sobre
�Infiernos e Idolatrías�
Por León Ferrari *
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Compartimos una sociedad donde
algunas personas profesan una religión que afirma que otras merecen
ser torturadas en el más allá. De esta antigua idea se apropió
Jesús, quien dijo que existe un lugar donde el fuego nunca se apaga,
destinado a incrédulos y demás pecadores. Durante dos milenios,
santos y pontífices de la Iglesia explicaron las características
de ese sitio, que los hacedores de nuestra cultura ilustraron produciendo
un acervo estético que puebla de crueldad bien pintada por
el Bosco, bien escrita por el Dante bibliotecas y museos.
Mientras difunden aquella idea, en iglesias y en escuelas, el Papa y otros
creyentes suscriben declaraciones sobre derechos humanos en la tierra
que prohíben los tormentos, diferentes de los que proclaman en
el más allá, que los admiten. Estas dos formas de la justicia,
que ocupan la mente del Papa y de sus feligreses, son tan contrarias entre
sí que si la legislación humana pudiera aplicarse a la divina,
sus autores y propagadores recibirían una condena parecida a la
que aquí reciben o debieran recibir quienes la violan: el creyente
es juez y reo de sus ideas.
Traté de reflejar este aspecto de nuestra sociedad en una exposición
que presenté en el ICI, donde mostré reproducciones de infiernos
cristianos (Giotto, Miguel Angel, Fra Angélico) habitados por nuestros
semejantes, junto a otros infiernos inspirados en aquéllos, pero
ocupados por ídolos vaticanos: vírgenes, santos y sagrados
corazones de yeso y poliéster. La muestra, que tuvo cierto éxito
entre los historiadores y críticos de arte, originó algunas
respuestas negativas: cuatro personas agredidas físicamente por
creyentes que rezaban el rosario junto a monjas y sacerdotes, una granada
de gases lacrimógenos, 20 mensajes electrónicos y algunas
líneas en La Nación y en Ramona.
La Nación no me comprendió: nunca consideré a
la Iglesia como responsable de toda la violencia que azotó a Occidente;
también Atila y Stalin aportaron su cuota de crueldad y no le van
en zaga a Inocencio VIII y a otros sucesores de San Pedro, pero creo también
que S.G.N. el autor de la nota coincidirá conmigo en
que la Siberia del ex seminarista es un jardín de infantes comparada
con el interminable Auschwitz de llamas que prometen Jesús y la
última edición del Catecismo Oficial de la Iglesia. Las
palabras enojadas de S.G.N, rabioso, furor ciego, y las de
los mensajes llegados al ICI: Pseudo-artista, no queremos basura,
vileza sin fin, cruzado de la antifé, degradante club de apóstatas,
muestra espantosa, revelan el éxito que tuvo la muestra entre
los creyentes, pues luego de milenios de admitirlo reaccionan contra el
infierno instalado en el ICI y, si bien siguen creyendo que es justo alojar
allí seres humanos, es reconfortante su desagrado, aunque sólo
lo expresen ante fuegos indoloros y pasajeros, copiados o inventados por
quien, respaldado por la ONU, no cree ni en el infierno ni en que alguien
lo merezca: ni buenos ni malos, ni santos ni diablos, ni Jesús
que lo administra, ni los creyentes que creen justa la tortura: el Papa,
Videla, Menem y De la Rúa.
El comentario que Rafael Cippolini escribe en el recto de la joven y agradable
Ramona interesa porque introduce la estética en el enfrentamiento
entre ética y religión ocurrido en la calle Florida, y representa,
con diferencias de estilo, la idea que algunos intelectuales tienen de
las Sagradas Escrituras: afirma que deben leerse ante todo como
textos poéticos. No revela las razones por las que se limitó
desde hace siglos la lectura de ese libro, que algunos creyentes
suelen leer aterrados, ni por qué él, tanto tiempo después
del Santo Oficio, aconseja enjaular la imaginación, facultad tan
útil para enriquecer el relato del vuelo de la paloma de la paz
sobre los muertos en el diluvio. Este autor se vale de expresiones de
parecido calibre (profundo aburrimiento, estupidez vertebral, tosquedad
de recursos, absoluta falta desensibilidad, torpe acercamiento)
al usado en los mensajes religiosos, pero sin alcanzar la elocuencia de
quien dice presidir la Sociedad Argentina de Misioneistas (Que
la misericordia de Dios caiga sobre vosotros... ¡Váyanse
a la puta que los parió, herejes!), cuyo estilo sería
el más adecuado para escribir una respuesta que pretendiera alcanzar
el nivel logrado por la prosa de Cippolini.
Los autores de estos cuatro modos de expresar un desacuerdo, aliados en
un belicoso frente estético-religioso, coinciden en sólo
ocuparse de aspectos formales menores (cucarachas, insensibilidad poética),
callando el principal: no mencionan ni refutan la intención de
la muestra que repudian, y solicitar al Papa que gestione la anulación
del Juicio Final, sugerirle que cuando vuelva a recordar derechos de los
humanos, clausure el infierno y libere la multitud de almas que, él
asegura, están allí desde el Calvario padeciendo.
* La reciente muestra Infiernos e Idolatrías, del
plástico León Ferrari, sufrió el ataque con gas lacrimógeno,
basura y pintura por parte de militantes ultracatólicos.
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