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el Kiosco de Página/12


MARIDAJE

Por Antonio Dal Masetto

Voces a lo largo del mostrador del bar que repiten: ¿Cómo hace un hombre voluntarioso, un hombre ambicioso y con deseos de triunfar, para asomar la cabeza y crecer en estos tiempos difíciles? ¿Asaltar un banco? ¿Esperar a ganar el Loto? ¿Dedicarse al contrabando?
–Me estoy preguntando muy seriamente si la única solución no será vender bien la bragueta –dice un parroquiano.
–¿Cómo sería eso?
–Un casamiento por conveniencia. Conseguirse una señora que tenga una sólida cuenta bancaria y llevarla al altar.
Los demás se quedan mirándolo con interés. Muchos pares de ojitos brillan en el ambiente espesado por el humo de los cigarrillos. Minutos después todos ya se subieron al carro triunfal del casamiento por conveniencia y se habla de una nueva vida llena de placeres, tarjetas de crédito sin límites, vacaciones en lugares exclusivos, buenas comidas, buenas bebidas, coches importados, pilchas de marca.
–En mi caso creo que ni siquiera se trataría de un casamiento por conveniencia, en realidad sería una alianza –dice uno–. Soy un tipo emprendedor, de gran visión comercial y, cuando administre los bienes comunes, la señora obtendrá un aumento de su fortuna y muchísimas satisfacciones. Ya tengo una candidata, ahora que lo pienso.
–Yo –dice otro–, además de las virtudes que acaba de mencionar el amigo, gozo de una salud de hierro, la pinta que todos pueden apreciar, soy un gran deportista y la elegida no sólo va a mejorar su posición social sino que también se va a lucir con semejante esposo.
–Yo cuento con los atributos mencionados anteriormente y, para completar el cuadro, soy un tipo tierno, dulce, buen compañero, respetuoso, comprensivo y por sobre todas las cosas sé escuchar.
–Yo poseo cada una de las condiciones nombradas y algunas más. Soy un tipo culto, con muy buenas relaciones en el mundo de las artes y el espectáculo, por lo que la feliz candidata no sólo será más rica sino que se va a codear con artistas y gente de alcurnia.
–Yo, además de todas esas cualidades, modestia aparte, soy por naturaleza una fiera en la cama. Así que a la señora puedo garantizarle éxito de puertas para afuera y mucha alegría diaria en la intimidad.
–Los felicito, señores, es una excelente idea –dice un parroquiano que se había mantenido apartado–. Aunque conviene cuidarse con los matrimonios por conveniencia, son alianzas que pueden tener sus bemoles. Mi amigo Cacho poseía un humilde tallercito de corte de delantales de plástico, donde tenía trabajando a su hermana, su cuñado y su madre. Tuvo la misma idea que ustedes y con decisión y carácter salió a vender la bragueta. Le echó el ojo a una viuda, la señora Salvatierra, dueña de cuatro casas en el barrio y una buena renta. La cortejó y al poco tiempo consiguió llevarla al Registro Civil. A partir de ahí los amigos lo vimos cada vez menos. Lo cruzábamos los domingos cuando se dirigía con la Salvatierra a misa de once. Abrazar la religión fue el primer cambio visible en Cacho. Rápidamente vinieron otros. Cacho era un tipo de buena dentadura, quizá la parte inferior un poco sobresalida, poca cosa, y la señora lo mandó colocarse aparatos para enderezársela. Quería verlo perfecto. Le hizo poner lentes de contacto verdes porque era su color de ojos preferido. También le encantaba la ropa negra, probablemente debido a su condición de viuda, así que Cacho empezó a vestirse siempre de elegante y riguroso negro. Era una pareja muy unida. Tanto que comenzaron a parecerse cada vez más uno al otro. Al poco tiempo Cacho usaba las mismas frases que ella y tenía sus mismos gestos. Sin siquiera mirarla le adivinaba los deseos. En el momento de casarse, Cacho era un hombrón sólido y saludable, pero empezó a perder tamaño. La disminución resultaba evidente cuando lo veíamos pasar colgado del brazo de la Salvatierra. Ya no le llegaba ni al hombro. Ella lo mandaba al sastre a hacerse un traje nuevo, pero a la hora de estrenarlo siempre le quedaba grande. Un número más grande, dos números más grande. Como toda mujer enamorada, la señoraSalvatierra tenía sus celos. El tallercito de Cacho y el tiempo que él le dedicaba eran una espina para ella. Así que un día le comunicó a Cacho que sin consultarlo había tomado la decisión de cerrar el taller y ya había mandado telegramas de despido a las tres personas que trabajaban allí: “¿A mi mamá también?”, preguntó Cacho. Y fue la única levísima sombra de diferencia que surgió entre ellos. Aunque la sombra duró lo que un suspiro. Después lo perdí de vista a Cacho. Tuve noticias esporádicas por unos conocidos. No sé si creerles, tal vez exageren un poco, pero me dicen que el marido de la señora Salvatierra se ha reducido tanto, se ha vuelto tan chiquito, que ahora ella lo lleva en la cartera junto con el llavero.

REP

 

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