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OPINION

 

Qué puede esperar el Presidente de un martes 13 en la Casa Blanca

Por Martín Granovsky

Una foto. Una palabra. Un gesto de apoyo. El roce internacional. Los cuatro elementos básicos de la nueva diplomacia estarán en juego hoy, cuando se encuentren Bill Clinton y Fernando de la Rúa en la Casa Blanca, que no es sólo meca de pasantes sino de presidentes.
Para los políticos argentinos, la primera entrevista en el Salón Oval funciona como el gran examen en el arte de venderse a sí mismos. Se trata, después de todo, de salir airoso de un encuentro con el colega más poderoso y votado de todos los que mandan como fruto del sufragio popular. Es el que ha desplegado las mejores campañas, pasado las internas más voraces y concentra como ningún otro la capacidad de influir en la suerte de millones de personas, en su país y en el mundo. Es, también, en las democracias occidentales, quien dispone del mayor aparato de poder y de la maquinaria más aceitada para transmitir órdenes. Si mandar es, en una visión egoísta y restringida del poder, disponer de botones suficientes, el presidente de los Estados Unidos tiene hasta el botón que puede destruir al planeta en segundos.
No es todo. Para los argentinos, además, los presidentes norteamericanos son objeto de tratamiento especial. Ya es una anécdota la Conferencia Panamericana de los años 80, de 1880, cuando los delegados argentinos se pasearon ostensiblemente fuera de Washington en medio de la reunión para demostrar su muy británico desprecio por los nuevos ricos de América del Norte.
Y en los últimos años la deferencia se convirtió en una preocupación casi obsesiva, como si del encuentro en la Casa Blanca se desprendiera una magia que automáticamente irradia bonanza a la situación económica de los habitantes de Tartagal, Villa Soldati y los pueblos fantasmas de la Patagonia.
“Hemos logrado relaciones maduras”, se enorgullecía Raúl Alfonsín.
“Nuestras relaciones son carnales”, llegó a definir Guido Di Tella, el canciller que acompañó a Menem durante casi todo su doble mandato.
“Queremos relaciones intensas con los Estados Unidos”, adjetivaron en los últimos meses Fernando de la Rúa y Adalberto Rodríguez Giavarini.
Alfonsín debió cambiar el eje de las relaciones, construidas sobre el final de la dictadura con la equivocada lectura militar de que la participación de torturadores en las tareas sucias de América Central garantizaba un apoyo de Washington a la aventura de las Malvinas. Los Estados Unidos incluso terminaron comprometiéndose en el destino de la democracia argentina al punto de que el propio Dante Caputo redactó el comunicado de la embajada norteamericana el día que comenzó el levantamiento de la Semana Santa de 1987. “Estamos con ustedes, dígannos qué les conviene”, le dijo el embajador de entonces, Theodore Gildred.
El problema de Alfonsín fue que el vicepresidente de Ronald Reagan, George Bush, nunca digirió el apoyo argentino a una salida de la crisis nicaragüense que excluyera a los contras alimentados por la Casa Blanca. En cuanto al establishment, una categoría en verdad difusa, pero menos que los actuales mercados, hizo lo de siempre. Se felicitó de contar con argentinos tan maduros mientras al mismo tiempo sospechaba de un presunto izquierdismo y terminó desentendiéndose de la suerte de un país que no acababa de sintonizar con la economía totalmente desregulada.
La experiencia de Alfonsín en la Casa Blanca no fue sencilla. Cuando estaban en los jardines, Reagan cambió el discurso preparado, sacó uno sobre los combatientes de la libertad, como llamaba a los contras antisandinistas, y obligó a Alfonsín a improvisar una respuesta en vivo. A los norteamericanos más ligados al establishment Alfonsín los irritaba tanto como el resto de los políticos de América latina, populistas y quejosos. Sentían que les daba cátedra y, al menos en el discurso, cuestionaba su papel en el continente según el libreto de un sentido común que venía de las experiencias de Guatemala y Santo Domingo. Menem se propuso sobreactuar de entrada en un sentido doble. Por un lado, quiso distanciarse de cualquier imagen izquierdista o socialdemócrata que pudiera haber dejado Alfonsín. Por otro, buscó presentarse como un peronista distinto. Exactamente el peronista que cerraría la parábola abierta en 1945, cuando el fundador del movimiento construyó su campaña sobre la base de la disyuntiva “Braden o Perón”. Un candidato argentino como lo opuesto a un diplomático norteamericano, primero embajador y luego subsecretario de Asuntos Interamericanos, que en los dos cargos identificó a Perón y al futuro peronismo como un desprendimiento del Eje.
La ceremonia de Menem en la Casa Blanca fue una apoteosis de las relaciones carnales. Menem acababa de ser legitimado en las elecciones de 1991 y Bush, ya presidente, era aún el primer mandatario más popular de la historia norteamericana por su triunfo en la guerra del Golfo. En una hermosa mañana soleada de noviembre Menem escuchó que Bush le agradecía, lo felicitaba por las reformas económicas, lo describía como un amigo y un aliado. Estaba exultante. Los rifleros acababan de dar vueltas alrededor con una bandita de flautines, como en la guerra de la independencia, y no pudo menos que responder con un God bless you, Dios lo bendiga. Lo pronunció mal –dijo gud blis iu–, pero a los norteamericanos no les importa el mal inglés cuando quien lo dice demuestra un esfuerzo por acercarse a ellos.
A diferencia de las de Alfonsín en 1985 y Menem en 1991, la visita de De la Rúa a la Casa Blanca no será de Estado. No habrá bandas, ni cañonazos en los jardines, ni discursos públicos con pompa y circunstancia. Es una visita de trabajo a la que el protocolo de los Estados Unidos otorgó, sí, cierta distinción, porque invitó a De la Rúa a que en lugar de hotel use la Blair House, la casa de huéspedes de los visitantes cuando la ceremonia es completa. De paso significará un ahorro en el presupuesto argentino, que es justo el tema con el que De la Rúa proyecta impresionar hoy a Bill Clinton. Por suerte los Estados Unidos cuentan con una burocracia diplomática eficiente, que el 20 de enero próximo se encargará de dejar al sucesor de Clinton –su actual vice Al Gore o George W. Bush, el hijo del ex presidente–, una minuta completa. Si nada raro ocurre hoy, esa minuta incluirá estos puntos:
De la Rúa definió a la Argentina y los Estados Unidos como dos países aliados y amigos que mantienen relaciones intensas y coinciden en la democracia como régimen, la importancia de las misiones de paz y la estabilidad en América latina.
Clinton dedicó a De la Rúa el mismo trato que a Menem, llamándolo “gran líder”, y elogió las últimas reformas, en especial la desregulación en telecomunicaciones, que permitirá un acción mayor de las empresas norteamericanas en la Argentina.
Clinton también manifestó su deseo de que la Argentina mantenga el acuerdo de desregular los vuelos, conocido como política de cielos abiertos. De la Rúa dijo que la Argentina lo hará, pero progresivamente, de aquí al 2005. (Acotación al margen: funcionarios de Washington estaban ayer inquietos por ver si triunfaba la posición desreguladora de José Luis Machinea o, en cambio, la de Nicolás Gallo, más proclive a ser duro).
En la reunión de trabajo que mantuvieron los presidentes a solas, antes del encuentro general y el almuerzo, Clinton y De la Rúa repasaron la situación en el continente. De la Rúa destacó el acercamiento con Chile y el compromiso de institucionalizar el Mercosur. Clinton mostró su preocupación por la situación en Ecuador, Perú y Paraguay.
La minuta, naturalmente, pasará por alto las miradas furtivas que De la Rúa echará al Salón Oval, llamado ya popularmente por los norteamericanos Salón Oral. Es que, desde Monica Lewinsky, todos miran, y Clinton los mira mirar, relajado, después de ocho años en el lugar más envidiado por los políticos del mundo.

 

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