Por Ignacio Cembrero
enviado especial a Seúl
Cuando el presidente surcoreano, Kim Dae-Jung, se aloje a partir de
hoy en la residencia de huéspedes de Pyonyang (capital de Norcorea),
es probable que no padezca ningún corte de luz. Pero los norcoreanos
los sufren a diario. Si su líder, el comunista Kim Jong Il, ha
aceptado celebrar a partir de hoy su primera cumbre con su homólogo
prooccidental del sur es para intentar sacar a su país de la situación
a que lo arrastró el desmoronamiento del bloque soviético.
Para la prensa internacional la cumbre que empieza hoy será virtual.
El régimen comunista no ha autorizado a los periodistas a cruzar
el paralelo 38 para seguir en Pyongyang
el primer encuentro entre los presidentes de Corea del Norte y del Sur,
Kim Jong Il y Kim Dae-jung.
Durante las conversaciones preparatorias de la cumbre, los norcoreanos
sólo se mostraron dispuestos a aceptar la presencia de 40 periodistas
surcoreanos y a ningún representante de la prensa internacional.
Si Hungría fue en la década de 1970 la vidriera del comunismo
en Europa, Corea del Norte lo fue en Asia. A principios de los 70
el nivel de vida de sus habitantes rebasaba el de la capitalista Corea
del Sur, cuyo despegue empezó poco después hasta alcanzar
hoy en día una renta per cápita comparable a la de Argentina
y 12 o 14 veces superior a la del Norte. Con la descomposición
de la URSS y sus satélites, a partir de 1989, la generosa
ayuda que recibía el régimen comunista de Pyongyang desaparece
y el país entra en recesión a principios de la década
de los noventa. Una serie de catástrofes naturales, a partir de
1995, provoca el colapso.
Corea del Norte es hoy en día un país de 22 millones de
habitantes, con un ejército de 1,1 millón y capaz de fabricar
misiles de alcance medio. Pero es, ante todo, un país arrasado
en el que gran parte de sus núcleos urbanos vive a oscuras por
falta de electricidad, en el que los trenes apenas circulan por la misma
razón, mientras los hospitales están casi vacíos
porque carecen de combustible para la calefacción y no alimentan
a los enfermos ni les proporcionan medicamentos.
Más grave aún, en los cinco últimos años la
hambruna ha causado la muerte, según las fuentes, a entre dos y
tres millones de norcoreanos Pyonyang sólo reconoce unas
230.000 víctimas mortales, mientras la escasa alimentación
que han recibido decenas de miles de niños les dejará secuelas
para el resto de su vida, según teme UNICEF.
Ahora, la situación ha experimentado una ligera mejoría,
según David Morton, coordinador de la ONU para Corea del Norte,
pero
la crisis no está en ningún caso acabada. En
vísperas de la cumbre, la agencia de prensa norcoreana señala
que el país padece ahora una gran sequía que ha dañado
los arrozales y las plantaciones de maíz.
Durante años el régimen comunista practicó el chantaje
para obtener ayuda. Puso, por ejemplo, en marcha un ambicioso programa
nuclear que alarmó a Occidente. Aceptó, tras una larga negociación
con Washington, detenerlo en 1994, pero logró a cambio la construcción
en Corea del Norte de dos reactores nucleares, valorados en 4740 millones
de dólares, que sufragarán EE.UU., Japón y la UE.
Los escasos réditos de esta táctica y los estragos de la
hambruna incitan, aparentemente, a Pyongyang a cambiar de actitud para
no naufragar del todo. La aceptación por su líder, Kim Jong
Il, de la cumbre que le había propuesto Kim Dae-yung, es el aspecto
más visible de su intento de romper el aislamiento en el que se
halla sumido.
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