La casa Ploetz
Por Susana Viau |
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En enero de 1994 alquilamos la que nos pareció la edificación más hermosa del pueblo: muros amarillentos y techo a dos aguas, los enormes ventanales del frente permitían dominar el suave declive del parque. Austera y señorial al mismo tiempo, la casa de la calle 4, entre 108 y 109, era una típica construcción de la �mittel� Europa. Esa impresión la confirmaba el apellido tallado sobre el pilar de ingreso. La propiedad estaba en sucesión y los herederos habían regresado a Alemania. Entre los volúmenes de la biblioteca se escondía un libro que enrareció el clima de ese verano; un ejemplar del Archivo de Razas y Biología Social, un compendio realizado por el médico alemán Alfred Ploetz, el mismo que, en 1895, había acuñado la fórmula de la �higiene racial�, sustento del sueño nazi de supremacía y pureza arias que luego se plasmaría en las Leyes de Nuremberg. Para nuestro asombro, �Ploetz� era, precisamente, el nombre estampado en la entrada de la casa. Claro, no había sido el �doktor Ploetz�, muerto cinco años antes del derrumbe de régimen, el que, a fines de los �40, llegó a afincarse entre las dunas que el colono Carlos Gesell convirtió en brillante negocio inmobiliario, sino su hijo, tal como consta en la lápida que cubre la sepultura de Ulrico en el mínimo cementerio de la villa.
En el chalet de la calle 4, los herederos habían dejado completo el magnífico mobiliario. En las bibliotecas quedaron las novelas, los libros de cuentos infantiles, las recetas de confituras escritas a mano y una buena provisión de diccionarios bilingües. Entre novelas policiales y literatura de los �50, se destacaba el lomo del Archiv fur Rassen und Gesellshafts Biologie, el Archivo de Razas y Biología Social, con pie de imprenta de Munich, 1937, la ópera magna de este doctor en medicina y filosofía que, en junio de 1905, fundó en Berlín la Sociedad Alemana para la Higiene Racial.
Diez años antes, a sus 35, Ploetz había acuñado la fórmula, una versión germánica de lo que los anglosajones llamaban �eugenesia�. Los centros de estudio e investigación para una especie perfecta se multiplicaron: Munich tuvo el suyo en 1907, Friburgo y Stuttgart hicieron lo propio en 1910. Los trabajos �científicos� de sus directores, el higienista Max von Gruber y los eugenistas Eugen Fischer y Fritz Lenz iban a formar parte del �Archivo�, supervisado en su versión final por el doctor Gross, director del Departamento de Política Racial del Partido Nacional�Socialista. Uno de los numerosos textos de Ploetz, dedicado al Führer, al general Erich Ludendorff y a los judíos berlineses, es una lástima, había sido arrancado de cuajo, vaya a saber uno por qué.
Decididos a saber con qué fantasmas compartiríamos esas vacaciones buscamos los rastros de los Ploetz en el único lugar donde, en verdad, quedaban: en el camposanto. Lindaba con la cabecera de pista del aeropuerto. El ruido de las turbinas y el polvo que levantaban los jets barrían el rectángulo de tierra donde se alinean las tumbas. �La del arquitecto está ahí�, nos informó una mañana el cuidador, señalando una hilera a su izquierda. Para los gesellinos de más solera, Ulrico Ploetz es �el arquitecto�, y usan un tono respetuoso para nombrarlo. �Yo lo conocí, pero trabajé poco para él. El que sabe más es el dueño del hotel que está en la 5. El arquitecto, incluso, le encargó a él la lápida que quería que le pusieran. Era una buena persona�, completó el hombre mientras volvía a la casilla para continuar con su almuerzo.
La tumba de Ulrico Ploetz era apenas más grande que el resto. Por las fechas, calculamos que �el arquitecto� tenía 40 años cuando, al terminar la guerra, decidió viajar a la Argentina. Limpiando un poco el mármol de vetas rosas aparecían los nombres de Ulrico y de Hilde, su mujer. Según cuentan, el fletero que lo trasladó desde Mar del Plata relató con asombro que pesaba 500 kilos y hubo que emplear rodillos para bajarlo del camión. De todos modos, �el arquitecto� había dejado muy precisas instrucciones.La primera lápida, provisoria, de piedra, colocada al morir Hilde, su segunda esposa, debía ser reemplazada y él enterrado sobre su ataúd cuando le llegara la hora. Las señas del matrimonio Ploetz estaban cobijadas por un símbolo: un rayo y una estrella de cinco puntas. El mismo que aparecía grabado sobre el arco que, en la casa, separaba el amplio living del comedor. En la arcada del chalet había, además, una fecha: 1946, tal vez el año de la llegada de los Ploetz. El rayo es en la simbología ocultista el despliegue de la energía; la estrella, esa misma energía concentrada. En el pueblo recuerdan que �el arquitecto� Ulrico Ploetz solía contar de un campo comprado por su padre como inversión, en Santa Fe, y bautizado también con un nombre estelar, extraño para una estancia: Orión, la constelación a la que pertenecen Las Tres Marías.
Sorprende que ninguno de los muchos inquilinos de la mansión Ploetz haya sentido la curiosidad de hojear el libro; increíble que nadie haya reparado en las fotos de hombres, mujeres y niños gitanos tomados de frente y perfil; más que sospechoso que no haya corrido el rumor de que, en un estante de esa casa bellísima, un volumen encuadernado en verde ofrecía pormenores sobre la esterilización y castración en Finlandia. Quizás la explicación de tanta indiferencia esté en esas disculpas que, como el Papa, Fernando de la Rúa pidió el lunes a la comunidad judía internacional.
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