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Ida y vuelta con la misma realidad en las maletas

El exitoso viaje de De la Rúa a Washington no cambiará nada en la problemática relación económica de la Argentina con los Estados Unidos, marcada por el déficit y por la dependencia.

Bill Clinton, presidente de Estados Unidos y educado anfitrión de Fernando de la Rúa.
Déficit comercial, temible impacto financiero e imposición de políticas macro y sectoriales.


Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) Todo está sucediendo comme il faut. Fernando de la Rúa recibe en Washington el respaldo de la Casa Blanca, de los organismos multilaterales, de empresarios ávidos de invertir en la Argentina y de los financistas. Todo ese aliento retórico premia su rigor en el ajuste fiscal, que interesa primordialmente a los acreedores del país (los tenedores de bonos de la deuda argentina), y su política liberalizadora, que abarca negocios apetecidos por los norteamericanos, como las telecomunicaciones y el tráfico aerocomercial (cielos abiertos), añadiéndole filones como el de la salud pública. Completa así la desregulación de los servicios, ya consumada por el menemismo en cuanto a las finanzas, el mercado de capitales y la comercialización.
De hecho, después de una década de alineamiento absoluto (relaciones carnales) con Washington, la Argentina sigue padeciendo su déficit comercial crónico con Estados Unidos. Aunque éste pueda deberse en cierta medida a la falta de oferta exportable adecuada en calidad y precio, los norteamericanos mantienen su política de subsidios al agro y de protección a su mercado de commodities (insumos), que son precisamente los sectores donde la Argentina compite.
Se supone que el país necesita inversiones, y que éstas pueden provenir de Estados Unidos, como en el tan promocionado caso de la desregulación telefónica. Al igual que en otros rubros, se promete más competencia, mejor servicio y menores precios, los mismos slogans utilizados en las privatizaciones, que ahora parece imperioso �reprivatizar�. En cualquier caso, no se aclara el impacto de corto, mediano y largo plazo que tendrán esas inversiones sobre el balance de pagos, cuyo rojo es un problema central de la economía argentina. 
Después del ingreso inicial de fondos llegará el momento de que los nuevos �jugadores� ingresados repaguen los créditos tomados y remesen utilidades. Para entonces, otros sectores con capacidad exportadora deberán proveer los dólares requeridos. De lo contrario, habrá estrangulamiento externo y freno al crecimiento. Tampoco se ha dicho cuánto de esa inversión directa se irá en importaciones de equipos y tecnología, y cuánto dinero será efectivamente volcado en el país, porque de esto dependerá el estímulo a la economía.
Como sucede cuando se anuncia un plan de obras públicas o de asistencia social, y se rejuntan para la ocasión un montón de proyectos y programas sueltos ya existentes, embalándolos en un vistoso paquete para regalo, la propaganda oficial hace aparecer como logros de este viaje una pila de inversiones en sectores que van del turismo a la minería. En realidad, los empresarios norteamericanos no están esperando la visita de De la Rúa y el texto de sus discursos para decidir si invierten o no. Sí pesa sobre su propensión a invertir la política ultraamigable que el gobierno de la Alianza despliega frente al mundo de los negocios, pero hay también otros factores que influyen, como la desconfianza que inspira un país cuya economía vive arrancando, frenando y retrocediendo, sin salir del pantano. Financieramente, Estados Unidos tiene la llave de la suerte argentina. Lo que ningún éxito diplomático va a alterar es la política de tasas de interés que sigue la Reserva Federal, absolutamente determinada por sus prioridades internas. Cada fracción de punto que Alan Greenspan decida aumentar agravará la encrucijada argentina, por más amistosamente que Clinton sonría. Las principales agencias calificadoras, que también son norteamericanas, seguirán manteniéndole al país una nota muy lejana del investment grade (grado de inversión), lo que implica menos fondos disponibles para bonos públicos y privados, y obviamente más caros. Cerrando el círculo, Washington gravita decisivamente sobre el Fondo Monetario y el Banco Mundial, con lo que interviene directamente en el diseño de la estrategia macroeconómica del país, e incluso en las políticas sectoriales, como sucede con las obras sociales o las patentes. Por detrás de todos estos hilos de dependencia aparece Estados Unidos como el recurso último de la convertibilidad. Ante su eventual estallido, los sectores que la sostienen ya decidieron avanzar hasta la dolarización absoluta, que implica una anexión monetaria. Aunque De la Rúa y Machinea ratifiquen una y otra vez la convertibilidad y descarten la dolarización, queda indefinida la opción que tomarían ante un hipotético golpe de mercado que no puedan derrotar. Si en ese momento fueran coherentes con el sesgo que impusieron hasta ahora a su política, probablemente optarían por dolarizar en vez de flotar el peso e ir al rescate de los sectores más indefensos frente al naufragio. No tendría por qué cambiar la lógica de plegarse a los criterios de los intereses más potentes, creyéndola la vía más inteligente para conseguir los mejores frutos para el bienestar general. 

 

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