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El violinista que convirtió en arte 
el parar en todas las estaciones

El último álbum de Gidon Kremer junta los famosos cuatro conciertos de Vivaldi con las no menos famosas fantasías de Piazzolla.

Cuatro estaciones de Vivaldi y cuatro de Piazzolla.
Gidon Kremer y su grupo se meten en el estilo de cada obra.


Por Diego Fischerman

t.gif (862 bytes) Alguna vez Gidon Kremer fue un joven prodigio, discípulo de David Oistrakh �uno de los pocos que aceptó� y ganador de premios como el codiciado �Tchaikovsky� de Moscú. Alguna vez fue el partenaire obligado de músicos como Claudio Abbado o Martha Argerich. Bach, Beethoven, Brahms, Schumann y Tchaikovsky tuvieron en sus manos versiones de referencia. Alguna vez Kremer fue sólo uno de los mejores violinistas del mundo. Pero no hizo lo que hubiera podido esperarse de él. Y en lugar de dedicarse a seguir tocando (puede ser que cada vez mejor) a Beethoven, Bach, Tchaikovsky y Schumann, empezó a difundir la música de compositores de la ex Unión Soviética, cuyos nombres apenas habían llegado al ex Occidente: Alfred Schnittke y Sofia Gubaidulina, entre ellos. El último hallazgo de Kremer se llama Astor Piazzolla, al que después de Tango Ballet y de una buena versión de la discutible Maria Buenos Aires vuelve con un CD recién editado, en el que intercala sus cuatro estaciones porteñas con las famosas �y venecianas� de Vivaldi.
Hay una sospecha que conviene apartar de inmediato: la de oportunismo. La aproximación de Kremer puede considerarse más o menos ortodoxa, más o menos interesante y más o menos estilística, según sea el caso. Pero es imposible negarle seriedad y compromiso. Kremer y su grupo no sólo tocan magníficamente (y quienes tengan dudas pueden detenerse en el movimiento lento de �Invierno� de Vivaldi o en el deslumbrante comienzo de �Verano porteño�, que intercala pasajes de la �Primavera� vivaldiana) sino que se meten hasta el fondo en el estilo de cada obra. Se meten a su manera, es cierto, pero posiblemente sea en ese malentendido, en esa desviación de las normas precisas del piazzollismo donde radica el mayor encanto de estas versiones. Si en Vivaldi la elección de Kremer pasa por incorporar las enseñanzas del historicismo, procesar los avances propiciados por Harnoncourt, Biondi, Hogwood o Il Giardino Armonico para fabricar una lectura propia, respetuosa del estilo, pero moderna en su enfoque, con Piazzolla no resulta demasiado diferente. Kremer se describe a sí mismo como un �músico viajero�, pero el viaje para él no es una cuestión de geografías sino de movimientos perpetuos. Y en ese movimiento de Vivaldi a Piazzolla, pero también de la ortodoxia a la heterodoxia, es donde puede leerse aquello que lo convierte en un intérprete sin comparación posible en el mundo de la música clásica actual.
Podría decirse que lo que caracteriza a Kremer es cierto inconformismo que no pasa tanto por tocar obras impregnadas de rebeldía (a veces hace exactamente lo contrario) como por no tocar nunca lo mismo o no tocarlo jamás de la misma manera. De abanderado de las vanguardias (una grabación ejemplar con obras de Luigi Nono, por ejemplo) a cabeza de playa del minimalismo y la nueva simplicidad (en su último concierto en Buenos Aires, con la Orquesta Filarmónica de Oslo que dirige Mariss Janssons, tocó el Concierto para violín de Philip Glass), y de tocar las obras más difíciles del repertorio a interpretar piezas de Chaplin, Nino Rota o, claro, Piazzolla. Su recorrido podría confundirse con el de alguien que renunció a la complejidad (y a la modernidad) o, simplemente, como el de un músico que abrazó la causa de la posmodernidad. Algo de eso hay, pero lo cierto es que la profundidad con la que Kremer aborda composiciones que en otras manos serían absolutamente banales lo exime de la condena. En el caso de estas Ocho Estaciones en las que dos atractivos más son la bella presentación y la excepcional calidad de la grabación, el encanto mayor pasa por comprobar qué queda indemne de Piazzolla en el arreglo para orquesta de cuerdas realizado por Leonid Desyatnikov y, a la inversa, qué es lo que las nuevas densidades le agregan a la obra. La orquesta conformada por siete primeros violines, seis segundos, cuatro violas, cuatro cellos, dos contrabajos y un clave entra en Piazzolla o, mejor, inventa un Piazzolla posible. Un Piazzolla que se perfila con mayor nitidez en cada una de las idas y vueltas a los conciertos de Vivaldi.

 

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