Adivinanza
Por Enrique Medina |
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El mozo deposita los dos cafés. Isidoro me da las hojas para leer. Leo:
�Escribo esto no sólo por autocompasión (aunque la autocompasión es uno de mis vicios) sino para decir la simple verdad: no me he vuelto más agradable con el paso de los años, y sospecho que lo que ha sido cierto para mí puede serlo para muchos de ustedes. He quemado demasiadas energías creativas, y he adquirido con demasiada lentitud el duro, sórdido y quizá viril conocimiento de que si quiero seguir diciendo lo que mi furia me dice que debo decir, tengo que mejorar mi modo de superar la indiferencia que proviene de los snobs, árbitros, directivos y maniáticos complacientes que manipulan casi todo el mundo de las letras y presienten en el corazón del inconsciente que la ambición de un escritor como yo se volvería consecuentemente más transgresiva, más peligrosa, y más potente. No habrá problemas si puedo escribir tan bien y tan vigorosamente como para anticipar el resultado, pero lamentablemente quizá haya fatigado más de la cuenta la tierra del lenguaje rico. No lo sé, pero es posible. He participado en demasiadas peleas, me han dado un martillazo en la cabeza, y me estropearon el ojo izquierdo en una pelea callejera. Desde luego estoy orgulloso de todo eso (era físicamente cobarde cuando niño), y también estoy orgulloso de haber aprendido a pelear aunque el costo termine como desperdicio. Tal vez hubo demasiadas peleas para mí, demasiado sexo, licor, marihuana, benzedrine y seconal, demasiada rubia ridícula y sofocante ante las frustraciones mezquinas de un aborrecible mundo literario, necrofílico hasta la médula: asesina a sus escritores, luego les decora las tumbas.
Si escribo palabras tan tajantes, no es porque sólo yo haya sido maltratado. Por el contrario, he tenido más buena suerte y presuntamente más mala suerte que otros escritores (lo cual suele darme la dura satisfacción de saber un poco más sobre lo que hay en juego). No, estas hemorragias y espasmos tan poco pudorosos son para dejar clara constancia de algo: tuve la suerte de tener talento y de utilizar una parte. Y sé cuánto más podría haber hecho si hubiera tenido más suerte. Bien, ésa no es mi historia, sino la historia de todos; cada uno de nosotros podría haber hecho más, una creación o dos más de lo que hemos hecho, y aunque es nuestra propia culpa, no es del todo nuestra culpa, de modo que aún me enfurezco ante la cobardía de una época que nos ha sumido a todos en los mediocres compromisos de lo que en un tiempo fue nuestra luminosa pasión de sobresalir y ser originales.
Ustedes verán que este repertorio insiste, a fin de cuentas, y la mayoría de las veces, en ese dulce tema: esos cerdos nos están matando, al tiempo que se matan a sí mismos, cada día nuevas mentiras carcomen la simiente con que nacemos, pequeñas mentiras institucionales de la tinta de los periódicos, de las ondas de choque de la radio y la televisión, y de las patrañas sentimentales de la pantalla de cine. Mentiras pequeñas, pero que nos empujan hacia la locura mientras devoran nuestro sentido de lo real. Hemos nacido en un mundo más decadente que lo peor del Imperio Romano, un mundo cobarde que intenta pasarlo bien (algo que nadie puede reprobar) pero lo intenta sin el valor de pagar el duro precio de la plena conciencia, y por lo tanto pierde el placer en los gorjeos y chillidos de angustia. Queremos el calor de la orgía sin su brutalidad, la tibieza del placer sin el aguijonazo del dolor, y por lo tanto el futuro nos amenaza con una pesadilla y continuamos derrochándonos a nosotros mismos.
Hemos tomado un atajo, tratamos de sortear el corazón de la vida, tratamos de no enfrentar la perturbadora sensación de que el placer es más accesible para los valientes, y ahora somos un país de drogadictos (cafeína, coca y nicotina), de homosexuales, matones, gobernadores con cara de idiotas y un presidente tan pasivo en sus pánicos seniles que las mujeres se fastidiarían si alguien lo llamara femenino. La temperatura de nuestra delincuencia juvenil sólo es comparable a la inconfesada aceleración de nuestra carrera hacia el cáncer, esa enfermedad que es algo más que enfermedad, esa oleada de la función indiferenciada, la orgía de las células perdidas.
Conque quizá sea, en efecto, tiempo de decir que la República corre verdadero peligro, y nosotros somos los cobardes que deben defender el coraje, el sexo, la conciencia, la belleza del cuerpo, la búsqueda del amor, y la consecución de lo que quizá sea, a fin de cuentas, un destino heroico.
Pero decir estas palabras es mostrar lo tristes que estamos, pues aquellos de nosotros que más creen han pasado los años escribiendo sobre el miedo, la impotencia, la estupidez, la fealdad, el egocentrismo y la apatía, y aún así ése ha sido nuestro acto de fe, nuestra tentativa de ver, de ver en forma penetrante, de oler, aun de tocar, sí, de capturar ese nervio del Ser que quizá nos incluya a todos, esa Realidad cuya existencia puede depender de la vida franca de nuestro trabajo, la honra de nosotros mismos que no nos permite expresar nada mejor de lo que hemos visto�.
Le devuelvo las hojas y le digo que es un texto muy bueno, que ha escrito algo muy actual sobre nosotros, los argentinos. Me dice que no es de él, y que adivine quién es el autor, su nacionalidad, y año en que lo escribió.
REP
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