Por Hilda Cabrera
En esta pieza de 1984 parece imposible romper con la domesticación. Aun con sus diferencias, los personajes están atados todos a un orden que guarda relación con el miedo a quebrar un cierto estado de cosas. Agudo observador de los sectores más frustrados, pero también de los más oportunistas e hipócritas, de la clase media urbana, el dramaturgo Roberto Cossa construye en De pies y manos metáforas de la perplejidad y del agotamiento, retratando con áspero humor a un grupo familiar. Elementos de esos estados de ánimo son, por un lado, la confusión y el pánico, y, por otro, la conciencia de haber sido despojados. Esto es tal vez más evidente en este reestreno del Teatro del Pueblo que en la primera puesta de 1984, realizada por Omar Grasso. De ahí que el montaje de Roberto Castro en la Sala Carlos Somigliana adquiera hoy, a dieciséis años de aquella première, el carácter de un amargo recuento. Y ello a pesar de lo colorido de esta puesta, que en ningún momento traiciona la inventiva del autor.
Es así que la socarrona y, al mismo tiempo, compasiva mirada de Cossa se interna con agudeza en lo cotidiano, pero sin abarcarlo todo, exigiéndole al espectador rellenar con su propio imaginario los huecos de una historia que carga con demasiadas ausencias, entre ellas las intempestivas del profesor Miguel. La materia con la que trabaja el autor es la clase media, un estadio con posibilidades de ser reconstituido, aunque más no sea apelando �como en esta puesta� a estímulos visuales y verbales algo desproporcionados y estridentes.
Como espejo de una sociedad desorbitada hasta la caricatura, la obra se convierte por momentos en un catálogo de pensamientos retorcidos, incluida la desolación que experimenta el atormentado Miguel (papel que interpreta en tono lastimero Raúl Rizzo), el intelectual supuestamente flojo y llorón dentro de un grupo familiar siempre dispuesto a encontrar a quién victimizar. Alternando malicia e ingenuidad, crispación y placidez, comicidad y drama �situaciones en las que se desenvuelve con amplitud de recursos la actriz Ana María Casó, en el papel de Madre�, la obra es también retrato de unos seres ciegos a las revelaciones. Estos aceptan mansamente la convivencia con el déspota, simbolizado aquí por el personaje del Amigo (a cargo de un eficaz Manuel Vicente). Se trata de un vecino prototípico, dispuesto a pasar horas en casa ajena, invariablemente atento a la actividad de los otros, decidido a actuar agresivamente si se le da ocasión y a engullir con avidez de boa la comida.
La exposición entrecortada de los estados de ánimo de los personajes es por lo tanto un dato, lo mismo que los olvidos y equívocos en los que caen el acorralado �profesor idealista�, el joven y desmañado Hernán (Federico Olivera), la delirante Novia (Verónica Piaggio) y la Madre tiránica. Esta es quien recrimina a su hijo las salidas intempestivas y los retrasos a la hora de la cena. De esa �protección� participa también el Amigo, recuerda a Miguel una extraña y lejana camaradería. Asunto que, por otra parte, confunde aún más al profesor, mareado ya por su compulsiva adhesión a teorías sociales de diferente cuño, que suele recitar a la manera de un disertante desde su podio.
�¡Qué dolor! ¡Qué pena infinita! ¿Adónde iré a parar con esta piedad!�, se lamentará también en esta obra con clima de encerrona, cuyo contenido se ajusta al título. �¿Te acordás el miedo que teníamos de que no volviera nunca?�, había dicho antes la Madre a la Novia, siempre en actitud de espera. El comentario aporta otro dato sobre Miguel, acaso un autoexiliado convencido de carecer de futuro, como el abuelo que, según una anécdota familiar contada por su madre, ofendido porque le dijeran eso mismo a la cara, se sentó en un sillón frente a una ventana, y ahí se quedó: �No tengo futuro... No tengo futuro�, decía. Una frase que repitió durante treinta años, hasta que murió.
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