Crueldades
Por Juan Gelman |
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Son oscuras las relaciones entre artistas y crueldad. Al pintor que mantiene a su modelo �a veces, horas� en posiciones imposibles de sostener mucho tiempo le importa sobre todo lo que le dice el lienzo. El cuerpo del otro se torna objeto de caza y captura, en calor de vida inmóvil. Se dirá que es una crueldad menor y necesaria, y quien se somete a ella lo hace voluntariamente y por un pago. Lo cierto es que algunos directores de cine no han vacilado en ejercer ferocidades mayores.
Conocidas son las que practicaba Hitchcock, que consideraba mero ganado a los actores. Menos las del austríaco Fritz Lang. En 1954 dirigió una adaptación de La bestia humana, la novela de Emile Zola que explora los meandros de la lujuria psicopática en un ambiente ferroviario. La versión fílmica del mismo libro que realizó el francés Jean Renoir en 1938 subrayaba el movimiento caprichoso del apetito sexual. Lang convirtió la historia en un relato más austero sobre la fatalidad del destino: la primera secuencia de su película recorre largamente el itinerario inflexible de los trenes trazado por caminos de metal. Aun así, los productores hollywoodenses exhibieron sus melindres y cambiaron el título en inglés, que pasó de La bestia humana a Humano deseo. Lang protestó: �Zola quiso mostrar que en cada ser humano hay una bestia�.
Tal vez la hubiera en él. Hay sospechas de que asesinó a su primera mujer, que un día de 1920 lo sorprendió en funciones amorosas flagrantes con Thea von Harbou, a continuación su sucesora. La noche de ese día, la señora Lang apareció muerta de un tiro disparado con el revólver del señor Lang. La policía lo detuvo y lo interrogó 24 horas seguidas, pero el caso se rotuló �suicidio� por falta de evidencias. Ciertos críticos han creído detectar un sentimiento de culpa reprimida que aflora en algunas de sus últimas películas, por ejemplo en el cadáver boyante de La casa junto al río, que no se hunde jamás.
La filmación de Metrópolis �su obra más difundida hoy� en la Alemania de 1926 reveló facetas sádicas de Fritz Lang. Aprovechando la desocupación imperante en la entonces República de Weimar, no titubeó �en aras de su extraordinario sentido de la composición arquitectónica con cuerpos humanos, expresión de fascismo para algunos� en someter a un ejército de extras mal pagos y desnudos a los rigores del invierno y poco le importó que corrieran el riesgo de ahogarse en la escena de la inundación de la ciudad subterránea. No trataba mejor a los actores: obligó a Gustav Froelich a golpear una puerta de madera hasta que sus puños sangraron. Columpió en una cuerda a la actriz Brigitte Helm, haciéndola chocar contra un muro para que sus magulladuras y contusiones confirieran autenticidad al sufrimiento del personaje; cuando María, el robot demoníaco personificado por la Helm, debía ser incinerado, Lang ató la actriz a la pira y la observó impasible hasta que las primeras llamas amenazaron con hacer de ella un asadito. En M (1931) forzó a Peter Lorre a rodar por unas escaleras doce veces hasta que se dio por satisfecho. No se privó delhábito en Hollywood. En Los verdugos también mueren la actriz Anna Lee debía romper una ventana con el puño. Lang se negó a utilizar la gelatina que usualmente sustituye al vidrio en estos casos y cuando la Lee comenzó a sangrar de una vena tras el acto, le chupó la sangre gentilmente. Lang tenía 53 años y �parecía un viejo vampiro�, informó un testigo.
No era nazi, pero lo parecía con su eterno monóculo y la rigidez de su aire militar. Cuando Goebbels vio M en 1933, se entusiasmó con la escena de la ejecución sumaria del personaje encarnado por Peter Lorre: �¡Fantástico! Así hay que terminar con el empalagoso humanitarismo�, dijo, y ofreció a Lang ungirlo �Führer del cine alemán�. La leyenda -autoconstruida� propone que Lang tomó inmediatamente el tren nocturno a París sin vaciar siquiera su cuenta bancaria. Los hechos investigados afirman que, si bien así ocurrió, Lang volvió varias veces a la Alemania nazi en 1933 sin ser molestado y se encontró con su dinero.
Lang creyó que podía repetir su autoritarismo en Los Angeles. Durante la filmación de Furia (1936), su primera película yanqui, eliminó la hora de almuerzo de los extras y tropezó con una rebelión encabezada por Spencer Tracy. Bertolt Brecht, que colaboró con Lang en Los verdugos también mueren, lo llamaba sarcásticamente �el señor de los lentes�, entronizado en su sitial de director, inabordable detrás de la cámara, sosteniendo su despotismo con las vitaminas que le inyectaba un médico alemán refugiado.
Su obra despertó opiniones desiguales entre sus colegas. En Memorias inmorales, Eisenstein anota, hablando de sus gustos musicales: �Desde mi infancia amé Los nibelungos hasta el momento en que me los arruinaron las películas de Fritz Lang�. Luis Buñuel estimó que Metrópolis sería con el tiempo �la fiel traductora de los sueños más audaces de los arquitectos�. Lo cierto es que los films de Fritz Lang van más allá de la indagación de compulsiones asesinas. Su visión cinemática arrasa con las apariencias, a la manera en que un disolvente revela la circulación sanguínea del robot María bajo su carapacho de metal. Para Lang, la crueldad era un elemento conducente al logro de sus fines. Para los fundamentalistas neoliberales, también.
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