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EN UNA PLAZA AYER SE CELEBRO EL COMIENZO DE UN NUEVO AÑO
La noche en que Palermo fue indígena

Desafiando el aire gélido, dos centenares de miembros de las comunidades indígenas �y algunos invitados �blancos�� recibieron en una plaza el año nuevo, en una ceremonia que duró hasta que salieron los primero rayos del sol.

La ceremonia se prolongó hasta las 8.01, cuando los primeros rayos anunciaron un nuevo día.


Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes) 22.45: hora del solsticio. Un hombre lleva encadenado un calendario azteca. El escenario es la plaza de las Américas. En este lugar de la urbe porteña acaba de comenzar la fiesta: es el inicio del año nuevo indígena. El momento en que el sol, balbuceado como Inti Tataj, llega al punto de alejamiento máximo de la Tierra. Por eso el hombre mira el calendario y por eso a su alrededor decenas de otros personajes con ponchos tejidos de vicuña y gorros comienzan a prender fuego. Un fuego, cuentan, que calentará durante esta larga noche a la Madre Tierra. Fueron unas doscientas personas las que se reunieron ayer en Palermo para actualizar un ritual milenario, festejado por las comunidades indígenas de toda Sudamérica. La ceremonia se prolongó hasta las 8.01, cuando los primeros rayos del Dios Sol anunciaron el nuevo ciclo de fecundidad terrestre.
El tiempo, en la plaza de Figueroa Alcorta y Tagle, se vuelve tiempo de rito, preparado desde hace meses por las comunidades indígenas que aún sobreviven en Buenos Aires. El solsticio marca el inicio de un momento inverosímil: a lo largo de la noche, y hasta la salida del sol, se sucederán indios y blancos �así se presentan� que resistirán al frío para defender una cosmovisión indígena demasiado relegada fuera de esta plaza.
Fernanda Ortega Villa pide que sus chicos no se alejen del fuego. Nadie tiene a mano un termómetro, pero el frío alcanza para saber que hoy es noche de invierno. La primera. Por eso Fernanda está en la plaza de las Naciones Unidas, donde desde hace siete años unos pocos se obstinan en esperar la salida del primer rayo de sol. Pero eso sucederá dentro de muchas horas. Por eso la mujer se abriga y habla de un acontecimiento cósmico mandante: �Tanto indígenas como no indígenas �dice� debemos tenerlo en cuenta�. Es ella quien primero nombra a �nuestro Inti Tataj� como padre Sol. Y después habla de la tierra como madre y de ese fuego que otra mujer, unos metros adelante, comienza a alimentar con restos de árbol caído. 
Para Fernanda no existe la posibilidad de concebir en forma separada al hombre de la tierra. �Juntos tierra y hombre �explica� debemos prepararnos para esperar al Padre Sol que retorna con nuevas energías fecundando a todos los seres vivientes de este hemisferio.� Este pedazo de planeta tierra del que se habla aquí, está lejos de aquel donde la globalización crece como verdad. Acá, sobre el fuego, se revuelve maíz morado, azúcar y limón. Y frente al preparado caliente, alguien explica por qué se habla del año nuevo del hemisferio sur. �El hombre originario de este hemisferio fue el indígena y ellos nunca han dejando de practicar esta fiesta�, cuentan. 
A través de una especie de contemplación que funde fuego y cielo de invierno, los representantes indígenas reunidos saben que viven este ritual en comunión con su gente. Se cuenta sobre los pueblos que viven la fiesta en México, en el Cuzco y Bolivia. Son estos los tres enclaves más importantes de la fiesta. Pero no son los únicos. En el país, cuenta ahora Wenceslao Villanueva que encabeza la celebración, también esta noche hay pueblos en contemplación. Habla de los mapuches en el sur y de algunas comunidades tobas y guaraníes del norte.
Churi Huaira viene del norte. Se llama Hijo del Viento. Tiene unos cincuenta años y no se presenta como descendiente aborigen. �Soy indio, soy kolla�, dice y esa pronunciación se asemeja a una provocación de resistencia. Hace veinte años viven en Buenos Aires, donde nadie lo llama Hijo del Viento sino Daniel Figueroa. �Es muy simple �avisa�, estamos festejando el año nuevo.� Y aquí no cabe duda.
El frío se templa con algo que va pasando desde una jarra humeante. Es el hipa, ese zumo que Lidia Mamani ha estado preparando desde que comenzó la noche. �Es como una mermelada caliente�, traduce ahora uno de los blancos que se han colado por opción entre los indios. El blanco tiene un turbante delirante montado sobre un par de anteojos en los que tienefileteado su nuevo nombre: �Soy Michel del Aire�, aclara de todos modos. No es el único occidental este año en la plaza. �Me sorprende ver tantos blancos �dice alguien desde un micrófono�. Hasta ahora nunca participaban tanto, sólo había visto periodistas en nuestras ceremonias.�
Hay muchos blancos jóvenes cultores de la cueca y de sonidos indoamericanos. Durante la noche, parte de esos jóvenes blancos pero también indios promovieron un segundo fogón. Esa duplicación de escenarios fue leída como indicio de fractura. De un lado, los adultos multiplicaban experiencias y silencios reflexivos frente al fuego principal. Del otro, charangos, bombos y una veintena de quenas no dejaban de prenunciar la fiesta de la salida del sol. �Ellos �decía uno de los rebeldes� se mantienen solemnes por culpa, por una especie de culpa a la ocupación del hombre blanco. Para nosotros, es una fiesta.�
El hombre del calendario azteca es Roberto Marquet. Es hombre blanco porteño, ex habitante de México y Perú. Lleva a cuestas un medallón azteca comprado entre las baratijas del merchandising mexicano. Ahora lo tiene levantado. Ya no está en la plaza, sino sobre un mirador que se ha improvisado sobre el monumento a las Américas. �El sol va a salir a las 8.01, creo que mi reloj atrasa�, dice después de consultar el movimiento cósmico en un diario occidental. Frente a él, los representantes diaguitas, tobas, mapuches y guaraníes que le han sobrevivido a la noche marchan encolumnados para alcanzar el mirador.
Ahora están frente al resplandor que preludia la salida del Inti Tataj. Son las 8.01 y el Inti Ranti (año nuevo) ha comenzado. Roberto Marquet, entonces, alza las manos siguiendo el movimiento indio. Es la zona más energética del cuerpo, explica. Por eso todos se empapan la cara con las manos iluminadas. El año nuevo ya ha sido. Marquet saluda y antes de marcharse se quita el colgante azteca. Lo mira y lo guarda en la chaqueta. 


�No somos salvajes�

Natalia de la Puente está parada, bajo un poncho, a unos metros de la gran fogata. Es la única de sus hermanas con nombre occidental. Mientras espera en una ronda hecha de ponchos la salida del sol hablará de Nawin, su hermana pequeña llamada Ojos de Manantial. Pero también dirá algo de su bisabuelo diaguita y de su muerte a los 117 años y del momento de una expulsión: �Cuando él tenía doce años �dice Natalia� los blancos lo sacaron de su aldea y lo obligaron a trabajar en la ciudad�. Esa historia que repite Natalia actualiza con demasiada fuerza un pasado que parece desdibujarse fuera de esta plaza. Natalia, quietísima y con algo de frío habla de pronto de un abuelo de túnica y ojotas. �Nunca se las sacó siempre las mantuvo aunque vivía entre blancos.� Al lado está Carmelo Cabezas. Tiene 23 años y mucha impaciencia por saber más de historias vinculadas con un pasado del que le faltan varios fragmentos. �Un día empecé a ver cosas como éstas �dice� y busqué mis raíces que no conozco bien pero creo que vengo de los quechuas.� El fuego está más fuerte y Natalia mirándolo habla de las grandes fiestas indias en otros lugares del mundo. �No somos salvajes los indios, como todo el mundo piensa�, dice. Y más tarde, casi como nena aclara que lo que más quiere es viajar por el mundo para vivir las otras fiestas.

Beatriz, agua, viento, piedra

La mujer ha traído hasta la plaza un sillón playero. Temprano, lo dejó frente al fuego. Pero, extrañamente, no espera la salida del sol. No tiene impaciencia por el frío: sólo asiste. Concurre a la noche, a esta noche que entre los suyos se ha plagado de algo vital. La mujer se presenta: �Mi nombre es Beatriz, pero no quisiera llamarme Beatriz. Quiero ser agua, viento o piedra. Cualquiera de los nombres de mis ancestros�. Ella, entonces mejor sin nombre, es aymará. Vino de Bolivia a Buenos Aires hace algo más de treinta años. Y ahora está aquí, ante el fuego. Lo explica: �Es una obligación, es un deber estar acá�. Alguien le acerca un vaso humeante. La mujer invita al trago de Hipa, lo aconseja como recomienda un contacto con la naturaleza concebido como sagrado. �Me gusta que la lluvia me toque la cabeza, pasar bajo las ramas de los árboles y que me raspen -dice y sigue�: quiero al viento, al sol y la luna. Dan energía. Es lindo.� 

�Creemos en el Dios Sol�

Es de madrugada y dos chicos no dejan de preguntar a un viejo indio sobre la fiesta, comidas y hasta por qué se admite o no la poligamia en su pueblo. En la charla, el indio va contando que llegó de Tartagal enviado por su cacique. Habla de historias de antropofagia entre Tobas y Guaraníes y cuenta de pueblos guerreros desaparecidos hace un siglo. Mientras sucede aquello, más atrás un trovador indio intenta soplos casi conspirativos en un instrumento de cuernos ensamblados. �El kolla lo llama Erke �explica Daniel Figueroa�, pero el mapuche Tutuca�. A lo largo de los tres metros de engranajes, el sonido se asemeja al réquiem de recogimiento que vive Figueroa. El es kolla. Vive en José C. Paz y por este día de año nuevo suspendió su trabajo de albañil. A pesar de la vida ciudadana, ha conseguido preservarse como indio. �Tengo hijos y nietos �dice� y todos creen en esto: en el dios Sol. Es energético, agrega, y no somos locos como los occidentales quieren hacernos pasar. Esto es natural�. Dice mientras va como protestándole a un fantasma: �No somos violentos, ni malos, es todo al revés�.

 

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