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panorama politico
Por J.M. Pasquini Durán

MANIOBRAS

Sería estimulante que el debate actual entre fracciones políticas del gobierno y la oposición estuviera dedicado a encontrar los mejores procedimientos para garantizar y ampliar la libertad, instrumento de un pueblo soberano, la igualdad, fundamento de justicia, y la solidaridad, que recompone el tejido social. Por desgracia, el litigio no alcanza esa calidad. Al contrario, existen sospechas generalizadas, debido a los antecedentes de la mayoría de los litigantes, acerca de los propósitos que persiguen. Según esa percepción, el pleito parece más bien un episodio más de los forcejeos por el control de espacios de poder y, lo que es peor, disimulan invocando las angustias sociales pero reduciéndolas a la condición de bienes de canje entre ellos.
Con franqueza, es poco creíble que el menemismo residual que controla la mayoría numérica del Senado rechace el decreto que rebaja los salarios estatales y las jubilaciones de privilegio por razones de sensibilidad social, después de acompañar durante diez años la ejecución de políticas sin compasión inspiradas por el neoliberalismo. Tan increíble o más que los argumentos del gobierno cuando asegura que disminuirá el desempleo achicando el mercado interno o que está descargando el mayor esfuerzo sobre los que más tienen. Pocas certezas tienen los ciudadanos argentinos en la actualidad, pero quizá la mayor de ellas es la escasa o nula capacidad de recibir respuesta a sus demandas desde los aparatos políticos. 
La desgraciada combinación de la ineptitud política con el descreimiento público carcome los cimientos de la gobernabilidad tanto o más que las presiones de los mayores grupos económicos, pero con menos fuerza para alterar los sensores del Estado, al menos en comparación con las minorías poderosas. Aunque ese sea el trasfondo del panorama político, no es la única asechanza que desanima la construcción democrática. Hay que contabilizar, además, los esfuerzos convergentes de las líneas más conservadoras que quieren desalojar de la Alianza a las tendencias más progresistas, por muy amortiguadas que aparezcan ante la avalancha de decisiones antipopulares. 
Desde los grupos duros del fundamentalismo de mercado hasta los peronistas de la coalición conservadora populista, incluyendo a los radicales aislacionistas, pujan para volver a los términos del bipartidismo que hizo posible el Pacto de Olivos y que pueda, en adelante, acordar una alternancia en el gobierno con un programa común bajo el paraguas de supuestas �políticas de Estado�. Así funcionaron en Venezuela los socialdemócratas con los socialcristianos hasta que estallaron, reemplazados por el coronel Chávez. Así funcionaron las presidencias imperiales del PRI en México, con el PAN como oposición de su majestad, hasta que la rebelión en Chiapas provocó la desbandada de un régimen de setenta años. Así funcionaron en Colombia liberales y conservadores hasta que el país entero fue territorio en armas, asediado por la guerrilla y las mafias de las drogas ilegales. 
La nómina es más larga, pero con esto alcanza para plantar la advertencia: estos sistemas habilitaron a la América latina como la región más injusta del mundo y ya son el pasado aunque la fuerza de la inercia prolongue la vida de algunos. Ni siquiera funcionan como antes en Estados Unidos y en Europa, donde la aparición de nuevas representaciones (los verdes, los secesionistas, el nuevo sindicalismo, las comunidades de base) está cuestionando a fondo la legitimidad de las delegaciones tradicionales. Sin contar con que la idea del poder como patrimonio privado de elites políticas funcionó como anzuelo para la corrupción impúdica, que erosionó a partidos y líderes hasta que se derrumbaron entreescándalos, desde Italia a Rusia, desde Alemania a Japón. Cuando se habla del auge de la delincuencia vinculándola a la marginalidad social, debería incluirse más o menudo entre las razones de origen ese mal ejemplo que viene desde arriba, acompañado demasiadas veces por un alto grado de impunidad. Los vicios del Príncipe son los que desordenan los hábitos de los súbditos, afirmó Maquiavelo, y Perón, más campechano, afirmaba que �el pescado se pudre por la cabeza�.
A los conservadores no les importan estos razonamientos, porque sus planes son casi siempre de corto plazo y las consecuencias les son ajenas. Así, hoy se los ve más agresivos que nunca en la demanda de privilegios sectoriales, al mismo tiempo que usan a los agitadores populistas para provocar a los estratos más golpeados para que se enfrenten con la democracia, hasta descreer en ella. La embestida conservadora ha puesto las cosas tan al revés que la jornada de ocho horas dejó de ser y de parecer un derecho, convirtiéndola en una insolencia laboral. En ese tren, que se limiten las horas extras a no más de doscientas por mes puede presentarse como un progreso, aunque en la práctica han dejado de pagarse en muchísimas empresas, sobre todo en las mercantiles, y a cambio de un salario fijo se trabajan once o doce horas diarias, seis o siete días por semana. En política lo mismo, los conservadores quieren volver al pasado, asfixiando cualquier intento de renovación y rechazando toda posibilidad de horizontalizar la democracia. Y, encima, a todo esto le llaman modernización sólo porque usan computadoras en lugar del ábaco. 
Tienen motivos para buscar la eliminación de las alas reformistas, a pesar de sus declinaciones programáticas, porque tienen que ahogar cualquier probabilidad de proyectar el descontento hacia arriba. Los piqueteros pueden ser reprimidos por la gendarmería, pero cuando hay legisladores, iglesias, sindicatos, empresarios y organizaciones sociales que confluyen en un sentido común, la represión tiene que volverse dictadura para ser efectiva. No siempre el populismo inconsecuente puede hacerse cargo de la conducción de la protesta social o contenerla dentro de ciertos límites, haciendo fintas de que se van a comer a los niños crudos y yéndose después al mazo. Sacudir la cola del tigre a menudo tiene efectos imprevisibles, y existe el peligro latente de movimientos bruscos que cambien el cuadro de situación hacia rumbos no deseados. Los reformistas tienen a favor que expresan sentimientos generalizados en la población pero sus fuerzas y propuestas son insuficientes para despertar nuevas esperanzas en la gente. Los conservadores avanzan sobre el desorden de la protesta, la ausencia de liderazgos y la idea paralizante de la irreversibilidad de la sociedad de mercado.
Por cierto, es un mundo difícil porque carece de paradigmas y referencias. En la antigüedad, los esclavos eran secuestrados y desarraigados de su hábitat para venderlos en el nuevo mundo como mano de obra gratuita. Hoy en día, los esclavos modernos pagan por escapar de sus realidades, aunque mueran algunos en el trayecto, como acaba de suceder en Dover (Gran Bretaña). El tráfico de indocumentados, según cálculos de Naciones Unidas, es un negocio que mueve 5000 millones de dólares por año. En esas condiciones, los mejores diagnósticos y los más ilusionados pronósticos no alcanzan para revertir las relaciones de fuerzas en favor de los que menos tienen. Los partidos están separados de la sociedad, la mayoría de los sindicatos han sido burocratizados, las iglesias tienen límites que les impiden sustituir a las instituciones de representación política y los empresarios que no fueron absorbidos por la transnacionalización oligopólica necesitan del Estado para competir en paridad de condiciones con los grandes grupos concentrados, pero el Estado fue desarticulado por los conservadores que lo domesticaron para su exclusivo servicio. La cultura y la educación tampoco han salido indemnes de la revolución conservadora y han sufrido deterioros sensibles en su capacidad de irradiación de ideas y costumbres humanistas. Manuel Rocha, el diplomático norteamericano que anunció que Clinton y De la Rúa se enamoraron a primera vista (el presidente argentino aclaró después que sólo son amigos), el mismo día hizo una evaluación de las relaciones bilaterales. Elogió la continuidad, pese al cambio de gobierno, y destacó los valores del intercambio comercial, pero resaltó dos hábitos culturales: en el país del bife la juventud consume hamburguesas y la antigua influencia europea ha sido desplazada por los viajes masivos a Orlando. McDonald�s y Disney, en esa versión, son los cimientos de la nueva cultura del �modelo�. 
Al mismo tiempo, la vuelta atrás impuesta por las ideas conservadoras permite, por ejemplo, que el gobernador Juárez de Santiago del Estero, electo cinco veces por mayoría en las urnas, piense que no tiene costos prohibir un espectáculo artístico, la obra teatral El cartero, en nombre de una supuesta moral que custodia su administración. En Buenos Aires, decenas de adolescentes de ambos sexos, instigados por sus escuelas confesionales, manifestaron en contra de una ley sanitaria, confundiendo aborto con preservativos, en un delirio de ignorancia que provoca escalofríos. Esos jóvenes practican sexo al ritmo del rock, pero reivindican la conducta de sus bisabuelos porque los valores conservadores que defienden, muchas veces sin conciencia de ello, pertenecen al pasado remoto de cuando los obreros luchaban por las jornadas de ocho horas y las mujeres reclamaban el derecho al voto. 
Frente a la regresión conservadora, hay una mayoría popular que es víctima del retraso, pero que no alcanza a conectar esa mala suerte con la composición ideológica del poder dominante. Para esa mayoría el poder de un gobierno democrático consiste en nombrar o despedir empleados y funcionarios, un trámite que Simón Bolívar, hace casi dos siglos, llamaba �el oficio del tráfico de cargos públicos�. Los procesos electorales existen pero los dueños de la pelota viven afuera, por lo cual casi da lo mismo votar hoy por Menem y mañana por De la Rúa. Hay que remontarse a un campo de fútbol para vivir una alegría o entretenerse con el sensacionalismo de casi todos los medios electrónicos que pueden dedicarle horas a exhibir las tropelías delictivas, de jóvenes sin esperanzas de vida en la mayoría de los casos, pero que no promueven el debate que se merecen leyes como la que se acaba de aprobar en la Ciudad o los oprobiosos alcances de los censores santiagueños. 
Los múltiples núcleos minoritarios que promueven la resistencia a semejante estado de cosas sólo pueden acumular fuerzas con la expectativa puesta en un reencuentro con los sentimientos mayoritarios para ponerles dique a las ambiciones ilimitadas de los conservadores. Entre tanto, viven las contradicciones de la realidad cotidiana, que los obligan a rechazar el modelo conservador, demandar soluciones urgentes y respeto por los compromisos asumidos a los reformistas, criticar sus inflexiones �tácticas� o �estratégicas� y, al mismo tiempo, sostenerlos contra el embate de las viejas y nuevas derechas. Para cualquier ciudadano, se hace difícil seguir los remolinos casi diarios de esa lucha política que ayer se levantó en contra de los decretos de ajuste y mañana tendrá que negarse a votar en favor de los senadores que los rechazan, para no convalidar maniobras que tienen poco o nada que ver con los sufrimientos de tantos. A pesar de todo, ser reformista o �progre� en estos tiempos puede parecer una excentricidad o un entretenimiento para soñadores, pero al final de cuentas es la actitud con más futuro.

 

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