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RE-PUBLICOS

Por Rafael A. Bielsa *


El 6 de diciembre de 1810, hace casi doscientos años, la Primera Junta dictó el Decreto de Supresión de Honores que había encomendado a Mariano Moreno. La norma enfatizaba que “si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad”.
Casi dos mil años atrás, nació en Roma Aulo Gelio, el autor de Las noches áticas, un libro útil para conocer las instituciones y la vida privada de los antiguos. A propósito de las atenciones entre padres e hijos, se lee que “en los parajes públicos, en todas las circunstancias en que el hijo ejerce sus funciones de magistrado, la paternidad debe prescindir por el momento de sus derechos y ceder el puesto”, para que el hijo pueda sostener la dignidad de una magistratura que ha recibido del pueblo. En otras palabras, los atributos de la jerarquía formal se refieren al cargo, y no son honores debidos a la persona que los ejerce.
Es otoño; un juez pasea su estampa por los vericuetos de los tribunales de calle Talcahuano, rumbo al ascensor de uso privilegiado. Su mentón es irlandés, ambicioso e intenso, y en sus ojos brilla el patriotismo de Arthur Griffith, fundador de la organización separatista Sinn Fein. A dos pasos, lo sigue un efectivo de la Policía Federal, quien lleva doblado sobre su antebrazo izquierdo el abrigo del juez, una primorosa pieza color tabaco hecha de “pashmina”, un paño tejido con barbas de la quijada de cabras nepalesas, 70 por ciento de material básico y 30 por ciento de seda.
El decreto 6580/68 establece los alcances de los servicios de seguridad, y especifica la custodia de los miembros del Poder Judicial en condiciones normales y en casos especiales; nada dice acerca de sobretodos.
El agente mira la honorable espalda, y alternativamente al sobretodo destinado a cubrirla. Como si dudara, según criterios propios de precio y valor, a quién sería menester dar prioridad si llegara el momento de tener que defenderlos.
Escribe Aulio Gelio que Licinio Dentato se hizo famoso por las hazañas que le valieron el nombre de “Aquiles romano”. Asistió a 120 combates: herido 45 veces por delante, jamás lo fue por la espalda. Como recompensas militares recibió –entre otras– 8 coronas de oro, “añadiéndose a esto despojos militares de toda clase”. Como recompensa cívica, fue tribuno del pueblo, esto es, ejerció el “ius honorum”, dado que –desde el punto de vista del derecho público romano– “honor” era sinónimo de “magistrado”.
En el aeropuerto de Santiago del Estero, un diputado nacional se acerca al mostrador y solicita un boleto hacia la Capital Federal. “El vuelo está completo”, responde el empleado. “Para los demás, puede ser, pero no para mí, que soy diputado”, replica el legislador. El oficinista lo mira a los ojos: “Pensé que éramos todos iguales”. Didáctico, el diputado se le acerca, se apoya sobre un codo, y replica con voz siseante: “Iguales, sí, como los naipes: de un solo lado. Del otro, yo soy el ancho de espadas y vos un cuatro de copas. Así que dame de una vez el pasaje, que me vas a hacer perder el avión”.
En los antiguos tiempos de los romanos, relata Aulo Gelio, se tributaban extraordinarios honores a la ancianidad; “no consiguiéndolos mayores la nobleza y la opulencia”. Sólo cuando fue necesario aumentar la población de la República, se alentó la paternidad con honores y recompensas. Por ello la ley ordenaba que el cónsul que había de gozar primero del honor de los haces no era el que tenía más años sino el que había dado más hijos al Estado. Sin embargo, el cónsul a quien la ley autorizaba a tomar los haces en el primer mes renunciaba frecuentemente a su derecho y lo cedía a su colega, cuando éste era cónsul por segunda vez, o tenía más edad.
Si bien el magistrado nació cerca de la Capital, pasa por cordillerano, y responde al apodo de “El Gordo”. Tiene tres autos oficiales a su disposición, y uno que otro pedido de juicio político. Cuando se acerca asu opulenta oficina céntrica, comunica su proximidad por el teléfono celular. En ese preciso instante, cuatro ordenanzas corren presurosos y, munidos de vaporizadores, recorren entradas, pasillos, ascensores y rincones. Nubes de humedad tornasolada flotan hasta el piso, llenando las estancias de un olor a flores y a miel silvestre. El magistrado cree religiosamente que una eterna primavera olfativa alarga la vida y aguza la inteligencia.
Aulo Gelio, en el capítulo XXII de Las noches áticas, recuerda que los censores romanos acostumbraban a condenar a la pérdida del caballo a los caballeros que se ponían muy gruesos y repletos, considerando que el peso de su corpulencia los hacía muy poco aptos para desempeñar su servicio.
Mucho se discutió sobre si la medida implicaba un castigo o bien una forma de despedirlos sin degradarlos. Catón, en su discurso “Sobre la celebración de los sacrificios”, sostuvo que la medida suponía una indignidad. Si el servicio constituía un honor, entonces la indolencia de los caballeros cuyos cuerpos adquirían un volumen floreciente que les imposibilitaba seguir siéndolo debían ser sancionados con la pérdida de dicho honor.
Así lo manda la República.

* Titular de la Sindicatura General de la Nación.

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