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�LA EXCELSA�, DE JUAN PABLO SANTILLI
Fantasmas del puerto

La obra que acaba de reinagurar el Teatro Sarmiento parte de un sonado caso policial de fines de los �70, para convertirse en una indagación sobre la relación entre deterioro social y violencia.

Idea: En el relato de la obra, el crimen es un drama lejano, hecho presente a través de sucesivos flashbacks que aportan puntos de vista diferentes. 

�La excelsa� presenta un universo de oscuros, y frágiles, perdedores.


Por Hilda Cabrera 

t.gif (862 bytes) �Esta historia necesitaba un cadáver.� La frase, dicha por un excéntrico Dos Guerras, crea una atmósfera de catástrofe en torno de su relato. Refuerza ese clima su traza de demiurgo, de mediador entre mundos diferentes, sobre los que parece saberlo todo. Con su aseveración instala la tragedia en primer plano y convierte a un crimen en el más fuerte vínculo de los protagonistas del asunto. Este personaje se mostrará sin embargo prudente al comunicar lo ocurrido en La Excelsa, un boliche prostibulario en un puerto de tenebrosa fama. Para el espectador subsistirán las dudas sobre los móviles del asesinato y cómo se lo ejecutó. 
En este punto, Dos Guerras (a cargo de un destacado Alejandro Awada) parece debatirse entre su empeño por aclarar los hechos y su rara parquedad ante la tragedia. Tal comportamiento alimenta aún más el enigma, que el director Barney Finn, a cargo de la adaptación, no busca explicitar. La trama queda así en manos del �narrador� Dos Guerras, en principio ubicado en un plano fantasmal que comparte con su Interlocutor. En su relato, el crimen es un drama lejano, hecho presente a través de sucesivos flashbacks que aportan puntos de vista diferentes y nuevas revelaciones sobre los protagonistas. Es el caso, entre otros, de los acercamientos de La Gorda a la prostituta Godoy, y los juegos eróticos de ésta y el marinero Milivoje, a cargo de los jóvenes Mariana Richaudeau y Facundo Espinosa. 
En esta pieza de Juan Pablo Santilli, inspirada en el asesinato de una joven prostituta en el puerto de Quequén (por el que se condenó a un marinero yugoeslavo que, según se supo después, era inocente), hay un personaje que no termina de morir, y por lo tanto presiona. Podría pensarse entonces en el �deseo de verdad� como sustrato de esos �retrocesos� que permiten al director Barney Finn encuadrar con toques cinematográficos conflictos individuales de raíz psicológica y, a la vez, mostrar el uso de la violencia como una consecuencia del deterioro social. Esto no implica sin embargo ir demasiado más allá de un micromundo de presencias veladas (la de Dos Guerras, por ejemplo), algunas deliberadamente artificiosas, como la del Interlocutor (Paulo Brunetti), especie de efebo que se pasea por el escenario como si fuese una cámara puesta a ejecutar un travelling. Sucede que esta opción le permite al director tomar mayor distancia del hecho policial real (el �Caso Pesic� de 1978) y poner el acento en otros aspectos del drama. Como la fragilidad de quienes constituyen el único remanso de sinceridad en esta historia de fulleros y violentos: la adolescente Godoy y el marinero yugoeslavo. 
De esta forma, personajes como el comisario Botticelli (un convincente Mario Alarcón) y su ayudante Angeles (Fabio Aste) adquierenotro peso. Son representantes de un mundo en el cual el ser humano se convierte en insecto, puesto que saben cómo someter y aplastar incluso a los �poderosos�, como en esta historia Falco (el versátil Daniel Miglioranza) y a los que resisten, como La Gorda, encarnada por la excelente María Comesaña. Es así que, aunque sobrecargada de acciones que se reiteran, la puesta se convierte en metáfora de furia y violencia, y la cabeza de un muñeco sobre una mesa de billar puede impactar tanto como las palabras. 
En este sentido, La Excelsa sobresale por el cuidado y la minuciosidad con que han trabajado Barney Finn y su equipo, y por la áspera ironía que trasunta el texto de Santilli. Dentro de los varios aciertos técnicos de este montaje, se destaca la escenografía de Alberto Negrín, quien aprovecha con buenos recursos la totalidad del amplio escenario de la remodelada y ahora confortable Sala Sarmiento, contigua al Zoológico. 


OPINION
Por Alfredo Allende*

El medioevo santiagueño

Que la mujer debe ser protegida de sí misma, no es un descubrimiento del caudillo justicialista Carlos Juárez. La cosa viene de lejos, desde que Eva nos estropeó la vida paradisíaca, con la incorregible curiosidad propia de su género. Es bien sabido que en el medioevo, a las damas nobles se les ponía �con razón, sin duda� cinturones de castidad para evitar que sus hormonas las forzaran a acosar caballeros de las vecindades feudales. Hoy día se protege a las mujeres de todo el mundo pagándoles menos que al varón por igual trabajo, sean obreras o universitarias. Así no se regodean con compras superfluas de adminículos que hacen a la coquetería, en vez de alimentar a sus hijos, y al compañero, su señor. Por su parte, el negocio de la prostitución da, en definitiva, ocupación segura a las mujeres que no encuentran otro tipo de labor y un beneficio grandísimo a los proxenetas que las cuidan como si fueran de oro permitiendo que ellas se queden con parte de las propinas.
Y si la violencia y los malos tratos que reciben las descendientes de Eva forman frecuentemente parte de las relaciones sociales modernas, ¡por algo será! Don Juárez es otro señor comprensivo de las debilidades mujeriles. Por ello nunca se le oyó reclamar contra la explotación del cuerpo femenino, ni contra las discriminaciones laborales, ni contra el obligado sometimiento de la mujer en una sociedad bien regenteada por nosotros, los hombres, que no vamos a ingerir alguna nueva manzana seductora respecto de la igualdad. Mientras decenas de miles de santiagueños emigran, en tanto millares de sus niños padecen hambre y enfermedades curables, y la provincia profundiza su subdesarrollo, don Juárez y otros muchos adalides custodios de los grandes valores heredados se concentran en esta cruzada moral, defensora del riesgo de eventuales perturbaciones eróticas en las impreparadas cabecitas femeninas.
En cuanto a los gimoteos sobre libertad en la expresión artística, habría que analizar sobre lo que ésta tiene de provechoso; se incita al libertinaje, a veces de manera diabólicamente cubierta. Es el caso, por ejemplo, del célebre David, de Miguel Angel; seguramente se ha acalorado más de una dama ante la presencia de tanta inutilizable marmórea belleza. Nunca se hubiera consentido la instalación de semejante estatua �y menos de su original� en una plaza santiagueña bajo la administración juarista.

* Diputado Nacional UCR

 

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