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OPINION

Emergencias

Por J. M. Pasquini Durán

Mientras el mundo enciende la imaginación, azuzado por los progresos de la ciencia, y se resquebraja la antigua muralla levantada alrededor de Cuba por el bloqueo norteamericano, en este extremo austral de Occidente se enseñorean nuevas y viejas lealtades corporativas, algunas con sabor a resaca medieval y olor de mausoleo. Sumergida en contradicción sufriente, la sociedad nacional no alcanza siquiera a disfrutar las buenas nuevas de la época o a ilusionarse con las expectativas que alumbran como relámpagos ciertas líneas inéditas de lo por venir. Atormentada por los malestares y las incertidumbres de un presente empeñado en perpetuarse, con un tercio de la población soportando todos los matices de la pobreza, quizá la tarea más difícil para la mayoría popular sea la de reencontrarse con el optimismo. Las reglas del juego imperante, en lugar de reconfortar, deprimen el ánimo de todos. Hasta las alegrías del fútbol son golondrinas que no hacen verano y las imágenes de muertes diversas han pasado a figurar entre los mayores entretenimientos mediáticos.
Por ahora, con la cancha inclinada a su favor, los banqueros siguen dictando normas. Sus mensajes no dejan lugar a dudas: 1) al Gobierno, alentándolo a seguir en la línea del ajuste interminable, y 2) a la oposición, instándola a no poner palos en esa rueda por apetencias partidarias. Los destinatarios toman debida nota del mensaje directo: 1) el Gobierno, porque quiere creer que el establishment cierra el círculo virtuoso de un futuro “crecimiento con equidad” como si lo pudiera lograr sin ofender ningún privilegio, y 2) la oposición, porque sin identidad propia pero con aptitud de camaleón, adquiere la que le otorga el poder económico, para preservarse como opción sustituta. Cualquiera que revise los recientes discursos de los personeros de la asociación de bancos o las condiciones que estipula el Banco Mundial para otorgar líneas de créditos, advertirá que las llamadas “políticas de Estado” están, por el momento, condicionadas por esas demandas del capital financiero. En ciertos casos, son la transcripción literal de la misma voluntad corporativa.
En el otro extremo, ahí donde suceden las fatigas cotidianas de los trabajadores con y sin empleo, hay bolsones de resistencia y un deseo generalizado de cambio, aunque más no sea por razones de supervivencia elemental. Les falta dirección política y están huérfanos de protección gremial, entre otros motivos porque las direcciones burocráticas, en la mayoría de los sindicatos que estrenó Perón, se han independizado de sus bases. Las necesitan menos que a los favores del poder para conservar a la corporación entera, más allá de circunstanciales diferencias que a veces los separan en facciones rivales. La última foto de Gerardo Martínez, titular de la UOCRA, alegando inocencia ante las evidencias de corrupción que suceden a su diestra, con las espaldas cubiertas por Rodolfo Daer y Hugo Moyano, podría ilustrar el capítulo actual de una trayectoria que alguna vez fue tragedia y ahora es farsa.
Si alguien considera que la crítica a estos sectores gremiales puede ser instrumentada para justificar los ataques contra los derechos laborales, puede quedarse tranquilo. Después de 45 años, desde el golpe de 1955, y de 18 presidentes, civiles y militares, incluido el actual, han perdurado esos aparatos gremiales porque forman parte del mismo sistema que desmonta las conquistas obreras y por eso no han sido sustituidos. Para ejemplificar: Onganía-Krieger Vasena no hubieran sido posibles sin Vandor, del mismo modo que Menem-Cavallo sin la CGT que hoy se disputan Daer y Moyano, los guardaespaldas de Martínez. Han cambiado los tiempos y, sobre todo, el peso específico de los sindicatos en la economía transnacional y monopólica, pero hay métodos que perduraron: “La organización gangsteril, el macartismo, el oportunismo literal que permite eliminar del propio bando al caudillo en ascenso, la negociación de la impunidad en cada uno de los niveles del régimen, el silencio del grupo sólo quebrado por conflictos de intereses, el aprovechamiento del episodio para aplastar a la fracción sindical adversa y sobre todo la identidad del cuerpo atacado”, según la prolija y lúcida enumeración que hacía Rodolfo Walsh en el prólogo de ¿Quién mató a Rosendo? (1969).
Fernando de la Rúa tampoco vaciló en convocar a la CGT para sacarse la foto del “consenso” sobre la reforma laboral y la CGT no tuvo el menor empacho en cruzar la Plaza de Mayo y posar para otra foto en el palco de la protesta contra la misma política que poco antes había consentido. Martínez de la UOCRA se fotografía con las dos CGT y es diputado nacional por Buenos Aires, cuyo gobernador auspicia como ninguno la concordancia con el Presidente de la Alianza. Con la baraja mezclada de esa manera, los trabajadores no tendrán representación leal sin reconstruir desde el pie sus expresiones gremiales y también políticas. Esa reconstrucción tiene que escapar de los parámetros tradicionales para “inventar”, si cabe el término, los espacios que puedan contener a sectores de la sociedad que se disgregan hora tras hora. Tienen nada más que su voluntad para cumplir la tarea, puesto que ni el Estado ni el Gobierno serán ni deberían ser socios de semejante empresa. En todo caso, que sean buenos interlocutores, lo que quiere decir diálogo con algún sentido para el bien común, además de reunirse para las fotos.
Aun sin voluntad de dramatizar, el país necesita incesantes fuerzas de relevo, porque la crisis recesiva agota y exprime los recursos disponibles sin encontrar vías de salida. Las proyecciones estadísticas sobre desempleo para agosto próximo pronostican 15 por ciento, lo que significa otros miles de puestos perdidos y en los sectores productivos cunde el pánico ante la posibilidad de que se corte la cadena de pagos que ya funciona con demoras cada vez más prolongadas. La posibilidad de una depresión económica es un fantasma que recorre el país de punta a punta. El optimismo forzado de los voceros del Poder Ejecutivo no brilla ni contagia, como no sea en los salones, y ni siquiera en todos, donde las personas son deshumanizadas, transformándolas en porcentajes de contabilidad. A esta altura, es de sentido común que las soluciones no se encuentran en la economía o, para decirlo mejor, no dependen de los economistas ni de los expertos internacionales.
Igual que en las catástrofes naturales, el estado de emergencia requiere conductas extraordinarias, fuera de la norma habitual, y sacar fuerzas de la voluntad colectiva. Para eso, hay que abrirse a la sociedad, a todas sus energías, convocándola a una empresa común basada en los principios de la solidaridad y la cooperación, o sea la antítesis de la gestión cumplida, atrapada en la lógica de un discurso que se había agotado con Menem y que sólo vive para el interés de una minoría, poderosa pero mínima. Un ejemplo: está bien expulsar a los ñoquis de los empleos que no merecen, pero es urgente crear miles de nuevos empleos para los honestos que han sido castigados sin justicia ni razón. No hay canje posible entre la corrupción y la pobreza que permita compensar a una con la otra, sino que ambas deben ser combatidas al mismo tiempo. La ética y la moral no son bálsamos para la miseria, sino instrumentos para eliminarla.

 

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