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LA DESPEDIDA DE VITTORIO GASSMAN, EL ACTOR QUE BRILLO EN PAPELES ATROCES
Los encantos de aquel perfecto canalla

Lo llamaron �Mattatore�, que es la forma antigua italiana de llamar Don Juan a alguien que arrasa virtudes y anula porvenires. Pero cuando estuvo realmente bien, en cine, fue cuando hizo de desgraciado.

Por Maruja Torres
t.gif (862 bytes)  En su sabia y complaciente autobiografía Un gran porvenir a la espalda, escrita en 1981, Vittorio Gassman deja muy clara la opinión que tenía de sí mismo: “Si hubieras nacido anglosajón”, se dice, en cierto momento, “habrías jodido a todos”. Todos: los actores británicos. Pero no de cine: de teatro. El cine no le gustaba gran cosa. No es un arte grandilocuente, como era él. Por mucho que potencie el estrellato, una película se basa en el esfuerzo colectivo. Vittorio prefería el teatro y, del teatro, el monólogo, que era lo que podía hacer él solo. Nunca le perdonó a su segunda mujer, Shelley Winters, la oronda náufraga de La aventura del Poseidón (la conoció en tiempos mejores: cuando ella era delgada y acababa de aspirar a un Oscar a la mejor secundaria), que escribiera en su autobiografía (otro ejercicio de autocomplacencia) que el mejor Hamlet que había visto en su vida era el de Richard Burton. A decir verdad, Gassman no niega cuánto envidió a los actores británicos por poder trabajar en inglés y dirigirse a una audiencia amplia desde una estructura industrial consolidada. “La envidia, si se usa bien, es un motor eficaz”, escribió.
El cine no le importaba gran cosa, pero se lo conoció por el cine mucho más que por sus giras teatrales, sus libros, su prestigio. Se lo conoció por películas como Arroz amargo, que lo encasilló durante años en papeles de malvado, y que sólo le inspiraba desprecio. Y, sin embargo, le debe lo que fue a aquellos grandes y convencionales papeles de desaprensivo capaz de arrastrar a la perdición a cualquier tipo de mujer: bien a la robusta Silvana Mangano en la mencionada película, y en Ana; bien a la frágil Audrey Hepburn de Guerra y paz, o a la incombustible Liz Taylor de Rapsodia; por no hablar de la caña atroz que le dio a Gina Lollobrigida en otro producto ramplón y encantador, propio de los cincuenta: La mujer más guapa del mundo.
En esas épocas, cuando las madres querían que las niñas pequeñas se fueran a la cama, bien podían simplemente decirles: “Mira que llamo a Vittorio Gassman”. Era el truhán por antonomasia. Seductor y dañino. Hay que recordarlo: Silvana Mangano sube hacia la cúspide de la torre, y se lanza de cabeza a la muerte porque la ha hecho polvo Vittorio Gassman. Audrey abandona a Mel Ferrer, su esposo en la vida real, para arrodillarse ante un tipo que bebe, baila con un oso y se bate en duelo cada amanecer, por supuesto, Vittorio Gassman. Los hombres también cayeron como moscas ante sus añagazas: el juvenil Jean-Louis Trintignant de Il sorpasso; el aplicado pianista John Ericson de Rapsodia (¡y, entre tanto, la pobre Taylor, con sus trajes de terciopelo sin hombros, seducida por el violinista Gassman, más falso que una moneda de quince centavos!). Incluso en un papel tan tardío como el que incorpora en La familia (1987, director, Ettore Scola) destroza la vida de Fanny Ardant. Señores, qué pedigree.
Lo llamaron Mattatore, que es la forma antigua italiana de llamar Don Juan a alguien que arrasa virtudes y anula porvenires, y su propia leyenda dio origen a la película Il mattatore; pero cuando estuvo realmente bien, en cine, fue cuando hizo de desgraciado. En Los desconocidos de siempre, como chorizo tartamudo. En La Gran Guerra, como paria de las trincheras junto a Alberto Sordi (y ya sólo queda vivo Albertone). Películas en las que no ligaba con mujer alguna y en las que era tan italiano como el más nimio y encantador de los italianos. Es decir, un adorable fanfarrón de corazón puro.
De eso se puede dar cuenta cualquiera leyendo su autobiografía. De lo astuto y de lo fantasmón que era, como cualquier hijo de su tierra. Un cómico tramposo de la casta de los Totó, Aldo Fabrizzi, Vittorio de Sica, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y tantos otros, más secundarios, que dieron felicidad sin añadir efectosespeciales. Un actor enorme, tanto más grande cuanto más pequeños eran sus personajes, tanto más importante cuanto más indigna y simpática era la picaresca que encarnaba. Muerto Gassman, es difícil ver irse a Kean o a Hamlet, sino más bien al tipo compungido que trataba de huir de las trincheras sin que se le notara la cobardía. Nadie ha sabido hacer cortes de manga como los actores italianos. Y, de entre los italianos, era el mejor. Podía convencer al que se plantase de que era un señor. Y sólo al salir del cine uno se daba cuenta de que había permanecido babeando durante hora y media por un redomado canalla.

 

Un funeral en la colina
El funeral de Gassman se realizará hoy, a partir de las 11 (las 6 en argentina), en la Iglesia San Gregorio al Celio, situada en una de las siete colinas de Roma. El lugar elegido por la familia del actor es un templo del siglo XVII, con magníficas vistas de la “Ciudad Eterna”, preferido por su carácter más íntimo antes que la Basílica de San Juan de Letrán o a la iglesia de Santa María en la Piazza del Popolo, lugares escogidos en un principio. El propio Gassman gustaba de frecuentar la iglesia y conversar con su párroco, Don Innocenzo, quien será el encargado de oficiar las honras fúnebres. Más de 15.000 personas desfilaron el viernes ante la capilla ardiente montada en el Capitolio romano. Cumpliendo su último deseo, el lunes los restos de Gassman serán cremados.


UN RECLAMO DE “IL MATTATORE”
“Dios, dame dos vidas”

El 6 de julio de 1996, el diario romano La Repubblica publicó una larga conversación entre Marcello Mastroianni y Vittorio Gassman, algunos de cuyos extractos volvió a publicar en su exhaustiva edición de ayer, con fragmentos a cargo de “Il mattatore” que hasta ahora permanecían inéditos. “La única cosa que le reprocho al Padre eterno, de quien tengo una idea confusa, es que ha hecho la vida demasiado corta. O demasiado única”, se quejaba entonces Vittorio. Y continuaba, con su verba siempre tan florida: “Sí, yo le hubiera pedido dos vidas, con todo el jugo. Dos vidas, una para ensayar y la otra para salir a escena. No estoy obsesionado con el problema de la muerte, pero no me cae bien, no me es simpática”.
Para el protagonista de La armada Brancaleone –en la que el caballero medieval no podía dejar de enfrentarse con la vieja parca, siempre a cuestas con su guadaña– los primeros signos de que la muerte se le acercaba los advirtió cuando empezaron a decirle “Maestro”. Y se enfurecía. “Las primeras veces reaccionaba, porque todavía era un poco menos viejo, y entonces respondía: ‘Maestro será tu hermana’. Ahora estoy resignado, aun sabiendo que no soy ningún maestro. Después de haber sido durante tanto tiempo el más joven de la compañía, en cierto punto me convertí imprevistamente en el más viejo, y comprendí que a partir de aquel momento siempre sería así. Si todo va bien, si los jóvenes que te frecuentan son bien educados, te miran con respeto. O bien, con un sentimiento de protección, con el deseo de mandarte a la cama rápido, por temor a que uno esté cansado o, incluso, porque son ellos quienes se cansaron de uno”.
Para Gassman, que siempre se tragó la vida a borbotones, no valían gran cosa los consuelos. “Ante la vejez, hay poco que hacer. Me digo: ‘En el fondo, cada etapa tiene lo suyo...’. Sí, claro, pero confieso que volvería gustosamente a mis veinte años, cuando uno se siente fresco. O a los cincuenta, que es quizás la edad más bella.”

 
Recuerdos de viejos camaradas

El diario La Repubblica de Roma, publicó ayer el testimonio de algunos de los amigos y colaboradores más cercanos de Vittorio. Aquí se ofrecen algunos fragmentos salientes.

Dino Risi
Un mal oscuro

“Estoy abrumado, no me lo esperaba. Murió por el miedo a morir, estaba obsesionado con la muerte, y sin embargo fumaba como nunca, hacía cosas que no debía hacer. A fines de diciembre, filmé con él su último metro de película, un comercial. Era siempre divertido, pero en los últimos años parecía invadido como por una niebla, vivía en el terror de un mal oscuro, una depresión a la Gassman, grandiosa, de la cual había intentado salir dos o tres veces. Era un miedo constante, impiadoso, como si lo persiguiera algo de lo que no podía defenderse. ¿De dónde venía ese miedo? Gassman estaba enviciado con la vida, las mujeres, el éxito. No toleraba el envejecimiento, la decadencia física, la pérdida de la memoria, justo él, que tenía una memoria prodigiosa, que le permitía leer una vez un soneto o un monólogo y repetirlo a la perfección.”

Mario Monicelli
El cómico tenaz

“Conmigo Vittorio nació al cine como cómico, en Los desconocidos de siempre. Antes de ese film de fines de los 50 se conocía de él solamente al actor serio, dramático. Nosotros dos éramos grandes amigos. Así, frecuentando a Vittorio más allá del escenario, tuve la posibilidad de conocer bien aquella capacidad de observación aguda que da tan buenos frutos en el humorismo. En teatro Vittorio imponía un tono autoritario, que no se correspondía enteramente con su vida, donde era un hombre irresistiblemente alegre y un cómico tenaz, explosivo. Recuerdo las largas caminatas que hacíamos, llenas de discusiones y contrastes, pero nunca exentas de humor. Lo que más lo hacía rabiar era mi juicio sobre la tragedia griega. Para él era sacra, intocable. Yo le decía que era reiterativa, que no eran otra cosa que policiales. Y él no lo soportaba.”


Alberto Sordi
Bella muerte

“Me llamaron y me dijeron que murió de noche, en sueños. Una bella muerte, se la merecía, porque era bueno, un tímido que escondía su timidez con el descaro. No nos veíamos mucho, pero teníamos una profunda estima recíproca. Y estábamos bien juntos, como enamorados: se reía mucho y yo sé que es difícil reírse con un cómico. Cuando me preguntan si me arrepiento de no haber hecho alguna película respondo que siempre hice todo lo que quise hacer, pero no es exacto. Una vez Vittorio y yo nos encontramos en una cena. Lo llamé y le dije: ‘Me vino una idea a la cabeza, que sé que te va a gustar. Hagamos Don Quijote y Sancho Panza. Al fin y al cabo, con La gran guerra es como si hubiéramos hecho ya el ensayo general’. Se entusiasmó, jugamos a recitar los personajes, pero la producción era demasiado complicada. No tuvimos el coraje suficiente, ¿pueden creerlo?”

 

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