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Por Inés Tenewicki Las luces sobre el piso del escenario empiezan a moverse, una batería electrónica sacude con sus primeros compases, y los artistas empiezan a atravesar la escena de una punta a la otra, para que la audiencia vaya entrando en el ritmo de la función. Mientras, ellos van colocando los decorados en medio de una atmósfera infantil y rocanrolera. Y después de varias idas y vueltas, pasos de danza, saltos y piruetas, entra al proscenio el músico del show, que permanecerá allí, hasta el saludo final, con el pelo anaranjado y su teclado psicodélico, una caja de Pandora de donde hará brotar todas las melodías. Melodías que serán cantadas por los actores, a cuyo ritmo van a bailar el resto de la velada. A sala llena, el Teatro Astros despliega sobre su escenario un espectáculo musical dirigido al público infantil, aunque logra también la adhesión de los grandes. Y es que se trata de Doña Disparate y Bambuco, libro de María Elena Walsh que ya fue transitado por varias generaciones, y por lo tanto consigue aunar el interés y la emoción de casi todos los presentes en el auditorio. La fórmula elegida para montar la puesta, si bien es conocida y no muy arriesgada, no deja de tener efecto: una actriz de trayectoria, un libro conocido y consagrado, cantantes y bailarines de muy sólido desempeño, música con arreglos actuales y de diversidad rítmica, y mucho color. El repertorio, conocido y tarareado por la gran mayoría del público, incluye Manuelita, El reino del revés, La flor del jacarandá, La calle del gato que pesca, entre otras, cuyas versiones musicales aggiornadas tienen toques tecno y rockeros, aunque también sobrevivió uno más tradicional y quizás más poético para Los castillos se quedaron solos. Para la grand finale quedó reservado el Twist del Mono Liso, que posibilita el lucimiento del elenco. El lenguaje del texto original, poético, cómicamente absurdo, onírico, llega al escenario bastante debilitado. Georgina Barbarossa se repite en su rol estereotipado de tía, y el trabajo actoral de Marcelo Trepat no enriquece la caracterización de un sobrino como Bambuco. La dicción de ambos actores es por momentos poco clara, quizás por razones acústicas, y los juegos de palabras, ingrediente importante del texto, se pierden y provocan la dispersión del público. Si bien es cierto que un libro caracterizado por el nonsense propone conexiones arbitrarias en el relato, muchas veces dado por un juego de sonidos entre palabras, el espectáculo carece de un hilo conductor que lo organice, por lo que cae en frecuentes baches. Lo más atractivo de la obra son entonces las canciones, quizás de las más inspiradas del cancionero infantil nacional; el desempeño de los cuatro bailarines-cantantes (Marina Rolón, Flavia Pereda, Marcelo Testa y Ricky Azar) es impecable, y las coreografías están llenas de sugestión e interpretadas con precisión y profesionalismo. Es acertada también, y acorde a lo que se espera de un musical infantil, la propuesta escenográfica, diseñada con siluetasmóviles en blanco y negro, y realzadas por una moderna puesta de luces que aporta color y ritmo al escenario. También se suma a los aciertos el vestuario austero, aunque no faltan brillos ni colores. En suma, Doña Disparate... ofrece calidad, y si bien adolece de las imperfecciones clásicas de los productos creados para salir al encuentro de los chicos de vacaciones, se deja ver con mucho placer, y permite armar una salida atractiva para las tardes ociosas, grises y frías del invierno porteño.
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