Por Cecilia Hopkins
Nacida y formada como actriz en Rosario, Patricia Astrada es también
dramaturga. Su texto La
pluma que araña el corazón de la vida fue estrenado en 1999,
con dirección de Julio Ordano y un largo subtítulo: Humor
político surRealista: una sórdida visión irónica
y desesperada sobre las instituciones y el accionar político de
fin de milenio. Al tratarse de un monólogo de actualidad enraizado
en la historia argentina de los últimos años, sorprende
que haya ganado el primer premio del Festival Internacional de Teatro
de Tánger, Marruecos, en mayo. ¿Cómo se las habrá
arreglado aquel público para introducirse en una historia cuyo
principal vehículo es el lenguaje verbal? Dentro del estilo del
café concert, la actriz recuerda a los monólogos de Tato
Bores. Como el género manda, el chiste, la mueca y el aparte cómplice
a la platea son algunos de los recursos que Astrada utiliza, además
de salirse de personaje de tanto en tanto para referirse brevemente a
su trabajo como actriz.
Yo soy la Verdad, nacida en los suburbios del desorden nacional,
se presenta la mujer. El personaje llega luego de recorrer la ciudad para
reencontrarse con su hermana Democracia, con quien solía formar
un dúo filodramático. Cada vez que teníamos
un éxito popular, a mi hermana la reventaban a patadas y a mí
me mandaban a guardar, acota mientras relata un itinerario que comienza
en el microcentro porteño y continúa por París, Florencia
y Nueva York. Sus
desventuras le dan pie para ironizar sobre temas como el ajuste, la corrupción
de la Justicia y la discriminación, en un discurso que cita a personajes
de la política local e internacional. El compromiso físico
de la intérprete llama la atención. Su personaje es como
una Isadora desmelenada que arrastra una andrajosa túnica blanca,
subiéndose incluso arriba de las mesas. Su desborde actoral corre
parejo a su desparpajo y simpatía. Pero la debacle puede resultar
agotadora para el público, ya que prácticamente no existen
pausas en el desbocado discurso de la actriz: un director experimentado
como Julio Ordano debería haber caído en la cuenta de que
el espectáculo ganaría en efectividad si su intérprete
dosificara mejor su despliegue físico.
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