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“LA PLUMA QUE ARAÑA EL CORAZON DE LA VIDA”
Monólogo desbocado

En el estilo de Tato Bores, pero sin pausas, Patricia Astrada concreta un show unipersonal de humor político y, sobre todo �surRealista�.


Por Cecilia Hopkins
t.gif (862 bytes)  Nacida y formada como actriz en Rosario, Patricia Astrada es también dramaturga. Su texto La pluma que araña el corazón de la vida fue estrenado en 1999, con dirección de Julio Ordano y un largo subtítulo: Humor político surRealista: una sórdida visión irónica y desesperada sobre las instituciones y el accionar político de fin de milenio. Al tratarse de un monólogo de actualidad enraizado en la historia argentina de los últimos años, sorprende que haya ganado el primer premio del Festival Internacional de Teatro de Tánger, Marruecos, en mayo. ¿Cómo se las habrá arreglado aquel público para introducirse en una historia cuyo principal vehículo es el lenguaje verbal? Dentro del estilo del café concert, la actriz recuerda a los monólogos de Tato Bores. Como el género manda, el chiste, la mueca y el aparte cómplice a la platea son algunos de los recursos que Astrada utiliza, además de salirse de personaje de tanto en tanto para referirse brevemente a su trabajo como actriz.
“Yo soy la Verdad, nacida en los suburbios del desorden nacional”, se presenta la mujer. El personaje llega luego de recorrer la ciudad para reencontrarse con su hermana Democracia, con quien solía formar un “dúo filodramático”. “Cada vez que teníamos un éxito popular, a mi hermana la reventaban a patadas y a mí me mandaban a guardar”, acota mientras relata un itinerario que comienza en el microcentro porteño y continúa por París, Florencia y Nueva York. Sus desventuras le dan pie para ironizar sobre temas como el ajuste, la corrupción de la Justicia y la discriminación, en un discurso que cita a personajes de la política local e internacional. El compromiso físico de la intérprete llama la atención. Su personaje es como una Isadora desmelenada que arrastra una andrajosa túnica blanca, subiéndose incluso arriba de las mesas. Su desborde actoral corre parejo a su desparpajo y simpatía. Pero la debacle puede resultar agotadora para el público, ya que prácticamente no existen pausas en el desbocado discurso de la actriz: un director experimentado como Julio Ordano debería haber caído en la cuenta de que el espectáculo ganaría en efectividad si su intérprete dosificara mejor su despliegue físico.

 

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