Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


LISE LONDON, 83 AÑOS, BRIGADISTA INTERNACIONAL, COMUNISTA CRITICA
La mujer de “La confesión”

Con su marido, Arthur London, fueron casi un símbolo de las luchas antifascistas del Komintern, en la Guerra Civil Española y en la Resistencia francesa. Su fe en Stalin se quebró cuando su marido, viceministro checo, fue procesado como �traidor y espía�. Con las cartas que él le mandaba desde la prisión, escondidas en paquetes de cigarrillos, juntó el material para el libro �La confesión�, que Costa Gavras transformó en un film clásico. Acaba de volver a afiliarse a un partido libre �del estalinismo y la falta de espíritu crítico�.


Por Sol Alameda
t.gif (862 bytes)  –¿Qué puede contarles a los jóvenes comunistas, de qué les puede servir su experiencia?
–Les digo que tomen ejemplo de nosotros, de lo que fuimos, de nuestra lucha para cambiar el mundo. Intento mostrar, con mi presencia, cuál fue nuestra falta: la de haber perdido la conciencia propia, la capacidad de crítica personal. Les digo que nunca deben olvidarlo, porque para luchar verdaderamente por los ideales es preciso tener un espíritu crítico; que todas las órdenes deben pasar por la conciencia personal, por el tamiz de lo que uno desea realmente. Esa es la lección de nuestra vida.
–En sus memorias relata los acontecimientos vividos con una pasión que es la del momento en que ocurrieron, sin pasar por la crítica o el desencanto.
–Me negué a hacer una crítica. Empecé a escribir un año después de la muerte de mi marido, en 1988; se lo debía, era mi modo personal de llevar el luto. “Si Gerard (Artur London) te viera así, con tus pensamientos de muerte, no estaría contento”, me decía.
–¿Necesitaba dejar constancia de que ustedes lucharon con honradez, con la pasión en una idea? ¿Defenderse, en fin?
–Quería contar mi vida. Lo que soñaba, la vida de lucha de mis padres, nuestra vida en la Resistencia, en los campos de concentración, en la guerra de España como brigadistas. Porque La confesión ya estaba escrita, pero había más... Nuestra vida fue mucho más que eso. Y quería escribir sobre los que habían luchado conmigo. No quería escribir un relato político, sino de vidas e ilusiones. Era el mejor modo de que se comprendiera nuestro pasado, mi pasado comunista, del que estoy orgullosa. Porque trabajamos para mejorar la vida de los trabajadores, por la igualdad y la fraternidad. Luchamos por eso en las calles, en la cárcel y en los campos. Nuestro pasado ha sido glorioso y así quise contarlo, para que se sepa. Y para conseguir mi propósito no me valía mirar al pasado con la visión de este momento, cuando ya se sabe la verdadera naturaleza del estalinismo, que Stalin fue el enterrador del socialismo.
–En un ensayo sobre la ideología comunista, escrito por un francés, leí que sólo los militantes del Komintern, como usted dice, pudieron dar a la dictadura sangrienta de Stalin su apariencia de antifascismo unitario y que eso fue lo que conquistó el corazón de los demócratas del mundo. ¿Cree que fueron utilizados de ese modo?
–No es una formulación muy exacta. El Komintern era el órgano superior de todos los partidos comunistas y las campañas eran dadas por el Komintern. Pero cada uno estaba en su país, aunque éramos miembros del Partido Comunista, y creíamos con fe absoluta en el papel que debían jugar los comunistas para llegar a una sociedad de fraternidad, de igualdad.
–¿Ahora piensa que la cara romántica y más atractiva del comunismo se la dio la lucha contra el fascismo, que ése fue el aporte de los jóvenes que luchaban en Europa y que Stalin supo aprovechar?
–Sí. Cuando la lucha contra el fascismo pasó a ser prioritaria, todo cambió. Nos unimos para luchar contra un peligro común para todos, desde católicos a comunistas. Entonces todo el interés del partido se volcó en la lucha contra el fascismo y contra el nazismo en Alemania, para detener esa ascensión. Lo dimos todo por esa lucha en España y en Francia, y en efecto, aquello ayudó a la entrada de los comunistas al poder, por medio del Frente Popular, en España y en Francia, en los países invadidos por el fascismo. Sí, el antifascismo fue la lucha principal, y Stalin se aprovechó de esa ilusión.
–¿Stalin no era antifascista?
–Claro que no. No olvides que durante la guerra de España hubo en Moscú el proceso contra un mariscal, Toukachevski, que fue enviado a la guerra de España y proponía una guerra ofensiva, mientras que Stalin eligió mantenerse a la defensiva. En ese proceso se fusiló a la fuerza viva de ladirección del ejército ruso. Y eso sucedía al tiempo que luchábamos en España, cuando creíamos que el único amigo que teníamos era la Unión Soviética... Stalin, lo único que ha legado a la historia ha sido la desfiguración de la política socialista. Por eso le digo enterrador.
–Hannah Arendt equipara a Stalin con Hitler, dice que fueron igualmente totalitarios. ¿Le parece exagerado?
–La Unión Soviética se volvió un Estado totalitario, sí, pero hay una gran diferencia entre nazismo y comunismo, porque el credo de Hitler era su libro Mein Kampf, donde plasmó su proyecto de racismo y antisemitismo, y los que estaban con Hitler aceptaban esa doctrina. Los que estábamos con el Komintern éramos lo contrario: nuestra doctrina era de fraternidad, de libertad. Y los militantes creíamos que Stalin era no sólo un pequeño padre de toda Rusia, sino también de todo el mundo. Pero no es justo decir que los comunistas fueran asesinos: hubo deformaciones y culto a la personalidad, un respeto incondicional a Stalin y en eso consisten nuestras faltas.
–No sé, ahora parece mentira no haberse dado cuenta de la situación, de cómo era realmente el estalinismo.
–Luchábamos día a día en nuestro país, y como mi marido dijo, fue en España, por primera vez, cuando tuvimos al enemigo delante. En esa situación no era posible saber lo que ocurría en la Unión Soviética.
–Hay un momento que pudo ser esclarecedor, cuando Stalin firmó su pacto con Hitler. ¿Cómo lo recibieron?
–Aquí, en Francia, los que habíamos luchado en España, en las Brigadas Internacionales sabíamos que luchábamos por nuestros países. Si España perdía, sería un triunfo de Hitler y él podría continuar su marcha con la complicidad de todas las democracias, que no hicieron nada para detenerlo. Pensábamos que la lucha en España era una lucha para toda Europa, algo que sólo después, hace bien poco, han empezado a decir los historiadores; que la Segunda Guerra empezó en julio del ‘36 en España. También hace poco que se habla de las Brigadas Internacionales, antes, ni una palabra. Y bien, nosotros, en España, luchábamos contra el fascismo y cuando hubo pacto germano-soviético fue terrible. Nos decíamos: bueno, los rusos tienen que defender su patria, y había dificultades en las negociaciones entre Rusia, Inglaterra y Francia, pero, claro, pensábamos que eso no impediría que la guerra contra el fascismo continuase, porque la lucha contra Alemania era contra el fascismo... Hasta que se nos dijo, en las consignas de Moscú, que esa guerra no era antifascista, sino antiimperialista, y que los peores enemigos del comunismo eran el imperialismo inglés y francés. Eso no podíamos tragarlo.
–London, cuyo país, Checoslovaquia, había sido invadido por los nazis ¿cómo reaccionó a esos dictados?
–Fue terrible para todos. Yo, por ejemplo, en la Resistencia, en los cuarenta, escribía textos para los jóvenes, donde explicaba las ideas del Frente Popular, la idea de la liberación de Francia de los alemanes. Pero cuando enviaba los escritos a mis jefes, para la censura, y me los devolvían, las frases contra los alemanes estaban borradas.
–¿Y qué hacía?
–Protesté y me enviaron a una mujer que me dijo que las cosas del pasado no contaban, no servían para comprender la situación actual. Contesté que, si había combatido con los brigadistas y con el pueblo español, era justamente contra todo eso y que no estaba de acuerdo. Pedí ver al responsable superior y le dije lo que pensaba. Por entonces mi marido supo que los comunistas franceses habían llegado a un acuerdo para sacar un periódico comunista, pero con la censura previa de los alemanes. ¡Era convertirnos en sus colaboracionistas! Lo que nos dijeron los mandos fue que eso permitiría hacer una campaña para liberar a todos los presos comunistas, porque, después del pacto, miles de comunistas fueron llevados a la cárcel por desaprobar el pacto germano-soviético. Dijeron que era una táctica, pero no podíamos tragarla. Lo cierto es que Stalin sólo cambiócuando Rusia fue invadida, un año más tarde. Hubo espías rusos que advirtieron de la invasión, y él no les creyó. No hizo nada para impedirlo, y cuando invadieron fue terrible porque no había nada para luchar contra los alemanes.
–La invasión de Rusia ¿los alegró?
–Te voy a decir... Como estábamos en la lucha antifascista, la reacción de los comunistas fue interesante. Buscamos el libro de las campañas de Napoleón en la Unión Soviética; creíamos que la guerra iba a acabarse en dos días, y que el campo antifascista estaría completo con la Unión Soviética adentro, que era lo que queríamos y lo que temíamos que no ocurriera, dada la política de Stalin de entonces. Celebramos la invasión de Rusia con champagne. Un camarada, al escuchar nuestra interpretación de la invasión de Rusia por Hitler, dijo: “Olvidan que el invadido no es Alemania, sino Rusia, y que esa guerra puede durar años”. Pero no hicimos caso, estábamos demasiado contentos.
–A usted ni siquiera el pacto con Alemania le hizo dudar del comunismo. Eso ¿cuándo ocurrió?
–Madre mía, en Praga, con el proceso Slansky [en el que fue condenado su marido]. Antes, nunca perdimos nuestra fe en la Unión Soviética.
–¿Cuándo supieron que ese proceso tenía relación con la desconfianza de los estalinistas hacia los que habían luchado por la liberación de sus países de la ocupación alemana; que eso los convertía en sospechosos?
–El proceso fue dirigido por la Unión Soviética contra los que habían estado en España y en la Resistencia. Para Stalin, toda esa gente era enemiga potencial, todos los que lucharon contra el fascismo en sus países; además, no hay que olvidar que había ocurrido ya el tema de Tito, los yugoslavos se habían enfrentado a Stalin. Aquello lo alertó, significaba que todos los que habían estado en España y en la Resistencia podían ser enemigos del estalinismo; incluso si entonces eran disciplinados comunistas podían cambiar y desear para sus países, como Tito, libertad al margen de Moscú.
–Y entonces ocurren los hechos que darían lugar a La confesión.
–En el libro se demuestra que las confesiones fueron lo peor del comunismo, porque todos las creían verídicas; hasta Churchill y los americanos. No se sabía que eran procesos fabricados de principio a fin. Por eso el mérito de La confesión es que uno que salió vivo, mi marido, pudo contar qué ocurría. Rompió el silencio y todo se supo.
–Cuando London fue acusado, la reacción de sus amigos comunistas...
–Todos creyeron que era culpable.
–Creo que usted también.
–Al principio, no; luché. Pensaba que todos podían ser enemigos, pero no mi marido; porque lo conocía. Hasta el proceso hice todo lo que pude para demostrar que London no había hecho nada, y nadie me escuchó. Un día iba en el tranvía a mi trabajo y vi que todo el mundo leía el periódico: “Hoy se abre el proceso de los traidores espías dirigidos por Slansky”. Entonces vi que uno de los acusados era Gerard. En la fábrica, todo el mundo lo sabía y a mi alrededor se hizo un silencio terrible. Una amiga me dejó su periódico y me encerré en el baño para leerlo. Luego, escuché la confesión de mi marido, en la radio. Se declaraba culpable. Fue espantoso. Pensaba que cuando llegara al juicio, ante el tribunal, diría que no era verdad, pero cuando le preguntaron si era culpable, dijo: sí, es verdad, soy espía. Y así una cosa y otra. Conocía a mi marido, su valor, y no podía creer que se declarara culpable de cosas que no había cometido, el hombre que yo conocía no podía hacer eso. Fue terrible. Entonces escribí una carta a la dirección del partido diciendo que, como comunista, comprendía que London había traicionado al socialismo, y que estaba de acuerdo con el proceso. Renegué de mi marido, creí que era culpable y lo escribí. Lo publicaron, usaron mi carta, aquello me llegó al corazón.
–Reaccionó como una estalinista.
–Claro, eso es lo que yo era. Pero antes no creía en su culpabilidad y luché terriblemente por demostrar su inocencia.
–Para luego creerlo culpable.
–¿Y qué podía hacer? Algunos se suicidaron por cosas semejantes, pero yo tenía a mis tres hijos y a mis padres.
–¿Hubo alguien que siguió creyendo en la inocencia de London?
–Los que no eran comunistas y habían estado en la cárcel con él, y los españoles de Mathausen. Y el director de la fábrica donde yo trabajaba, y que lo había conocido en Francia, junto a otros brigadistas. Un día, cuando los comunistas vinieron a felicitarme y me llamaron “héroe” por haber rechazado a mi marido, me dijo: “Lise, no te lo reprocho, pero tu carta ha sido un error”.
–¿Cómo se enteró London de que usted lo había repudiado?
–Se lo dije yo, la primera vez que lo vi, en 1953, después del proceso, cuando cumplía condena. Yo había pedido el divorcio, porque no podía ser la mujer de un traidor. Incluso me plantearon que lo mejor era que dijera que no era el padre de mis hijos, pero me opuse; dije que mi marido tenía que pagar, pero era el padre de mis hijos y cuando fueran mayores ellos decidirían qué hacer.
–Luego muere Stalin, llega Kruschov, se revisa el proceso y él acaba rehabilitado.
–Antes de que Stalin muriera le escribí una carta. Ya pensaba que mi marido era inocente y como todavía creía en Stalin, supuse que si él podía leer mi carta, comprendería la verdad.
–¿Cómo podía creer en Stalin, si ya suponía que London era inocente?
–Sabía que pasaban cosas terribles en la Unión Soviética, pero creía que Stalin las ignoraba. Yo, como tantas mujeres que tenían a sus maridos en los campos, o muertos, seguía confiando en él, y pensando que si lograba que se enterara de las injusticias, las remediaría. Es terrible, una incondicionalidad espantosa. Yo pensaba que mi marido no tenía el coraje de verme. Empecé a tener una rabia espantosa, y le escribí una carta terrible, diciéndole que no quería que nuestros hijos lo vieran, porque no podrían comprender su traición. Pero esa carta era tan terrible que nuestro enlace en la cárcel tardó un mes en dársela; entonces mi marido se desmayó. El enlace pidió que lo visitáramos, y pasó que, como yo era tan estalinista, los jefes pensaron que no había peligro que lo viera.
–Y le dijo que lo creía un traidor.
–Lo vi en una casa de Praga, del Ministerio del Interior. El vigilante se apartó. Yo había planeado con mi hija Françoise, que tenía 14 años, que sus hermanos pequeños hicieran mucho ruido, de forma que el hombre no pudiera entendernos. Le dije a mi marido que nos había engañado, que era un traidor, y él negó con la cabeza. Una y otra vez. Le dije: “¿Por qué has confesado?”. Y él respondió: “Era imposible”. Y entonces supe que era inocente. Le dije: te creo, y no volví a desconfiar. “La vida va a ser difícil para ti”, añadió, “debes irte”. “Voy a luchar por ti”, respondí. Aseguró que si aún lo quería no debía hacerlo. Quería que me divorciara, para protegerme, pero lo primero que hice fue escribir y volverme atrás. Iba a luchar con él. Y a partir de ese momento siempre tuve fe.
–¿Y entonces se quedó sola?
–Completamente. Me echaron de la fábrica, me dieron un trabajo que no daba para mantener a mi familia. Pero está en mi naturaleza ser una combatiente.
–De sus hijos, ¿hay alguno comunista?
–No, pero ninguno es de derechas. Estoy muy orgullosa de mis hijos, de mi Françoise, que se hizo su vida, cuando no la dejaron estudiar por ser hija de London y que es montadora de cine; de mi hijo el doctor; del tercero, profesor de matemáticas. Y eso con la vida que tuvimos... Mi padre, español, minero, llegó a Francia a los 16 años y aprendió a leer en L’Humanité. No puedes imaginar la fe que tenía, su ingenuidad.
–Y usted regresa al comunismo, tras haber sufrido tanto por su causa.
–Porque está cambiando y puedo ayudar en ese cambio, como en la Primavera de Praga. Muchos pensamos que el comunismo sólo podría renovarse desde dentro. Cuando yo entregué mi carné, lo hice por tres razones: porque Marchais obligó a romper la colaboración de los comunistas en el gobierno socialista; porque el estalinismo seguía en el partido, y porque el Partido Socialista Francés apoyó la invasión de Afganistán por Rusia.
–¿London volvió a ser comunista?
–Siempre fue un comunista de fe; mejor dicho, un socialista verdadero.
–¿El tuvo rencor contra sus camaradas?
–Nunca. Siempre dijo que todo lo que le sucedió era precisamente lo contrario del comunismo, y siguió fiel a su fe.
–Entre ustedes dos ¿todo volvió a ser como antes?
–Gerard lo sabía antes de que yo lo dijera.
–London no necesitó perdonarla.
–No, era él quien se disculpaba. Nos queríamos muchísimo. Lo nuestro fue una verdadera historia de amor.
–De todo lo que ha pasado, ¿cuál ha sido el momento más duro?
–Cuando mi marido me dijo que era inocente, cuando lo oí de su propia boca... Y yo lo había creído culpable.

 

Por qué Lise London

Por Sol Alameda

Cuando Artur London, el comunista checo y marido de Lise, publicó La confesión, dando a conocer su terrible aventura, fue un escándalo. Poco después, en 1970, el libro escrito por la pareja dio lugar a una película, donde Montand era London y Costa Gavras, el director. La historia, conocida en los ámbitos políticos, estalló como una bomba poniendo en entredicho los métodos del comunismo y los fundamentos de esa ideología que había arrastrado a millones de jóvenes idealistas.
London fue uno de los tres responsables de la Resistencia contra el nazismo en Francia, miembro de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española. Pasó por la cárcel y por un campo de concentración nazi, y en 1951, siendo viceministro de Exteriores en Checoslovaquia, fue procesado en Praga y condenado a cadena perpetua por traidor al comunismo. El suyo fue uno más de los procesos que Stalin alentó para acabar con sus enemigos y competidores, pero su importancia radica en que desveló los métodos usados por los estalinistas para lograr que los procesados confesaran lo que Moscú necesitaba para sus fines.
London y Lise, que en realidad se llama Elisa Ricol, escribieron La confesión en los primeros años cincuenta, tras la rehabilitación de él, y decidieron publicarla en 1968 para apoyar la Primavera de Praga. El corazón del libro lo constituyen los papeles que London escribió en la cárcel y que su mujer recibía dentro de paquetes de cigarrillos. Así quedó el testimonio de lo que sucedía en los interrogatorios; de cómo se fue fabricando el proceso hasta obligarlo a confesarse culpable. La palabra Proceso, la ciudad de Praga como escenario de la historia sugieren el famoso libro de Kafka. La verdad es que en la historia real que London vivió no hay una pizca de humor, y que los London, Lise y Gerard, como ella lo llamaba, sólo sobrevivieron a tanta tristeza gracias a su fortaleza de espíritu, y, paradójicamente, gracias a la fe que mantuvieron en la ideología comunista, que Lise todavía conserva.
Ahora tiene 83 años y no para de trabajar. Cuando su marido murió en París, en 1986, se dedicó a escribir la vida de ambos, dos gruesos tomos donde narra lo que les sucedió cuando eran jóvenes comprometidos con su tiempo y vivían inmersos en aventuras del espíritu y de las otras. Lise es la que nunca se rinde. Con un castellano bastante bueno –sus padres eran emigrantes españoles– durante toda una mañana contó algunos capítulos de su existencia. Acaba de volver al Partido Comunista, y se dedica a explicar la razón de ese regreso. En su casa de París, que compraron con el dinero de la venta de La confesión, aunque le duele su rodilla recién operada y es una mujer anciana, hace gala de una memoria ancha y prolija, detallada. Se detiene una y otra vez hablando de gente que conoció; de Micheline, que murió con su bebé en el campo de concentración; de una amiga alemana que vivió escondida de los nazis, siendo niñera de los hijos de un oficial alemán; del excelente sastre yugoslavo cuyo negocio era una tapadera, y donde London acudía para hacerse trajes y contactar con oficiales alemanes que colaboraban con la Resistencia. De cómo ambos se conocieron y se enamoraron en Moscú, donde fueron enviados por el Komintern.

 

PRINCIPAL