Por Sol Alameda
¿Qué puede contarles a los jóvenes comunistas,
de qué les puede servir su experiencia?
Les digo que tomen ejemplo de nosotros, de lo que fuimos, de nuestra
lucha para cambiar el mundo. Intento mostrar, con mi presencia, cuál
fue nuestra falta: la de haber perdido la conciencia propia, la capacidad
de crítica personal. Les digo que nunca deben olvidarlo, porque
para luchar verdaderamente por los ideales es preciso tener un espíritu
crítico; que todas las órdenes deben pasar por la conciencia
personal, por el tamiz de lo que uno desea realmente. Esa es la lección
de nuestra vida.
En sus memorias relata los acontecimientos vividos con una pasión
que es la del momento en que ocurrieron, sin pasar por la crítica
o el desencanto.
Me negué a hacer una crítica. Empecé a escribir
un año después de la muerte de mi marido, en 1988; se lo
debía, era mi modo personal de llevar el luto. Si Gerard
(Artur London) te viera así, con tus pensamientos de muerte, no
estaría contento, me decía.
¿Necesitaba dejar constancia de que ustedes lucharon con
honradez, con la pasión en una idea? ¿Defenderse, en fin?
Quería contar mi vida. Lo que soñaba, la vida de lucha
de mis padres, nuestra vida en la Resistencia, en los campos de concentración,
en la guerra de España como brigadistas. Porque La confesión
ya estaba escrita, pero había más... Nuestra vida fue mucho
más que eso. Y quería escribir sobre los que habían
luchado conmigo. No quería escribir un relato político,
sino de vidas e ilusiones. Era el mejor modo de que se comprendiera nuestro
pasado, mi pasado comunista, del que estoy orgullosa. Porque trabajamos
para mejorar la vida de los trabajadores, por la igualdad y la fraternidad.
Luchamos por eso en las calles, en la cárcel y en los campos. Nuestro
pasado ha sido glorioso y así quise contarlo, para que se sepa.
Y para conseguir mi propósito no me valía mirar al pasado
con la visión de este momento, cuando ya se sabe la verdadera naturaleza
del estalinismo, que Stalin fue el enterrador del socialismo.
En un ensayo sobre la ideología comunista, escrito por un
francés, leí que sólo los militantes del Komintern,
como usted dice, pudieron dar a la dictadura sangrienta de Stalin su apariencia
de antifascismo unitario y que eso fue lo que conquistó el corazón
de los demócratas del mundo. ¿Cree que fueron utilizados
de ese modo?
No es una formulación muy exacta. El Komintern era el órgano
superior de todos los partidos comunistas y las campañas eran dadas
por el Komintern. Pero cada uno estaba en su país, aunque éramos
miembros del Partido Comunista, y creíamos con fe absoluta en el
papel que debían jugar los comunistas para llegar a una sociedad
de fraternidad, de igualdad.
¿Ahora piensa que la cara romántica y más atractiva
del comunismo se la dio la lucha contra el fascismo, que ése fue
el aporte de los jóvenes que luchaban en Europa y que Stalin supo
aprovechar?
Sí. Cuando la lucha contra el fascismo pasó a ser
prioritaria, todo cambió. Nos unimos para luchar contra un peligro
común para todos, desde católicos a comunistas. Entonces
todo el interés del partido se volcó en la lucha contra
el fascismo y contra el nazismo en Alemania, para detener esa ascensión.
Lo dimos todo por esa lucha en España y en Francia, y en efecto,
aquello ayudó a la entrada de los comunistas al poder, por medio
del Frente Popular, en España y en Francia, en los países
invadidos por el fascismo. Sí, el antifascismo fue la lucha principal,
y Stalin se aprovechó de esa ilusión.
¿Stalin no era antifascista?
Claro que no. No olvides que durante la guerra de España
hubo en Moscú el proceso contra un mariscal, Toukachevski, que
fue enviado a la guerra de España y proponía una guerra
ofensiva, mientras que Stalin eligió mantenerse a la defensiva.
En ese proceso se fusiló a la fuerza viva de ladirección
del ejército ruso. Y eso sucedía al tiempo que luchábamos
en España, cuando creíamos que el único amigo que
teníamos era la Unión Soviética... Stalin, lo único
que ha legado a la historia ha sido la desfiguración de la política
socialista. Por eso le digo enterrador.
Hannah Arendt equipara a Stalin con Hitler, dice que fueron igualmente
totalitarios. ¿Le parece exagerado?
La Unión Soviética se volvió un Estado totalitario,
sí, pero hay una gran diferencia entre nazismo y comunismo, porque
el credo de Hitler era su libro Mein Kampf, donde plasmó su proyecto
de racismo y antisemitismo, y los que estaban con Hitler aceptaban esa
doctrina. Los que estábamos con el Komintern éramos lo contrario:
nuestra doctrina era de fraternidad, de libertad. Y los militantes creíamos
que Stalin era no sólo un pequeño padre de toda Rusia, sino
también de todo el mundo. Pero no es justo decir que los comunistas
fueran asesinos: hubo deformaciones y culto a la personalidad, un respeto
incondicional a Stalin y en eso consisten nuestras faltas.
No sé, ahora parece mentira no haberse dado cuenta de la
situación, de cómo era realmente el estalinismo.
Luchábamos día a día en nuestro país,
y como mi marido dijo, fue en España, por primera vez, cuando tuvimos
al enemigo delante. En esa situación no era posible saber lo que
ocurría en la Unión Soviética.
Hay un momento que pudo ser esclarecedor, cuando Stalin firmó
su pacto con Hitler. ¿Cómo lo recibieron?
Aquí, en Francia, los que habíamos luchado en España,
en las Brigadas Internacionales sabíamos que luchábamos
por nuestros países. Si España perdía, sería
un triunfo de Hitler y él podría continuar su marcha con
la complicidad de todas las democracias, que no hicieron nada para detenerlo.
Pensábamos que la lucha en España era una lucha para toda
Europa, algo que sólo después, hace bien poco, han empezado
a decir los historiadores; que la Segunda Guerra empezó en julio
del 36 en España. También hace poco que se habla de
las Brigadas Internacionales, antes, ni una palabra. Y bien, nosotros,
en España, luchábamos contra el fascismo y cuando hubo pacto
germano-soviético fue terrible. Nos decíamos: bueno, los
rusos tienen que defender su patria, y había dificultades en las
negociaciones entre Rusia, Inglaterra y Francia, pero, claro, pensábamos
que eso no impediría que la guerra contra el fascismo continuase,
porque la lucha contra Alemania era contra el fascismo... Hasta que se
nos dijo, en las consignas de Moscú, que esa guerra no era antifascista,
sino antiimperialista, y que los peores enemigos del comunismo eran el
imperialismo inglés y francés. Eso no podíamos tragarlo.
London, cuyo país, Checoslovaquia, había sido invadido
por los nazis ¿cómo reaccionó a esos dictados?
Fue terrible para todos. Yo, por ejemplo, en la Resistencia, en
los cuarenta, escribía textos para los jóvenes, donde explicaba
las ideas del Frente Popular, la idea de la liberación de Francia
de los alemanes. Pero cuando enviaba los escritos a mis jefes, para la
censura, y me los devolvían, las frases contra los alemanes estaban
borradas.
¿Y qué hacía?
Protesté y me enviaron a una mujer que me dijo que las cosas
del pasado no contaban, no servían para comprender la situación
actual. Contesté que, si había combatido con los brigadistas
y con el pueblo español, era justamente contra todo eso y que no
estaba de acuerdo. Pedí ver al responsable superior y le dije lo
que pensaba. Por entonces mi marido supo que los comunistas franceses
habían llegado a un acuerdo para sacar un periódico comunista,
pero con la censura previa de los alemanes. ¡Era convertirnos en
sus colaboracionistas! Lo que nos dijeron los mandos fue que eso permitiría
hacer una campaña para liberar a todos los presos comunistas, porque,
después del pacto, miles de comunistas fueron llevados a la cárcel
por desaprobar el pacto germano-soviético. Dijeron que era una
táctica, pero no podíamos tragarla. Lo cierto es que Stalin
sólo cambiócuando Rusia fue invadida, un año más
tarde. Hubo espías rusos que advirtieron de la invasión,
y él no les creyó. No hizo nada para impedirlo, y cuando
invadieron fue terrible porque no había nada para luchar contra
los alemanes.
La invasión de Rusia ¿los alegró?
Te voy a decir... Como estábamos en la lucha antifascista,
la reacción de los comunistas fue interesante. Buscamos el libro
de las campañas de Napoleón en la Unión Soviética;
creíamos que la guerra iba a acabarse en dos días, y que
el campo antifascista estaría completo con la Unión Soviética
adentro, que era lo que queríamos y lo que temíamos que
no ocurriera, dada la política de Stalin de entonces. Celebramos
la invasión de Rusia con champagne. Un camarada, al escuchar nuestra
interpretación de la invasión de Rusia por Hitler, dijo:
Olvidan que el invadido no es Alemania, sino Rusia, y que esa guerra
puede durar años. Pero no hicimos caso, estábamos
demasiado contentos.
A usted ni siquiera el pacto con Alemania le hizo dudar del comunismo.
Eso ¿cuándo ocurrió?
Madre mía, en Praga, con el proceso Slansky [en el que fue
condenado su marido]. Antes, nunca perdimos nuestra fe en la Unión
Soviética.
¿Cuándo supieron que ese proceso tenía relación
con la desconfianza de los estalinistas hacia los que habían luchado
por la liberación de sus países de la ocupación alemana;
que eso los convertía en sospechosos?
El proceso fue dirigido por la Unión Soviética contra
los que habían estado en España y en la Resistencia. Para
Stalin, toda esa gente era enemiga potencial, todos los que lucharon contra
el fascismo en sus países; además, no hay que olvidar que
había ocurrido ya el tema de Tito, los yugoslavos se habían
enfrentado a Stalin. Aquello lo alertó, significaba que todos los
que habían estado en España y en la Resistencia podían
ser enemigos del estalinismo; incluso si entonces eran disciplinados comunistas
podían cambiar y desear para sus países, como Tito, libertad
al margen de Moscú.
Y entonces ocurren los hechos que darían lugar a La confesión.
En el libro se demuestra que las confesiones fueron lo peor del
comunismo, porque todos las creían verídicas; hasta Churchill
y los americanos. No se sabía que eran procesos fabricados de principio
a fin. Por eso el mérito de La confesión es que uno que
salió vivo, mi marido, pudo contar qué ocurría. Rompió
el silencio y todo se supo.
Cuando London fue acusado, la reacción de sus amigos comunistas...
Todos creyeron que era culpable.
Creo que usted también.
Al principio, no; luché. Pensaba que todos podían
ser enemigos, pero no mi marido; porque lo conocía. Hasta el proceso
hice todo lo que pude para demostrar que London no había hecho
nada, y nadie me escuchó. Un día iba en el tranvía
a mi trabajo y vi que todo el mundo leía el periódico: Hoy
se abre el proceso de los traidores espías dirigidos por Slansky.
Entonces vi que uno de los acusados era Gerard. En la fábrica,
todo el mundo lo sabía y a mi alrededor se hizo un silencio terrible.
Una amiga me dejó su periódico y me encerré en el
baño para leerlo. Luego, escuché la confesión de
mi marido, en la radio. Se declaraba culpable. Fue espantoso. Pensaba
que cuando llegara al juicio, ante el tribunal, diría que no era
verdad, pero cuando le preguntaron si era culpable, dijo: sí, es
verdad, soy espía. Y así una cosa y otra. Conocía
a mi marido, su valor, y no podía creer que se declarara culpable
de cosas que no había cometido, el hombre que yo conocía
no podía hacer eso. Fue terrible. Entonces escribí una carta
a la dirección del partido diciendo que, como comunista, comprendía
que London había traicionado al socialismo, y que estaba de acuerdo
con el proceso. Renegué de mi marido, creí que era culpable
y lo escribí. Lo publicaron, usaron mi carta, aquello me llegó
al corazón.
Reaccionó como una estalinista.
Claro, eso es lo que yo era. Pero antes no creía en su culpabilidad
y luché terriblemente por demostrar su inocencia.
Para luego creerlo culpable.
¿Y qué podía hacer? Algunos se suicidaron por
cosas semejantes, pero yo tenía a mis tres hijos y a mis padres.
¿Hubo alguien que siguió creyendo en la inocencia
de London?
Los que no eran comunistas y habían estado en la cárcel
con él, y los españoles de Mathausen. Y el director de la
fábrica donde yo trabajaba, y que lo había conocido en Francia,
junto a otros brigadistas. Un día, cuando los comunistas vinieron
a felicitarme y me llamaron héroe por haber rechazado
a mi marido, me dijo: Lise, no te lo reprocho, pero tu carta ha
sido un error.
¿Cómo se enteró London de que usted lo había
repudiado?
Se lo dije yo, la primera vez que lo vi, en 1953, después
del proceso, cuando cumplía condena. Yo había pedido el
divorcio, porque no podía ser la mujer de un traidor. Incluso me
plantearon que lo mejor era que dijera que no era el padre de mis hijos,
pero me opuse; dije que mi marido tenía que pagar, pero era el
padre de mis hijos y cuando fueran mayores ellos decidirían qué
hacer.
Luego muere Stalin, llega Kruschov, se revisa el proceso y él
acaba rehabilitado.
Antes de que Stalin muriera le escribí una carta. Ya pensaba
que mi marido era inocente y como todavía creía en Stalin,
supuse que si él podía leer mi carta, comprendería
la verdad.
¿Cómo podía creer en Stalin, si ya suponía
que London era inocente?
Sabía que pasaban cosas terribles en la Unión Soviética,
pero creía que Stalin las ignoraba. Yo, como tantas mujeres que
tenían a sus maridos en los campos, o muertos, seguía confiando
en él, y pensando que si lograba que se enterara de las injusticias,
las remediaría. Es terrible, una incondicionalidad espantosa. Yo
pensaba que mi marido no tenía el coraje de verme. Empecé
a tener una rabia espantosa, y le escribí una carta terrible, diciéndole
que no quería que nuestros hijos lo vieran, porque no podrían
comprender su traición. Pero esa carta era tan terrible que nuestro
enlace en la cárcel tardó un mes en dársela; entonces
mi marido se desmayó. El enlace pidió que lo visitáramos,
y pasó que, como yo era tan estalinista, los jefes pensaron que
no había peligro que lo viera.
Y le dijo que lo creía un traidor.
Lo vi en una casa de Praga, del Ministerio del Interior. El vigilante
se apartó. Yo había planeado con mi hija Françoise,
que tenía 14 años, que sus hermanos pequeños hicieran
mucho ruido, de forma que el hombre no pudiera entendernos. Le dije a
mi marido que nos había engañado, que era un traidor, y
él negó con la cabeza. Una y otra vez. Le dije: ¿Por
qué has confesado?. Y él respondió: Era
imposible. Y entonces supe que era inocente. Le dije: te creo, y
no volví a desconfiar. La vida va a ser difícil para
ti, añadió, debes irte. Voy a luchar
por ti, respondí. Aseguró que si aún lo quería
no debía hacerlo. Quería que me divorciara, para protegerme,
pero lo primero que hice fue escribir y volverme atrás. Iba a luchar
con él. Y a partir de ese momento siempre tuve fe.
¿Y entonces se quedó sola?
Completamente. Me echaron de la fábrica, me dieron un trabajo
que no daba para mantener a mi familia. Pero está en mi naturaleza
ser una combatiente.
De sus hijos, ¿hay alguno comunista?
No, pero ninguno es de derechas. Estoy muy orgullosa de mis hijos,
de mi Françoise, que se hizo su vida, cuando no la dejaron estudiar
por ser hija de London y que es montadora de cine; de mi hijo el doctor;
del tercero, profesor de matemáticas. Y eso con la vida que tuvimos...
Mi padre, español, minero, llegó a Francia a los 16 años
y aprendió a leer en LHumanité. No puedes imaginar
la fe que tenía, su ingenuidad.
Y usted regresa al comunismo, tras haber sufrido tanto por su causa.
Porque está cambiando y puedo ayudar en ese cambio, como
en la Primavera de Praga. Muchos pensamos que el comunismo sólo
podría renovarse desde dentro. Cuando yo entregué mi carné,
lo hice por tres razones: porque Marchais obligó a romper la colaboración
de los comunistas en el gobierno socialista; porque el estalinismo seguía
en el partido, y porque el Partido Socialista Francés apoyó
la invasión de Afganistán por Rusia.
¿London volvió a ser comunista?
Siempre fue un comunista de fe; mejor dicho, un socialista verdadero.
¿El tuvo rencor contra sus camaradas?
Nunca. Siempre dijo que todo lo que le sucedió era precisamente
lo contrario del comunismo, y siguió fiel a su fe.
Entre ustedes dos ¿todo volvió a ser como antes?
Gerard lo sabía antes de que yo lo dijera.
London no necesitó perdonarla.
No, era él quien se disculpaba. Nos queríamos muchísimo.
Lo nuestro fue una verdadera historia de amor.
De todo lo que ha pasado, ¿cuál ha sido el momento
más duro?
Cuando mi marido me dijo que era inocente, cuando lo oí de
su propia boca... Y yo lo había creído culpable.
Por
qué Lise London
Por Sol Alameda
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Cuando Artur London, el comunista checo y marido de
Lise, publicó La confesión, dando a conocer su terrible
aventura, fue un escándalo. Poco después, en 1970, el
libro escrito por la pareja dio lugar a una película, donde
Montand era London y Costa Gavras, el director. La historia, conocida
en los ámbitos políticos, estalló como una bomba
poniendo en entredicho los métodos del comunismo y los fundamentos
de esa ideología que había arrastrado a millones de
jóvenes idealistas.
London fue uno de los tres responsables de la Resistencia contra el
nazismo en Francia, miembro de las Brigadas Internacionales en la
Guerra Civil Española. Pasó por la cárcel y por
un campo de concentración nazi, y en 1951, siendo viceministro
de Exteriores en Checoslovaquia, fue procesado en Praga y condenado
a cadena perpetua por traidor al comunismo. El suyo fue uno más
de los procesos que Stalin alentó para acabar con sus enemigos
y competidores, pero su importancia radica en que desveló los
métodos usados por los estalinistas para lograr que los procesados
confesaran lo que Moscú necesitaba para sus fines.
London y Lise, que en realidad se llama Elisa Ricol, escribieron La
confesión en los primeros años cincuenta, tras la rehabilitación
de él, y decidieron publicarla en 1968 para apoyar la Primavera
de Praga. El corazón del libro lo constituyen los papeles que
London escribió en la cárcel y que su mujer recibía
dentro de paquetes de cigarrillos. Así quedó el testimonio
de lo que sucedía en los interrogatorios; de cómo se
fue fabricando el proceso hasta obligarlo a confesarse culpable. La
palabra Proceso, la ciudad de Praga como escenario de la historia
sugieren el famoso libro de Kafka. La verdad es que en la historia
real que London vivió no hay una pizca de humor, y que los
London, Lise y Gerard, como ella lo llamaba, sólo sobrevivieron
a tanta tristeza gracias a su fortaleza de espíritu, y, paradójicamente,
gracias a la fe que mantuvieron en la ideología comunista,
que Lise todavía conserva.
Ahora tiene 83 años y no para de trabajar. Cuando su marido
murió en París, en 1986, se dedicó a escribir
la vida de ambos, dos gruesos tomos donde narra lo que les sucedió
cuando eran jóvenes comprometidos con su tiempo y vivían
inmersos en aventuras del espíritu y de las otras. Lise es
la que nunca se rinde. Con un castellano bastante bueno sus
padres eran emigrantes españoles durante toda una mañana
contó algunos capítulos de su existencia. Acaba de volver
al Partido Comunista, y se dedica a explicar la razón de ese
regreso. En su casa de París, que compraron con el dinero de
la venta de La confesión, aunque le duele su rodilla recién
operada y es una mujer anciana, hace gala de una memoria ancha y prolija,
detallada. Se detiene una y otra vez hablando de gente que conoció;
de Micheline, que murió con su bebé en el campo de concentración;
de una amiga alemana que vivió escondida de los nazis, siendo
niñera de los hijos de un oficial alemán; del excelente
sastre yugoslavo cuyo negocio era una tapadera, y donde London acudía
para hacerse trajes y contactar con oficiales alemanes que colaboraban
con la Resistencia. De cómo ambos se conocieron y se enamoraron
en Moscú, donde fueron enviados por el Komintern. |
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