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A 12 AÑOS DEL FUSILAMIENTO DE PABLO OUTES
Pecado y penitencia

Por Eduardo Tagliaferro

Por Eduardo Tagliaferro

En julio del �76 el frío era más cruel que en otros inviernos, por ese motivo la voz del director de la cárcel diciéndole a Pablo Outes que se abrigara, no resultó sospechosa. �Va a tener frío, no olvide su gorra�, fueron las únicas palabras que se le escucharon decir a Braulio Pérez, un ex sargento del Ejército que dirigía el Servicio Penitenciario en la provincia de Salta. Pablo era un calvo hecho y derecho que se había afeitado la cabeza, en uno de los tantos intentos para que el pelo volviera a crecer con la fuerza de antaño. El viejo, como le decían a Pablo, era un veterano en el oficio de preso político. En 1962 siendo militante de la UCRI (Unión Cívica Radical Intransigente), fue uno de los manifestantes que repudiaron la visita de Felipe de Edimburgo, el príncipe consorte de la reina Isabel II de Inglaterra. El final de la protesta estaba cantado. Mientras Pablo iba en �galera�, el cortesano del imperio pedía refugio en la alcoba de Magdalena Nelson de Blaquier, una aristócrata diez años mayor que el duque. 
Los largos años de resistencia peronista fueron la causa de que Pablo rompiera con el radicalismo. Luego de un par de arrestos, adhirió al Frente Revolucionario Peronista que lideraba otro comprovinciano suyo, Armando Jaime. Pablo Outes provenía de una familia tradicional, dentro de la tradicional sociedad salteña. La militancia política lo atraía con un magnetismo al que no podía ni quería resistirse. Magnetismo que lo llevó, la mayoría de las veces, a vestirse con el traje de la oposición. Lo que en la historia de los 60 y 70 es casi lo mismo que decir de los perseguidos.
Cuando el embrujado poder del peronismo sin Perón llevó a su viuda, Isabel, a la cima del gobierno, Pablo ya estaba decididamente luchando por el antiimperialismo y por el socialismo. Lo detuvieron luego de que Isabelita decretara el estado de sitio a fines de 1974 y pudo salir del país utilizando el derecho de asilo previsto en el artículo 23 de la Constitución. Venezuela era un país muy lejano para un hombre que vibraba con los vinos salteños, su familia y la lucha política. En 1975 su calva se paseaba nuevamente por Valderrama y su sombra era seguida de cerca por los parapoliciales de Joaquín Gil, aquel hombre fuerte de la policía salteña precursor de la Triple A. Acorralado, y con la certeza de que si lo detenían nuevamente su futuro sería un asesinato lento y feroz, se presentó ante el juez federal Ricardo Lona. Ese juez, que en esa época recibió gran cantidad de denuncias por torturas, desapariciones y fusilamientos, se desempeña hoy como camarista de la justicia federal salteña, merced a la complicidad del poder político local.
Ricardo Lona, envió a Pablo otra vez a la cárcel, concretamente al pabellón E del penal de Villa Las Rosas. El pabellón era una construcción relativamente nueva y sólo alojaba a los presos políticos. Luego del golpe militar las condiciones de detención cambiaron drásticamente. Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, había dispuesto que aquellos presos políticos, a los que calificaba de subversivos, debían estar aislados e incomunicados. 
La noche del 6 de julio del �76, antes de las 21, hora en que se apagaban las luces de las celdas, una patota del Ejército comandada por un teniente de apellido Espeche, entró a cumplir una orden del comandante de la guarnición Salta, coronel Carlos Alberto Mulhall. La comitiva militar marchaba acompañada por el hijo del director del penal, el oficial penitenciario Juan Carlos Alzugaray �un ex oficial de inteligencia de la Policía Federal que, más por miedo que por otra cosa, renunció a la fuerza y se alistó como carcelero�, el oficial jefe de guardia, Eduardo Carrizo y el alcaide responsable del penal, apellidado Soberón. La patota estaba formada por oficiales superiores, que no llevaban sus insignias identificatorias. De a una fueron abriendo las puertas de seis celdas. APablo Outes, que todavía se encontraba vestido, le dieron tiempo para tomar su gorra; al resto los sacaron desnudos y en algunos casos hasta descalzos. Todos iban resignados, salvo Rodolfo Usinger, un ingeniero rosarino que comenzó a gritarles �asesinos hijos de puta�. Usinger fue uno de los pocos que intuyó el final de ese operativo. A principios del �76 una comunicación de la organización Montoneros había alertado sobre un posible �operativo mantel blanco�, en el que los militares comenzarían a ejecutar prisioneros políticos. Usinger quizá recordó ese mensaje y por ese motivo opuso toda su resistencia. Roberto Oglietti, José Povolo, Leonardo Avila, Rodolfo Usinger, Alberto Sabransky y Pablo Outes fueron llevados a las celdas de la planta baja.
El penal quedó a oscuras y el barrio lindero a la cárcel también. Como el silencio inundó todos los rincones, el ruido de los motores del camión militar se escuchó nítidamente. Los seis detenidos del pabellón E, fueron subiendo en fila india al camión que estaba estacionado en el campo de deportes. Antes habían subido María del Carmen Alonso, Celia de Avila, Georgina Droz y Amarú Luque de Usinger. Los responsables del operativo los seguían en otro vehículo, entre ellos el hijo del director del penal, que se sumó a la comisión militar. Cuando llegaron a un cruce de la ruta a Tucumán, en la localidad de Palomitas, al sur de la ciudad de General Güemes, todos los trasladados fueron fusilados. La explicación oficial fue la habitual: hubo un intento de fuga. El hijo del director del penal había comenzado a transitar un camino sinuoso, que lo llevaría a consagrarse de verdugo y que tuvo en este fusilamiento la piedra que definitivamente lo llevaría al abismo. La matanza fue tan traumática para él que luego del fusilamiento de Palomitas no hacía otra cosa que repetir los detalles del operativo. Un grupo de tareas lo secuestró y no se supo más de él. En el pecado estuvo su penitencia, diría el antiguo cura de su pueblo. Penitencia que el responsable de esa matanza, el general Luciano Benjamín Menéndez, todavía no cumplió.

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