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�BOLICHE, UN LUGAR CON HISTORIAS�, DE RUR Y KESELMAN
Los fantasmas del viejo bar

Actores y muñecos le ponen cuerpo a una obra ambientada en un típico bar de atorrantes, de esos que hoy son especie en vías de extinción.

El bar es frecuentado por tangueros, prostitutas y poetas frustrados.
La obra puede verse en un auditorio universitario, sólo los viernes.


Por Cecilia Hopkins

t.gif (862 bytes) Que los bares porteños han ido perdiendo su encanto para convertirse en virtuales �garitos de Las Vegas� parece haber sido la idea que dio origen a Boliche, un lugar con historias. Quien tiene a su cargo la observación es, precisamente, el dueño de uno de los locales que sobrevive a la mutación y la picota. 
De aspecto mistongo y atorrante, el lugar donde transcurre la obra de Rur y Keselman recibe a diario la visita de las mismas parejas de enamorados, mujeres solitarias y poetas insomnes. Como el que se resiste a abandonar su mesa a pesar de la hora de cierre, con la excusa de que es allí el único lugar donde sobreviven los personajes que lo inspiran. Sus musas son los protagonistas de antiguas pasiones y desencuentros: mujeres de la noche, tangueros consuetudinarios y damas abandonadas que se regodean en sus penas de amor. Pero cuando por fin queda solo, el dueño del boliche abandona su ceño fruncido y su tono sentencioso para ceder a las tentadoras promesas de las prostitutas que lo visitan. 
En discreto despliegue, actores y muñecos invitan en otros tramos a rescatar del olvido viejas ceremonias ciudadanas. También hacen burla de algunos estereotipos que perviven en rimas y canciones de tono popular. Así, la figura materna se muestra aquí desde un ángulo distinto del que ofrece el estereotipo instituido: mientras que el dueño del bar elogia a su madre evocando frente a su retrato un pasado de abnegación y sacrificio, la mujer se queja de los roles que se vio obligada a cumplir, en la figura de un gran títere instalado en una de las mesas. 
De marcado carácter costumbrista, el sencillo espectáculo se estructura en diferentes secuencias de movimiento que ilustra la fauna porteña que puebla el lugar, con música de Marcelo Moguilevsky. Salvo el dueño del bar (Ernesto Torchia), los demás intérpretes manejan títeres de varilla de distinto porte, de invariable aspecto caricaturesco. En algún caso, las criaturas de ficción son de tamaño natural; otros están confeccionados para que de sus mangas salgan las manos de quienes los manejan. Sencillo pero efectivo es también el recurso que anima a la pareja que discute sobre los roles del hombre y la mujer, cuyos cuerpos aparecen fijos, representados en un panel con un agujero por donde asoma la cabeza de los titiriteros.

 

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