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OPINION

Preferencias

Por J. M. Pasquini Durán

Hoy en día, los peronistas miden la calidad de su representación por la intensidad del diálogo con el Gobierno. Cada sector, grupo o dirigente pretende que ha sido el elegido para sentar las bases de esa relación bilateral y, por lo tanto, que su encuentro ha sido el más importante y decisivo de todos. Hubo una época, durante los 18 años de antiperonismo excluyente, en que esa competencia sucedía alrededor de la casa de Puerta de Hierro en Madrid. Cada uno que regresaba con la foto autografiada, la cinta o la carta del General, se decía entonces, venía “montado en la nube propia”. Es que el líder en el exilio era el propietario indiscutido de la mayoría popular y sus favores otorgaban autoridad política al que los recibía. La peregrinación actual a la Casa Rosada no recibe la misma compensación, aunque algunos la pretendan, entre otros detalles porque De la Rúa no es Perón. Sin embargo, su agenda de reuniones, desayunos, almuerzos, cenas, aperitivos y cafés, desborda de citas con sus principales adversarios, sin enumerar los contactos telefónicos. Tampoco los peronistas son los mismos: en aquellos años las consignas eran de lucha popular, mientras que ahora se trata de perdurar.
Gravita tanto la referencia al Presidente (no al Gobierno, al Presidente) que los caídos en desgracia, sobre todo los que tienen las manos sucias, pretenden revivir las imágenes del pasado para presentarse como las nuevas víctimas de un presunto renacido antiperonismo. Son los que tienen investigaciones o causas abiertas en la Justicia por prácticas corruptas. Debido a esos antecedentes, sus acusaciones consiguen el efecto contrario del que buscan, alejándolos de sus recientes conmilitones, ninguno de los cuales quiere quedarse pegado a esos personajes emblemáticos de la corrupción. Con la excepción de Carlos Menem, jefe supremo de los investigados o encausados, los demás ya aceptaron que el sentimiento público en contra de los políticos deshonestos es tan fuerte que puede truncar más de una carrera en funciones públicas. Si algo preserva el prestigio del Gobierno, tan cuestionado por sus votantes debido al estado de la economía, es la tarea de la Oficina Anticorrupción o las embestidas del vicepresidente Carlos Alvarez contra los ñoquis en el Senado.
Por supuesto, la detención de Alderete no compensa la poda salarial en el Estado, como si pudieran trocarse la honestidad administrativa por la injusticia social. Al contrario, son términos antagónicos, puesto que la ética y la moral de la política son una sola en función de gobierno. Esto es, no hay unas para la economía y otras distintas para cada área oficial, sin caer en la esquizofrenia. Más tarde o más temprano, pero antes del chaleco de fuerza, el Gobierno tendrá que conseguir esa unidad de conducta hacia alguno de los varios rumbos que ha marcado en este primer octavo de su tiempo de mandato. Tanto los sondeos de opinión, con la relativa exactitud de las estadísticas, como los rumores difusos de la calle, indican que aún hay expectativas populares abiertas, en un cuadro general de situación cruzado por decepciones, confusión y contradicciones. Existe resistencia sindical y popular a los reajustes económicos en la línea neoliberal, pero todavía tiene carácter defensivo, para evitar nuevas injurias y daños, más que de oposición frontal a la administración del Estado. Tanto es así que el prestigio del diálogo se mantiene casi intacto en la percepción generalizada sobre la marcha de los asuntos públicos.
Después de diez años de menemismo, las vías del ajuste continuo y de la dependencia externa son rechazadas por la opinión mayoritaria como opciones sustitutas de una redistribución de las riquezas con sentido de equidad y de justicia. Hacia principios de los años ochenta, cuando se refundó la democracia, el desempleo nacional rondaba el tres por ciento, y al asumir Menem, en 1989, se había alzado hasta el seis por ciento,hiperinflación mediante. Con la convertibilidad y los sucesivos ajustes, el índice alcanzó su propio promedio record en 1995 con el 18 por ciento de tasa de desocupación abierta y ronda actualmente el 15 por ciento. En la Argentina, el 20 por ciento más rico se apropia del 52,9 por ciento de los ingresos mientras que, en la otra punta, el 20 por ciento más pobre recibe el 4,5 por ciento. ¿Hacen falta más evidencias para desacreditar al reduccionismo fiscalista y presupuestario como tendencia hegemónica en la gestión gubernamental? No, no es asunto de evidencias ni de ineptitudes congénitas o exceso de improvisaciones. Es más lógico indagar en otros factores determinantes.
Por ejemplo, la actitud presidencial. De la Rúa confía en la contabilidad cuadrada como condición previa, necesaria y suficiente para iniciar la carrera hacia el despegue económico. Asimismo, cree que la dependencia externa ofrece, a manera de contraprestación por la pérdida relativa de autonomía nacional, la virtud de conectar al país con la marcha general de la economía mundial, de modo que si prosperan las naciones más ricas habrá un derrame inevitable en favor de la reactivación de estas zonas deprimidas si es que las cuentas están en orden. Llegado a ese punto, deduce que la dinámica de esa economía recompuesta y ordenada producirá, por peso específico propio, una corrección en el profundo desequilibrio existente en la distribución de riquezas. Dicho con sus palabras: “Con plata se puede ser socialista”. Si el mismo modelo no funcionó con Menem en pro del bien común, seguro que considera que se debió a la administración desordenada, deshonesta, irresponsable y oportunista. En su interpretación de los motivos de ese fracaso pone el acento en las deficiencias gerenciales más que en la naturaleza misma del modelo. Por eso, no se trata de evidencias sino de interpretaciones y diagnósticos.
Además de las creencias, están las relaciones de fuerzas. Las determinaciones últimas de las políticas públicas están influenciadas decisivamente por los intereses de los grupos más concentrados de la economía que acaparan también un poder de veto muy fuerte sobre cualquier iniciativa que los contradiga. La política, que debería expresar la voluntad popular, está subordinada a la voluntad económica, sobre todo del capital financiero, que no se elige en las urnas y que actúa por encima de las instituciones y de las leyes. Argentina no tiene una economía de mercado, en la que el Estado y la democracia pueden actuar como factor de equiparación ante las desigualdades, sino una sociedad de mercado en la que todo interés queda supeditado a los más fuertes que usan al Estado como gerente de sus negocios y a los que no les importa el tipo de institución que gobierne, pues se han beneficiado por igual de dictaduras militares que de gobiernos civiles surgidos de las urnas.
La cuestión principal, entonces, no pasa por las teorías económicas de Machinea o de López Murphy, sino por la determinación de quién tiene la última palabra: ¿la democracia o el mercado? La responsabilidad es política más que administrativa y el problema más importante es el descrédito de todo tipo de instituciones –partidos, sindicatos, cámaras empresarias, los tres poderes del Estado–, que trastornan las chances de construir nuevos liderazgos, capaces de movilizar fuerza suficiente para sobrepasar el poder de veto conservador. Podría ser atractivo, aun alentador, que la UIA, la CGT disidente y la Pastoral Social que dirige el cardenal Primatesta hagan el esfuerzo de concurrir hacia un programa común que desafíe a la sociedad de mercado, si no fuera porque esas mismas instituciones son demasiado débiles para dar vuelta la tortilla, si antes no se inscriben en un proceso de movilización democrática de bases más anchas que las que pueden aportar por sí mismas. Con la misma amplitud deberían pensar en sus alianzas, que no pueden ser corporativas para que abarquen en sentido transversal a los votantes del gobierno y de laoposición que quieren un país distinto. Es una transformación cultural de raíz de la concepción de la política y de sus procedimientos. Hacer una revolución del pensamiento es difícil y atrevido, pero es factible. En todo caso, es preferible intentarlo en lugar de seguir la corriente al estado actual de las personas y las cosas.

 

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