Por Diego Fischerman
En 1935, cuando Juana de Arco en la hoguera fue terminada por Arthur
Honegger, lo que se
debatía, más que las virtudes o defectos de una obra en particular,
era la supervivencia del género lírico. Puccini por un lado,
Richard Strauss y Alban Berg por el otro, lo habían llevado hasta
límites cuyas continuaciones resultaban difíciles de ser imaginadas.
La idea de un oratorio dramático con cambios escenográficos
y más de 100 personas en escena, pero en el que toda la acción
transcurre en un solo lugar, la mente de una mujer a punto de ser quemada
en la hoguera, parecía, en ese sentido, un desafío acorde
con los problemas de la época. ¿Cómo contar una historia
con música? ¿Cómo responder a las novedades musicales
y a exigencias literarias acordes con las primeras décadas del siglo
XX sin perder de vista la trama (y el drama)? Igor Stravinsky con su Oedipus
Rex planteó una de las respuestas posibles. Honegger, curiosamente,
propuso un camino diferente en cuanto a estética musical, pero absolutamente
igual en cuanto a su planteo: jugar al estatismo. Y la respuesta de Platé,
en esta nueva puesta que se acaba de estrenar en el Colón, es tan
brillante e imaginativa en relación con los recursos puestos en juego
como respetuosa del original en su esencia.
La concepción de Platé, un destacado artista plástico,
pasa, tal como él lo explicó a este diario, por no concebirse
de otra manera que como pintor. No hay acción en el sentido literal,
pero, en cambio, la luz (verdadera protagonista de esta puesta) diseña
un espacio propio para cada una de las escenas. Paradójicamente,
en la versión de Platé hay un movimiento constante que no
pasa por lo que hacen los personajes Juana está quieta, obviamente,
y los demás, a lo sumo, entran y salen en el escenario sino
por el fluir de artilugios que hacen desaparecer personas, que las muestran
volando o que las sumergen en mares de luz. El final, a pesar de cierta
previsibilidad, con Juana elevándose en el vacío, es de una
belleza visual deslumbrante. El otro protagonista
es el coro y la actuación del organismo Estable fue verdaderamente
sobrecogedora, más allá de algún pequeño desfasaje
rítmico y algún desliz en la afinación de los tenores.
El Coro de Niños y sus solistas también cumplieron con creces
las exigencias de la obra mientras que la orquesta, impecable en las maderas
y en los solos de saxo y correcta en todas sus filas, llevó la música
con concentración y con sentido del relato. Uno de los méritos,
sin duda, es de Serge Baudo, un director que aúna claridad en la
exposición de la arquitectura y en el señalamiento de los
planos con un claro concepto dramático. La actriz Isabel Karajan,
en el papel de Juana, logra conmover y la distancia afectiva señalada
por el régisseur, en lugar de atentar contra el poder expresivo,
lo refuerza. Thierry Bertomeu como el Hermano Dominique el otro papel
hablado de importancia cumple adecuadamente y, entre las voces se
destacan las de Fabiola Massino y Alicia Cecotti como Marguerite y Catherine.
Los problemas de dicción de la mayoría de los cantantes argentinos,
la excesiva afectación de Chalabe en sus agudos, el escaso caudal
de algunos y la tambaleante afinación de otros no lograron, eventualmente,
eclipsar un espectáculo de gran nivel.
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