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Un lugar para los ancianos que no tienen un lugar

Trece hogares para ancianos reciben cada día medio millar de personas que son nuevos pobres o están solos. Allí comen y participan en talleres. Muchos cuentan que les cambió la vida.

El almuerzo en uno de los hogares, ubicado en Palermo.
�Hago yoga y reflexión para ejercitar la memoria�, cuenta Clara.


t.gif (862 bytes) Artigas Méndez tiene 75 años, un delantal calzado en la cintura, algunas manchitas de salsa en el pulóver y una espátula de madera a punto de revolver una polenta humeante. Dice que en el último año y medio su vida dio un vuelco. Estaba subalimentado, pesaba diez kilos menos, casi no podía caminar y vivía en pensiones decrépitas. �Me tocó una varita mágica�, exagera, en la cocina de uno de los 13 hogares de día para ancianos del Gobierno porteño distribuidos en distintos barrios de la ciudad. �No se imagina lo que era yo antes de encontrar este lugar�, cuenta, y la emoción le explota en los ojos. El programa, coordinado por la psicóloga y gerontóloga Gabriela Groba, recibe cada día un millar de viejos que, como Artigas, son nuevos pobres o están sumidos en la absoluta soledad. Allí desayunan, almuerzan y toman una merienda, además de participar en actividades, desde talleres para estimular la memoria hasta yoga, labores y microemprendimientos productivos. 
Los viejos en condiciones de vulnerabilidad son cada vez más en el territorio porteño. La población mayor de 60 años representa el 22 por ciento del total de habitantes, casi el doble del promedio nacional. Son unas 700 mil personas. Por el nivel de ingresos, el 67 por ciento está por debajo de la línea de pobreza. Un gran porcentaje, además, se ha quedado sin familia y está completamente solo.
�El envejecimiento de la población de Buenos Aires es notable, a diferencia del resto del país. Es un fenómeno solamente comparable al de las grandes ciudades europeas. Sobre todo se refleja en los adultos mayores que superan los 80 años�, apuntó Groba. Las proyecciones indican que ese grupo etario, que hoy representa el 3,8 por ciento de los mayores de 60, crecerá casi al 5 por ciento en diez años. �Estimamos que cerca del 55 por ciento de los viejos está solo�, agregó la especialista.
Ante este panorama, Groba propuso el proyecto de hogares de día. El primero se abrió en 1989 en avenida Amancio Alcorta 1402, barrio de Constitución. El último, se inauguró en octubre de 1999, en Paraguay 5170, Palermo, y es donde cocina Artigas Méndez. En total, hay 13 hogares de día, que funcionan en clubes sociales de Flores, Mataderos, Montserrat, Villa Pueyrredón, Parque Avellaneda, Lugano, Villa Ortúzar y Abasto. Cada uno recibe entre cincuenta y cien ancianos por día. La mayoría va en busca de comida y compañía.
�El objetivo de los hogares de día es mejorar la calidad de vida de los viejos. Llegan por primera vez hiperdependientes, subalimentados, con problemas de salud. Con la diversas actividades conseguimos que vuelvan a tener ganas de vivir, que necesiten ir menos al médico, que reciban menos remedios. Existe una falsa creencia de que este tipo de programa es caro. Nos cuesta apenas 50 pesos por mes por persona�, destacó Groba. Además de talleres, reciben asesoramiento legal en cuestiones previsionales.
�Desde que entré al hogar de día, soy otra persona. Vengo todos los días a las 9 o 9.30 y si necesitan algún mandado, lo hago. Me gusta cocinar, así que a veces preparo alguna comida. Pude dejar las pensiones rasposas en las que vivía y me ubicaron en una pieza de una casa de familia. Antes estaba muy mal. Tan mal que no podía caminar, salía a la calle y sentía que me seguían�, recuerda Artigas, viudo hace 20 años y sin familia, que pasó a conformar el grupo creciente de nuevos pobres. Alquilaba un departamento hasta que no pudo pagar más y fue desalojado. Cobra la jubilación mínima: 145 pesos por mes. En el hogar desayuna, almuerza, toma una merienda y se lleva una vianda para la noche. 
A pocos pasos de la cocina, unas veinte señoras hacen gimnasia. En el hall de hogar, un varón y tres mujeres juegan al dominó. Otras dos charlan. Clara Madi, de 82 años, ejercita las piernas en una bicicleta fija. �Vengo a eso de las 10 y me voy a las 16, cuando cierra. Hago yoga y reflexión para ejercitar la memoria. También, labores, donde estamos haciendo ropita para el Hospital Garrahan. Vengo porque estoy entretenida y acompañada�, cuenta Clara. Hace 6 años, cuando falleció su marido, semudó desde Mar del Plata a la Capital Federal para estar cerca de su hijo, pero dejó en la costa a sus amigas. 
Después del almuerzo, Clara se sumará a la radio abierta, que coordina Mina Heller, de 77 años, otra de las concurrentes al hogar de día Palermo. �En julio del �98 se murió mi compañero �cuenta�. Y me quedé sola. No tuvimos hijos y, como yo era única hija, llegó un momento en que me quedé sin parientes. Al venir al hogar, tengo una motivación para prepararme para salir y me entretengo.�


opinion
Por Pedro Cazes Camarero *

Las dos caras del Hospital Posadas

La columna de opinión de Página/12 del día 6 del corriente nos regala, a través de la galana prosa del Señor Síndico General de la Nación Rafael A. Bielsa, el relato del comienzo de cierto día de trabajo de uno de los Interventores Normalizadores del Hospital Nacional Profesor Alejandro Posadas.
Después de un descenso raudo en su blanco automóvil desde la autopista, arrullado por la aterciopelada voz del locutor, que lo pasea de leprosarios de Tánger a cotolengos de Milano a través de la lectura de una sofisticada novela, nuestro Interventor Normalizador se halla listo para enfrentarse con la realidad cotidiana del policlínico. Lo recibe el estridor de tiroteos entre policías y mafiosos, las andanzas de un loco necrofílico, depósitos de automóviles dignos del Plan Canje, perros vagabundos en los pasillos y el hedor de aguas servidas en el pozo de los ascensores. El escaso espacio libre del nosocomio se halla atestado por comercios semiclandestinos que ofrecen chucherías y por inmigrantes sin baños y sin bancos para sentarse. Distraídamente, el Interventor Normalizador expulsa de su despacho a un torturador de los 70 contratado por uno de sus colegas, mientras contempla con melancolía, a través de los ventanales, el otrora verde césped de los jardines. Por los sórdidos corredores circulan profesionales �que deambulan arrastrando los pies, con la vista baja del que ha sustituido el orgullo pro el hábito�, como reza la prosa inigualable de nuestro Síndico.
Permítasenos reemplazar por un momento el personaje indiscutiblemente protagónico del Interventor Normalizador por el más grisáceo del Residente de Tercero, quien desciende del atestado vagón a la estación Ramos Mejía y se lanza por el corredor subterráneo, aromático de orines y atestado de mendigos, rumbo a la parada del rojinegro 182. La radio del colectivo no incursiona por Tánger ni Milano, pero sí por ciertas canciones cordobesas entonadas por un finadito de ojos claros. El 182 traquetea por Tres de Febrero y deposita su carga por la entrada de la Guardia de Pediatría.
Los pasajeros del 182 van a sumarse a las huestes de las colas que se apelotonan en las ventanillas de Admisión, del Laboratorio, de Pediatría. El Residente de Tercero se entera por el colega saliente, que balbucea de cansancio, la novedad terrible. Les han bajado el sueldo un 12 por ciento. Nadie puede diferenciar los inmigrantes bolivianos de los pobladores de la villa Carlos Gardel. Todos atestan los corredores sin baños ni asientos, y el Residente de Tercero los va atendiendo uno a uno, en tanto el represor setentista es expulsado de la Dirección por el Interventor Normalizador. 
El día transcurre lentamente, la cola no parece disminuir, en el sótano helado los técnicos de la Farmacia preparan con los dedos ateridos las dosis que se les suministrarán a los internados. Cada tanto el ruido de un tiroteo entre policías y mafiosos contamina los corredores, interrumpiendo los consejos higiénicos que una locutora reitera por orden de la Invervención Normalizadora. Sobrecargados, los ascensores ascienden y descienden sobre lagos de líquido podrido. El Residente de Tercero escucha con un solo oído algunas indicaciones del Jefe de Servicio, mientras coloca el estetoscopio en el tórax del paciente, quien ostensiblemente necesitaría un sandwich de milanesa más que una dosis de penicilina.
En el segundo quirófano se está acabando la anestesia, en Terapia Intensiva se agota el tubo de oxígeno de la cama tres. Por el corredor del subsuelo se están robando algunas raciones en una silla de ruedas. En el local de ATE están votando una huelga para la semana próxima. En la biblioteca del segundo piso, una preciosa Residente de Segundo forcejea con la computadora intentando consultar el banco de datos de Medline, mientras avanza la tarde y el Interventor Normalizador asciende a la autopista en su auto blanco, de regreso a su hogar. La cola frente a la Guardia de Pediatría no parece disminuir. El Residente de Tercero se come un sandwich de pie, junto a la camilla. Como un viejo motor zumba el Hospital. Por sus pasillos sucios, llenos de perros y de bolivianos, de villeros, de locos, de policías y de rateros, han circulado miles de personas a las que se les contuvo la desesperación, se les ofreció vagamente una esperanza, un poco de luz entre la mugre. Acunado por el latido del Hospital, el Residente de Tercero duerme en su silla, con la tarjeta sin pagar, la novia en el pueblo, el arte largo, el tiempo breve, el juicio difícil.
El Hospital del Interventor Normalizador, el Hospital del Síndico, es verdadero, pero el del Residente de Tercero lo es también. La sesgada verdad del primero ofrece el riesgo de convertirse en la justificación de la muerte del segundo. Asfixiado por la falta de recursos, sometido al hambre y la sed, el Hospital Público agoniza. El mundo inmaculado del Interventor Normalizador no incluye la denuncia ante la Oficina Anticorrupción de la administración menemista previa que llevó a las finanzas del policlínico a la ruina. El Hospital que se percibe desde la autopista no parece ser el mismo que el de que desciende del colectivo.

* Farmacéutico.

 

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